Paulina Gamus 25 MARZO, 2014
Por los años 50, cuando en Venezuela
gobernaba el dictador Marcos Pérez Jiménez, la orquesta de baile más popular de
todos los tiempos, la Billo’s Caracas Boys, estrenó una guaracha (ritmo cubano
que obligaba a mover las caderas con la sensualidad que el recato de cada quien
permitía) llamada “Los Cadetes”, como homenaje a quienes se graduaban en alguna
rama de la carrera militar. La tal guaracha tenía un estribillo que decía: “La
marina tiene un barco, la aviación tiene un avión, los cadetes tienen sable y
la guardia su cañón”. Y los jóvenes y no tan jóvenes de entonces nos
entregábamos con entusiasmo a bailar y corear una elegía musical al mundo
militar, sin detenernos a meditar que precisamente de ese mundo provenía el
dictador que gobernaba al país con mano de hierro y los militares que abusaban
de su condición.
A éstos les bastaba con colocar sus
gorras en la parte trasera de sus vehículos, como salvoconducto para cualquier
tropelía. Había presos políticos, espantosas torturas, exiliados y sobre todo
miedo. El régimen tenía espías y nunca se sabía quién podía hacer una delación
si hablábamos más de la cuenta. En algunas ocasiones no era difícil detectarlos
porque había espías realmente naive. Por ejemplo, cuando estudiaba el primer
año de la carrera de leyes en la Universidad Central de Venezuela, en 1955,
había un hombre de más edad que el promedio de los cursantes, usaba lentes
oscuros, sombrero de fieltro, impermeable, se sentaba en la última fila, su
nombre no aparecía en la lista, no asistía a los exámenes y no hablaba con
nadie, se limitaba a sonreírnos. Supongo que el espía de la clase jamás pudo
pasar un reporte y sabe Dios cómo y porqué le pagaban un sueldo.
Aquella dictadura que había comenzado
en 1948 con el golpe militar que derrocó al presidente Rómulo Gallegos, parecía
inconmovible e inamovible a pesar de las masivas manifestaciones de estudiantes
universitarios ocurridas en octubre y noviembre de 1957, que llevaron al
gobierno a cerrar las universidades. Pero el 1º de enero de 1958, los
trasnochados caraqueños que habían celebrado hasta la madrugada la llegada del
nuevo año, despertaron con el ruido de aviones que volaban sobre la ciudad. La
casa de mis padres quedaba a pocas cuadras de la Seguridad Nacional, el cuartel
de la policía política donde había prisioneros de conciencia y salas de
tortura. Mis hermanos y yo subimos a la azotea de la casa, al igual que
hicieron muchos vecinos, para saludar con pañuelos y banderas a los aviones que
venían a liberarnos del yugo perezjimenista. Fracasaron, el jefe de la
intentona, coronel Hugo Trejo fue apresado y algunas semanas después unas
brigadas antiexplosivos desalojaron varias cuadras de nuestro barrio -El Conde-
porque las bombas arrojadas por los aviones habían caído en todas partes menos
en su objetivo que era la Seguridad Nacional. Ninguna explotó por lo que puedo
ahora estar narrando lo que ustedes leen.
El 21 de enero de ese mismo año
comenzó una huelga general, la Seguridad Nacional apresó a muchos manifestantes
y en la madrugada del día 23 Pérez Jiménez huyó el país. Los militares se
habían sumado a la protesta civil y le quitaron su apoyo. Lo único que habría
que reconocerle al depuesto dictador, es haberse negado a resistir lo que
hubiese significado un baño de sangre. Instaurada la democracia, algunos
militares quisieron mantener su status anterior pero fueron barridos por la
protesta cívica. Y ya con Rómulo Betancourt como presidente, el primero electo
democráticamente después de diez años de dictadura, dos golpes militares El
Porteñazo y El Carupanazo, llamados así por las ciudades donde se produjeron,
también concluyeron en vergonzosas derrotas sin dejar a un lado la cantidad de
muertos y heridos que ocasionaron.
