Américo Martín 27
de marzo de 2014
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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El gobierno de Maduro y Diosdado va
contra la corriente; y por el contrario, la disidencia democrática va con ella,
avanza sobre su caudal. El tiempo juega a su favor y en contra del gobierno.
Aunque éste ha perdido por completo su
capacidad de movilización humana, su atractivo o gancho para despertar
entusiasmo en sus seguidores, ha logrado acumular -aquí, ahora- un poder
demoledor si se mide en armas de fuego tronando, control de recursos del Estado
y dominio de las instituciones, incluso de aquellas concebidas como autónomas o
independientes: los poderes ejecutivo, legislativo, judicial, contralor,
fiscal, electoral y defensoría del pueblo.
Ese dominio exorbitante ha servido
para eliminar las funciones constitucionales referidas a las áreas fiscal,
penal, laboral, y borrar del mapa el concepto básico de toda democracia digna
de ese nombre: el equilibrio de poderes, aparte de la imposibilidad legal de
consolidar caudillajes al margen de la ley
A la suma de recursos al servicio del
gobierno deben agregarse el potencial militar, el paramilitar y el policial.
Los recursos que maneja el partido de
gobierno y sus precarios aliados no tienen parangón. La impunidad de sus actos,
la manipulación de la ley y el ventajismo son factores concurrentes de poder.
Es por eso que aun careciendo de la
emoción popular y de la estupenda capacidad opositora de canalizar descontentos
y convertirlos en voluntad de cambio, el gobierno –como es ampliamente sabido-
está en capacidad de emparejarse a lo macho y de neutralizar en buena medida la
creciente expansión del movimiento opositor. Es la dialéctica de la fuerza
contra la razón.
Si Venezuela siguiera siendo un Estado
democrático o “social de derecho”, para emplear la terminología de la vulnerada
Constitución de 1999, el principio de legalidad casi bastaría para enervar la
amenaza oficialista. Pero precisamente por eso es que los atributos
democráticos de Venezuela ya no existen. El país funciona como autocracia, como
dictadura, aunque, conforme a los nuevos tiempos, se esmere en preservar la
raída legitimidad de origen.
¡Qué fácil sería prescindir del lastre
democrático-formal como lo hacían los viejos tiranos, los Somoza y Trujillo,
los Pérez Jiménez y Batista, los Videla y dictadores militares brasileños y
uruguayos! Pero eso ya no es fácil ni posible. Finalizada la guerra fría y
debido al gran desarrollo del Derecho Internacional Humanitario y sobre todo,
de la gravitación de la esfera de los Derechos Humanos, los dictadores
latinoamericanos se han obligado a revestirse de “constitucionalidad” por lo
menos en lo relacionado con su origen electoral aunque pasando por sobre la
legitimidad de desempeño. El todo es convocar elecciones aunque rodeándolas de
un ventajismo tan insólito y con feas manchas fraudulentas para imponerse
después del escrutinio o antes, si fuera necesario.
Sin embargo, en el ordenamiento
jurídico internacional y específicamente en la Carta Democrática de la OEA, ya
no basta conseguir el poder con dudosas o torcidas manipulaciones electorales.
Hitler y Mussolini emanaron del voto popular pero nadie en su sano juicio
podría considerarlos mandatarios democráticos, porque en su ejercicio fueron
las más altas expresiones del fascismo militante, de la barbarie en el poder.
La obra clásica de Hanna Arendt, Las raíces del totalitarismo, toma dos modelos
ya clásicos: el nazismo y el comunismo, encarnados en sus personajes
históricamente más tortuosos: Hitler y Stalin.
El problema latinoamericano de
nuestros días, es que varios gobiernos están inclinados a conformarse con la
llamada “legitimidad de origen” para no tener problemas con el demencial
gobierno venezolano, que tan útil les ha resultado. Ante las acusadas pruebas
testimoniales, gráficas y de videos sobre violaciones a DDHH, aceptan –sin duda
por razones difíciles de explicar- la miserable decisión de la mayoría de la
OEA de taparse los oídos, la trompa y la vista (como los tres monos sabios del
norte de Japón) frente a las graves denuncias de la disidencia democrática, al
punto de prestarse a silenciar la voz de María Corina Machado.
La cobardía, la falta de principios y
la indignidad reinantes en varias estructuras regionales nos dan una medida de
la degradación política que ha doblegado a antiguos luchadores contra las
dictaduras, hoy devenidos dictadores ellos mismos.
Esa sinuosa conducta internacional ha
prestado un servicio indirecto a la causa democrática. Si hubiesen escuchado a
la diputada Machado seguramente el impacto mediático universal no habría sido
tan notable como el provocado por la cobarde mordaza.
En las deplorables condiciones en que
el bloque gobernante se encuentra, la carga de sostener esas útiles
complicidades se está haciendo insostenible y por eso, porque el régimen está
contra la corriente, conductas tan sombrías no deben contar con disfrutar de
larga vida.
A la OEA, a Unasur debe haberlos
preocupado la franqueza de Maduro y Diosdado en relación con la diputada
Machado. La despojaron de su condición constitucional. Lo decidieron así sin
tomarse el trabajo de respetar el procedimiento constitucional que todas las sociedades
democráticas aplican.
Maduro y Diosdado humillaron a sus
propios funcionarios. A la Fiscal del Ministerio Público, a los magullados
magistrados del Tribunal Supremo y a los diputados oficialistas. No fueron
consultados, no fueron requeridos, el rayo autocrático cayó sobre sus calvas, y
no obstante todos ellos, sudorosos, agitados, tratando de ser los primeros en
cumplirle a sus jefes, emborronaron cuartillas para darle formas legales
a la desnuda arbitrariedad.
Plumarios, cagatintas, leguleyos, con
aire de duques ofendidos y palabras completamente devaluadas; es ese el elenco
encargado de proyectar delitos contra quienes no entren en el molde de
pensamiento único.
Sus perseguidos sin causa. Sus
víctimas convertidas en victimarios, por arte de birlibirloque.
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