Por Mario Villegas, 31/03/2013
Columna de Puño Y Letra
Hace poco menos de un mes, los venezolanos se vieron estremecidos por la
muerte del presidente Hugo Rafael Chávez Frías. Todo el país se conmovió ante
la impactante noticia de que había fallecido aquel hombre controversial que
determinó sus vidas cada segundo de los últimos catorce años. De inmediato, una
manifestación de sincera y creciente solidaridad humana se extendió por todos los
rincones de la geografía nacional. Con sus minúsculas excepciones, un auténtico
y espontáneo duelo hermanó en la distancia a chavistas y no chavistas.
Por aquellos días no había espacio ni ambiente sino para Chávez y el
chavismo. El gobierno nacional, con el heredero Nicolás Maduro al frente,
aprovechó al máximo la coyuntura y le sacó el más grande provecho político
electoral. La jerarquía oficialista se encargó de encadenar todo lo encadenable
y puso a respirar a todo el país su oxígeno rojo rojito, que tenía efectos energizantes
para los chavistas y anestésicos para la disidencia. Se impuso una sola voz y
con ella una sensación de aparente unanimismo. Decir cualquier cosa que no
fuese alabanciosa hacia Chávez y el chavismo era estigmatizada por la cúpula
oficial como un pecado o un irrespeto. El propósito del gobierno era que el
país no chavista se metiese el rabo entre las piernas.
Sacudida también por los acontecimientos, la oposición se veía disminuida
y apabullada. Tras dos derrotas seguidas por el pecho, el fervor oficialista
que provocó la muerte del Presidente parecía representar una descomunal
estocada a las esperanzas opositoras de levantarse en el corto o mediano plazo.
La inminencia de una nueva elección presidencial se apersonaba ahora como un
trámite desolador. El derrotismo era el lugar común. No faltaron quienes
aconsejaron incluso que la Mesa de la Unidad Democrática no postulase
candidato.
Contra todas las adversidades, la MUD acordó por unanimidad la
candidatura de Henrique Capriles Radonski, quien terminó por aceptar el
escabroso reto. Y aunque han transcurrido apenas veinte días desde su inscripción
ante el Consejo Nacional Electoral, la precampaña de Capriles ha evidenciado un
vuelco anímico en la oposición. Del apabullamiento en que se encontraba, ha
pasado a un masivo y espontáneo activismo, como lo refleja diariamente la
cobertura de los medios de comunicación. Si el aturdimiento había hundido en un
foso espiritual al pueblo opositor, lo cierto es que éste parece haber tocado
fondo y ahora ha saltado a la escena con inusitada fuerza. Se trata de un
descomunal efecto rebote, de un formidable impulso que ha terminado por elevar
a Capriles y a su proyecto de cambio progresista a disputar de verdad verdad la
victoria el 14 de abril.
Cuando Maduro llama seria e insistentemente al chavismo y a sus partidos
a no caer en el triunfalismo, no lo hace como un mero ejercicio retórico de
quien se siente ganador sino como un dramático alerta ante el notable, veloz y peligroso
crecimiento cualitativo y cuantitativo de las movilizaciones que viene
realizando la alternativa democrática a lo largo y ancho de todo el país. El
pueblo opositor se echa animado y en masa a las calles, lo cual moraliza y
energiza a su militancia y a su electorado, en una dinámica contagiosa que
evidencia que el propósito gubernamental de desmoralizarla y silenciarla lejos
de tener éxito ha resultado contraproducente. El tiro le ha salido por la culata.
Que gane o no Capriles es cosa que está por verse. Imposible predecir
cómo le afectarán electoralmente el escaso tiempo que resta para las votaciones
y el gigantesco ventajismo oficialista. Lo sabremos en apenas dos domingos.
Cualquiera sea el resultado, esta experiencia ha de constituir una ejemplarizante
lección para la jerarquía pesuvista-gobiernista. Envalentonada y prepotente
como es, tendrá que acostumbrarse a la irreversible realidad: sus esfuerzos por
aniquilar política, electoral y moralmente a la oposición han terminado siendo
tan costosos como inútiles.
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