La Fuerzas Armadas venezolanas, fueron
impecables y exitosas en su propósito de derrotar a la guerrilla urbana y
rural, que políticos locales emprendieron en los años 60 con el apoyo militar y
logístico de Fidel Castro. Se ganaron el respeto de la ciudadanía y parecieron
ser respetuosas de la Constitución hasta que en la madrugada del 4 de febrero
de 1992 los caraqueños volvimos a despertar con la sorpresa de un golpe
militar. Los vecinos de la residencia presidencial La Casona y del palacio de
Miraflores, sede del gobierno, fuimos testigos del ataque inclemente al que
ambos fueron sometidos. En La Casona se encontraban la esposa del presidente
Carlos Andrés Pérez, sus hijas y nietos, que salvaron sus vidas milagrosamente.
Quién es hoy el ministro de Justicia y Paz, fue el comandante de esa operación
criminal. Aparentemente ha reconocido que lo ocurrido ese 4 de febrero fue una
aventura.
No es fácil que los no familiarizados
con el realismo mágico entiendan cómo es que unos militares que planifican
durante diez años derrocar al gobierno democrático de turno y sustituirlo,
hayan podido fracasar de forma tan estrepitosa. Mucho menos comprensible es que
el jefe de esa aventura, refugiado en el Cuartel de la Montaña donde ahora se
encuentra el mausoleo que supuestamente contiene sus restos mortales (ojo, en
la Venezuela de hoy todo es supuesto, presunto o probable), no haya disparado
un solo tiro, no se haya expuesto a recibir ninguno y haya terminado
transformado en un héroe nacional y de allí en adelante en un semi Dios solo
comparable en sus dimensiones épicas, a El Libertador Simón Bolívar.
El 27 de noviembre de ese mismo año,
de nuevo un madrugonazo golpista. Esta vez fueron almirantes y generales de la
aviación. Los aviones volaron de manera amenazante sobre la capital, hubo más
de cien muertos y quien suscribe habría sido uno de ellos si la bomba que uno
de esos aviones lanzó teniendo como objetivo el Palacio de Miraflores, no
hubiese caído tres cuadras más atrás, justo al lado del edificio donde yo me
encontraba. Como es ya casi rutinario, la bomba no explotó. En este país donde
por fortuna y por la tradicional corrupción, las fragatas no navegan, los
cañones no disparan, los tanques se atascan, los bombarderos tienen pésima
puntería y las bombas no explotan, el teniente coronel Hugo Chávez Frías llegó
a la presidencia de la república por el voto mayoritario de un electorado que
creyó que aquí hacía falta un militar para ponerle mano dura a la delincuencia
y a la corrupción. Quince años después los resultados están a la vista, Chávez
murió prematuramente no sin antes haber destruido la economía nacional,
institucionalizado la impunidad de los delincuentes, dividido al país con odios
que él mismo se empeño en hacer irreconciliables, dilapidado miles de millones
de dólares en regalos a otros países y en dispendios insólitos, haberse
entregado en brazos de los hermanos Castro y así convertir a Venezuela en una
colonia cubana. Y lo peor, haber dejado como heredero de su poder absolutista,
a un ser gris, inepto, ignorante, desorientado y trastabillante, absolutamente
sometido a La Habana.
La otra herencia del difunto fue haber
politizado, partidizado e ideologizado a los militares y colocarlos en
posiciones de gobierno y frecuentemente, de enriquecimiento ilícito. Los
transformó no en el sector del país encargado de la defensa nacional, sino en
defensores de la revolución, del llamado proceso o socialismo del siglo XXI.
Hoy, cuando Venezuela está llena de protestas de estudiantes y de la población
en general por la inseguridad, los presos políticos, la escasez de alimentos,
la humillante presencia cubana y muchos etcéteras, podemos apreciar el resultado
de esa aberración militarista. Quienes creímos que los militares venezolanos
estaban hechos de una pasta diferente a la de los gorilas sureños, los
torturadores y asesinos de las dictaduras chilena, uruguaya y argentina en los
años 70, nunca creímos que un militar venezolano vejaría, golpearía y
torturaría a sus congéneres. Hoy presenciamos cómo pisotean los derechos más
elementales del ser humano. Y peor aún, su indignidad al aceptar instrucciones
de militares cubanos y su cobardía al amparar a los grupos delictivos
paramilitares a los que Nicolás Maduro ha ordenado disparar contra la
población, saquear e incendiar especialmente las universidades a las que él
nunca fue. El lema de la Guardia Nacional cuando no era bolivariana fue: “El
honor es su divisa”. Ahora el honor no se divisa ni en ese cuerpo militar ni en
ningún otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico