Francisco Fernández-Carvajal 17 de junio de 2024
@hablarcondios
—
Llamada universal a la santidad.
— Ser
santos allí donde nos encontramos. La mística ojalatera.
—
Todas las circunstancias son buenas para crecer en santidad y realizar un
apostolado fecundo.
I. Toda la Sagrada Escritura es una llamada a la santidad, a la plenitud de la caridad, pero hoy nos dice Jesús explícitamente en el Evangelio de la Misa: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto1. Y no se dirige Cristo a los Apóstoles, o a unos pocos, sino a todos. San Mateo nos hace notar que, al terminar estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de sus enseñanzas2. No pide Jesús la santidad a un grupo reducido de discípulos que le acompañan a todas partes, sino a todo el que se le acerca, a las multitudes, entre las que había madres de familia, jornaleros y artesanos que se detendrían a oírle a la vuelta del trabajo, niños, publicanos, mendigo enfermos... El Señor llama en su seguimiento sin distinción de estado, raza o condición.
A
nosotros, a cada uno en particular, a los vecinos, a los compañeros de trabajo
o de Facultad, a estas personas que caminan por la calle..., Cristo nos
dice: Sed perfectos..., y nos da las gracias convenientes. No es un
consejo del Maestro, sino un exigente mandato. «En la Iglesia, todos, lo mismo
quienes pertenecen a la jerarquía que quienes son apacentados por ella, están
llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque esta es la
voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Tes, 4, 3)»3.
«Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»4.
No existe en la doctrina de Cristo una llamada a la mediocridad, sino al
heroísmo, al amor, al sacrificio alegre.
El
amor se pone al alcance del niño, del enfermo que lleva meses en la cama del
hospital, del empresario, del médico que apenas tiene un minuto libre...,
porque la santidad es cuestión de amor, de empeño por llegar, con la ayuda de
la gracia, hasta el Maestro. Se trata de dar un nuevo sentido a la vida, con
las alegrías, trabajos y sinsabores que lleva consigo. La santidad implica
exigencia, combatir el conformismo, la tibieza, el aburguesamiento, y nos pide
ser heroicos, no en sucesos extraordinarios, que pocos o ninguno vamos a
encontrar, sino en la continua fidelidad a los deberes de todos los días.
La
liturgia acude hoy a las palabras de San Cipriano, que exhortaba así a los
cristianos del siglo iii: «hermanos muy amados, debemos recordar y saber
que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de
que Él se complazca en nosotros (...). Sea nuestra conducta cual conviene a
nuestra condición de templos de Dios (...). Y como Él ha dicho: Sed
santos, porque yo soy santo, por esto, pedimos y rogamos que nosotros, que
fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación inicial.
Y esto pedimos cada día»5.
Hoy lo imploramos nosotros a Dios: Señor, danos un vivo deseo de santidad, de
ser ejemplares en nuestros quehaceres, de amarte más cada día. Ayúdanos a
difundir tu doctrina por todas partes...
II. No
se contenta el Señor con una vida interior tibia y con una entrega a
medias. A todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto6.
Por esto purifica el Maestro a los suyos, permitiendo pruebas y
contradicciones. «Si el orfebre martillea repetidamente el oro, es para quitar
de él la escoria; si el metal es frotado una y otra vez con la lima es para
aumentar su brillo. El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre
se prueba en la tribulación»7.
Todo dolor –físico o moral– que Dios permite, sirve para purificar el alma y
para que demos mayor fruto. Así hemos de verlo siempre, como una gracia del
Cielo.
Todas
las épocas son buenas para meternos en caminos hondos de santidad, todas las
circunstancias son oportunas para amar más a Dios, porque la vida interior se
alimenta, con la ayuda constante del Espíritu Santo, de las incidencias que
ocurren a nuestro alrededor, de modo parecido a como hacen las plantas. Ellas
no escogen el lugar ni el medio, sino que el sembrador deja caer las semillas
en un terreno, y allí se desarrollan, convirtiendo en sustancia propia, con la
ayuda del agua que les llega del cielo, los elementos útiles que encuentran en
la tierra. Así salen adelante y se fortalecen.
