Por
Vladimiro Mujica, 27/03/2014
En la
Catedral del Salvador de Ávila reposan desde hace unos días los restos de
Adolfo Suárez, ex-presidente del gobierno español. Suárez fue uno de los
principales arquitectos de la transición de la tiranía franquista a la
democracia, junto con los líderes de todas las fuerzas civiles y cívicas del
país, desde la derecha de Fraga Iribarne a la izquierda de Santiago Carrillo,
quienes supieron jugar el papel constructivo que les propusieron tres grandes
presidentes de Gobierno, Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe
González, bajo el liderazgo del Rey Juan Carlos I. El epitafio en la lápida del
Duque de Suárez no puede ser más significativo: “La concordia fue posible”.
Según notas de prensa que han circulado por todo el mundo, durante la homilía,
el obispo de la Diócesis de Ávila, Jesús García Burillo, señaló la contribución
definitiva del estadista a la naciente democracia española: “Su política
consiguió que las dos Españas pudieran encontrarse tras décadas de
animadversión política y de odio”. “Las convicciones cristianas” de Suárez,
agregó el obispo, guiaron su gestión marcada por “el pacto y el consenso, sin
revancha, con espíritu democrático y buscando el entendimiento” que concluyó
con “la reconciliación del pueblo español” a través de una Transición
reconocida “en el mundo entero”.
Al sepelio
de Suárez asistieron miles de personas, ciudadanos comunes y, quizás aún más
importante, representantes de todos los sectores de la vida política,
económica, cultural y religiosa de una España que se encuentra hoy inmersa en
una profunda crisis. Es como si la muerte de uno de los padres de la transición
a la democracia le hubiese devuelto, quizás efímeramente, la unidad a un país
que conoció uno de los conflictos civiles más duros y amargos del siglo XX. La
vida no fue tan condescendiente y amable con el Duque, a quien el mal de
Alzheimer le hizo olvidar quien era y todo lo que había hecho por España en una
de sus encrucijadas más angustiosas. Pero el pueblo lo recordaba con memoria
clara y lúcida y le increpaba a muchos de los políticos asistentes a “aprender
de él”.
Para
quienes concebimos a España y a América Latina como dos entidades que se
entrelazan en nuestra historia y nuestra cultura, es imposible no entablar un
diálogo mental que nos lleva inevitablemente a comparar el conflicto español, y
su eventual transición hacia un espacio de reconciliación en democracia, con la
tragedia venezolana. Quizás valga la pena recordar un magnífico discurso del
escritor mexicano Carlos Fuentes, porque añade otra dimensión a la reflexión
sobre la muerte de Suárez, en elogio al intelectual español Jesús de Polanco en
la XII Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Escribió Fuentes: “Aquí
yace media España. Murió de la otra mitad”. La famosa frase de Mariano José de
Larra, el joven y magnífico escritor de la pasión civil, recorre la modernidad
española como un fantasma disfrazado de fatalidad. Culminan las palabras de
Larra -suicida en 1837- la pérdida imperial de las repúblicas independientes
del Nuevo Mundo. Prefiguran el acto final del imperio, y su sustitución inmediata
por uno nuevo, el norteamericano, en Cuba y Puerto Rico, hace un siglo. Se
diría, a veces, que cada mitad de España mataba a la otra y que de aquella
división lamentada por Larra sólo quedaba una unión: la de la muerte. Todos los
que hablamos español conocemos esta tirantez entre la regresión a la muerte y
la afirmación de la vida. En nuestra América Hispánica, ¿cuántas veces no
habremos visto, de Bolívar a Allende, la interrupción de la vida por una
macabra pantomima que, en nombre de la defensa de la vida, impone la desolación
de la muerte? ¿Cuántas veces, en nombre de la defensa de la democracia, no se
han impuesto dictaduras nugatorias de la misma libertad que decían proteger?
¿Cuántas veces, en nombre del orden autoritario, no se ha establecido el desorden
desautorizado del secuestro, la cárcel, la tortura y el asesinato? Afirmar el
valor de la vida y lo que es más, asegurar la continuidad de la vida, a pesar
de la inevitabilidad de la muerte.
En estos
tiempos tan aciagos que transcurren en Venezuela, podemos estar en el preámbulo
de un conflicto inimaginable que puede escalar el sufrimiento y la muerte de
nuestro pueblo. Pero a diferencia de España, todavía nos rehusamos a aceptar la
idea de dos Venezuelas, a pesar de que el germen de la división está presente
en la manipulación de la polarización y el resentimiento como herramientas para
el control de la sociedad. Pero como suele ocurrir en las grandes encrucijadas,
también podemos encontramos, quizás sin saberlo, en los albores de una
transición hacia la reconciliación aún después, y precisamente en razón de,
tanto sufrimiento. Recordemos que a la muerte de Franco mucha gente pensaba que
un autoritarismo iba a ser reemplazado por otro y el que el Rey era una
marioneta del franquismo irreductible. La historia demostró que otras fuerzas
actuaban para modificar la obviedad de las predicciones sobre el futuro
español.
Suárez
surgió de las propias filas del franquismo, pero tuvo la grandeza de espíritu
de los líderes estadistas como Mandela y supo convocar a fuerzas que parecían
irremediablemente enfrentadas al diálogo y a construir una democracia donde
cupieran todos los españoles. Quizás la protesta popular, con sus altibajos y
con las a veces denostadas barricadas y guarimbas, ha abierto la puerta para que
la intransigencia de la oligarquía chavista le de paso al diálogo y a la
transición hacia la Venezuela posible. Antes que tengamos que repetir la frase
de Mariano José de Larra, esta vez aplicada a nosotros mismos.
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