RAFAEL LUCIANI sábado 1 de febrero de 2014
Doctor en Teología
@rafluciani
Cómo no tener miedo a ser asaltado,
secuestrado o asesinado? ¿Cómo no aterrorizarse ante la posibilidad de morir a
manos de la delincuencia? ¿Cómo no temer la pérdida del empleo? Si no
tuviéramos miedo no seríamos humanos. Pero el miedo puede paralizar; si dejamos
que nos domine es capaz de reducir nuestra capacidad de ser productivos y
creativos, colocándonos a la defensiva frente a los demás. El miedo puede hacer
que pasemos de una vida abierta y generosa, a otra encerrada y limitada, a
salvaguarda en pequeños espacios privados. Decía Roosevelt que «lo único que
tenemos que temer es el propio miedo en sí. Ese terror sin nombre que
paraliza».
La realidad del miedo nos interpela.
Por un lado, es necesario discernir los mecanismos psicológicos que este ha
accionado en nosotros y dar paso a relaciones basadas en la confianza. Por
otro, es urgente no seguir ignorando las condiciones personales
-socioeconómicas, religiosas o políticas- que lo consolidan como un engranaje
de encierro y autodestrucción. Necesitamos realizar un proceso de conversión
personal, de cambio. Por ello, es urgente la resistencia psíquica para que el
miedo no nos domine convirtiendo la esperanza en un simple acto de espera,
donde la resignación hace que desaparezca cualquier deseo de luchar por una
vida mejor.
El miedo puede ser una oportunidad
para crecer si entendemos que ya «no somos espectadores u observadores, sino
que somos nosotros mismos los afectados» (Bonhoeffer). Esto significa que todo
el mal que le sucede a otro, me ocurre a mí también, porque ambos somos
hermanos (1Jn 3,11-15) independientemente de nuestra condición moral, social,
política o religiosa.
Frente al propio encierro, Jesús nos
enseña a servir a todo aquel que sufre más que nosotros. No nos invita a
convertirnos en víctimas de nuestras propias sombras, sino a redescubrir
actitudes como la dolencia compartida, la apertura generosa y la solidaridad
fraterna, en tanto caminos que dotan de sentido a la vida ayudándonos a estar a
la altura de nosotros mismos.
No es fácil no tener «miedo» (Jn
6,20), «desanimarse» (Jos 1,9) o «angustiarse» (Is 41,10). Pero si nos
«encerramos» (Jn 14,27) habremos perdido la oportunidad de hacer «nuestra» a
esa realidad que nos parece tan lejana. Queda el reto de abrir los ojos y las
mentes, liberarnos de dinámicas que nos vuelvan dependientes, y no permitir que
el miedo nos convierta en víctimas de otros o de nosotros mismos.
En la metáfora de la tempestad (Mc
4,35-40), los seguidores de Jesús se muestran atemorizados y le reprochan un
posible fracaso. No se dan cuenta de que ellos habían sido indolentes ante el
hambre de la multitud queriendo «despedirla porque no les alcanzaría la comida
para todos» (Mt 14,15). Entonces, increpan a Jesús y lo acusan de indolencia:
«¿Acaso no te importa lo que nos sucede?». Reaccionaron infelizmente solo
cuando se vieron afectados. ¿Acaso nosotros haremos lo mismo?
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