Con
mucho más motivo saldremos nosotros fortalecidos, pues nuestro Padre Dios es
quien ha escogido el terreno y nos da las gracias para que demos fruto. La
tierra donde el Señor nos ha puesto es la familia concreta de la que somos
parte, y no otra, con los caracteres, virtudes, defectos y formas de ser de las
personas que la integran. La tierra es el trabajo, que debemos amar para que
nos santifique, los compañeros de la misma empresa o de la misma clase, los
vecinos... La tierra, donde hemos de dar frutos de santidad, es el país, la
región, el sistema social o político imperante, nuestra propia manera de ser...
y no otra. Es ahí, en ese ambiente, en medio del mundo, donde el Señor nos dice
que podemos y debemos vivir todas las virtudes cristianas, sin recortarlas, con
todas sus exigencias. Dios llama a la santidad en toda circunstancia: en la
guerra y en la paz, en la enfermedad y en la salud, cuando nos parece haber
triunfado y cuando se presenta el fracaso inesperado, cuando tenemos tiempo en
abundancia y cuando casi no llegamos a realizar lo imprescindible. El Señor nos
quiere santos en todos los momentos. Quienes no cuentan con la gracia y ven las
cosas con una visión puramente humana, están diciendo constantemente: este de
ahora no es tiempo de santidad.
No
pensemos nosotros que en otro lugar y en otra situación seguiríamos más de
cerca al Señor y realizaríamos un apostolado más fecundo. Dejemos a un lado
la mística ojalatera. Los frutos de santidad que espera el Señor
son los que produce la tierra donde estamos, aquí y ahora: cansancio,
enfermedad, familia, trabajo, compañeros de trabajo o de estudio... «Dejaos, pues,
de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de esto que suelo llamar mística
ojalatera -¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta
profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...-,
y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que
es donde está el Señor (...)»8.
Ese es el ambiente en el que debe crecer y desarrollarse nuestro amor a Dios,
utilizando precisamente esas oportunidades. No las dejemos pasar; ahí nos
espera Jesús.
III.
Contemplada la vida al modo humano, podría parecer que existen momentos y
situaciones menos propicios para crecer en santidad o para realizar un
apostolado fecundo: viajes, exámenes, exceso de trabajo, cansancio, falta de
ánimos...; o bien: ambientes duros, cometidos profesionales delicados en un
ambiente paganizado, campañas difamatorias... Sin embargo, esos son momentos de
toda vida corriente: pequeños triunfos y pequeños trabajos, salud y enfermedad,
alegrías y tristezas, y preocupaciones; momentos de desahogo económico y otros
quizá de penuria... El Señor espera que sepamos convertir esas oportunidades en
motivos de santidad y de apostolado.
En
esos momentos pondremos más atención y empeño en la oración personal diaria
(siempre sacaremos tiempo; el amor es ingenioso), en el trato con Jesús
sacramentado, con la Virgen..., pues son incidencias en las que necesitamos más
ayuda, y la obtenemos en la oración y en los sacramentos. Entonces, las
virtudes se hacen fuertes, y toda la vida interior madura.
En el
apostolado tampoco debemos esperar circunstancias especiales. Todos los días,
cualquier momento es bueno. Si los primeros cristianos hubieran esperado una
coyuntura más propicia, pocos conversos habrían llevado a la fe. Esta tarea
siempre requerirá audacia y espíritu de sacrificio.
El
labrador, para recibir los frutos, es menester que primero trabaje9.
Es necesario el esfuerzo, poner en juego las virtudes humanas. De modo
particular, el apostolado requiere constancia: Vosotros, hermanos -dice
el Apóstol Santiago-, tened paciencia, hasta la venida del Señor. Mirad
cómo el labrador, con la esperanza de recoger el precioso fruto de la tierra,
aguarda con paciencia, hasta que recibe las lluvias temprana y tardía. Esperad,
pues, también vosotros con paciencia y esforzad vuestros corazones10.
Y con la constancia, la generosidad para sembrar mucho, a voleo, aunque no
veamos los frutos.
Pidamos
a la Santísima Virgen un efectivo afán de santidad en las circunstancias en las
que ahora nos encontramos. No esperemos un tiempo más oportuno; este es el
momento propicio para amar a Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro
ser...
1 Mt 5, 48. —
2 Cfr Mt 7, 28. —
3 Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 39. —
4 Ibídem,
40. —
5 Liturgia
de las Horas, Martes de la 11ª semana. Segunda Lectura.
—
6 Jn 15,
2. —
7 San
Pedro Damián, Cartas 8, 6. —
8 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 116. —
9 2
Tim 2, 6. —
10 Sant 5,
7-8.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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