Por Alberto Medina Mendez, 06/02/2014
El vocabulario político contemporáneo ha incorporado el concepto de “inclusión social” como una autentica demanda que recorre el planeta con diferente éxito. No lo ha hecho de un modo neutral, sino desde una apropiación ideológica claramente intencional…
La demagogia
populista de este tiempo, con sus matices, intenta darle un sesgo a esa
definición, un contenido que posibilite la confiscación del término, aunque su
ineficacia serial e hipocresía manifiesta se están ocupando a diario de colocar
las cosas en su justo lugar.
Utilizan este
supuesto recurso dialéctico, simpático, para oponerlo como contrapunto a la
exclusión. Construyen entonces un enemigo virtual y lo describen como ese
sector de la sociedad que deliberadamente fomenta la existencia de marginados
por estricta conveniencia.
En realidad, los
que desean que eso suceda, son los mismos que esbozan ese discurso. Precisan de
los excluidos para utilizarlos como rebaño y para que masivamente los acompañen
en cada turno electoral legitimando con votos sus mayorías circunstanciales.
Cuando hablan de
inclusión pretenden transmitir la idea de una sociedad más integrada poniendo
en funcionamiento un sinnúmero de herramientas que se sostienen sobre un
gigantesco clientelismo demasiado elemental.
La tarea consiste
en entregar donativos, repartir favores y distribuir subsidios, aunque se
esmeran en presentar estas sombrías prácticas como ayudas, auxilios o
compensaciones, fortaleciendo la visión de que se trata de un derecho natural
de todos, que no debe ser cuestionado.
Lo que no dicen, es
que la gente tiene derecho a la posibilidad de ganarse con dignidad su
sustento. No necesita de canallas que le regalen nada, mucho menos si lo hacen
con recursos del resto de los ciudadanos a los que previamente han saqueado,
quitándoles coercitivamente una parte importante del fruto de su esfuerzo y
apelando para ese deplorable objetivo a su infinito arsenal de impuestos.
No se protege a los
pobres regalándoles dinero a cambio de ningún esfuerzo, ni convenciéndolos de
que eso les corresponde solo porque nacieron en determinado territorio. No se
defiende a un ciudadano, haciéndolo sentir un inútil, alguien que solo puede
recibir limosnas porque no sirve para nada. Con ese método solo se humilla, se degrada
y se condena a un ser humano a un nivel de dependencia del resto de la
sociedad, que nadie merece.
Pero esa dinámica
no es casual. Ha sido especialmente diseñada y no precisamente por sensibles
dirigentes, sino por perversos estrategas que pretenden establecer un vínculo
político con ese sector postergado de la sociedad, sometiéndolos por tiempo
indefinido para cumplir con sus propias metas electorales.
Esos gobernantes no
dejan nada librado al azar, necesitan de rehenes, y se ocupan de instalar la idea
de que deben seguir en el poder, ya que de otro modo los excluidos, no tendrán
futuro. Se pasan horas perfeccionando esa cruel relación con la gente, de
absoluta subordinación política.
Los que menos
tienen solo necesitan una oportunidad para desarrollarse por ellos mismos. Si
los gobiernos y las sociedades pretenden realmente asistir porque entienden que
esa es su obligación moral o por mera solidaridad humanitaria, lo mejor que
pueden hacer es dedicarse a romper con ese círculo vicioso que no permite prosperidad
y que sentencia a muchos a una atroz pobreza crónica.
Para lograr una
legítima inclusión social se necesitan condiciones especiales que requieren de
una férrea decisión política y una convicción a prueba de todo. Se precisan
capitales en abundancia, inversiones significativas, fuentes de empleo de gran
diversidad, pero sobre todo reglas de juego claras y estables con un marco
jurídico capaz de proteger la propiedad privada. Abundan ejemplos en el mundo
que lo demuestran de forma irrefutable, aunque algunos prefieran ignorarlo.
No se sale de la
pobreza con buenas intenciones, sino con políticas alineadas con el objetivo.
Los que hablan de inclusión pero recurren a la dádiva como instrumento, solo
quieren esclavos electorales.
Si se pretende una
sociedad más justa, repleta de oportunidades para el desarrollo de los
individuos, habrá que tomarse con más seriedad el asunto y comprender que la
contribución con mayúsculas consiste en permitir a los ciudadanos forjar su
propio futuro, quitándoles las múltiples interferencias que el sistema le
propone a diario y estimulándolos a construir sus sueños sin que nadie les
señale permanentemente que son ineptos e inservibles.
Buena parte de la
responsabilidad de este presente patético, la tiene una comunidad que por
ignorancia, ingenuidad o pereza mental termina siendo extremadamente funcional
a la incubación de una inaceptable servidumbre electoral.
Por cierto, el
camino que se debe recorrer es mucho más difícil que la retorcida fantasía que
formula el populismo moderno. Hacer las cosas bien implica sortear un sendero
plagado de escollos, sinsabores y demasiada incertidumbre, pero no existe otro
modo sensato para lograr una genuina inclusión social.
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