Papa Francisco 04 de marzo de 2016
@Pontifex_es
El
Papa Francisco presidió la celebración penitencial por las 24 horas en el Señor
en la Basílica Vaticana, la cual se celebra bajo el lema del Año Jubilar "Misericordiosos
como el Padre”.
A
continuación la homilía completa:
«Que
yo pueda ver» (Mc 10,51). Esta es la petición que hoy queremos dirigir al
Señor. Ver de nuevo después de que nuestros pecados nos han hecho perder de
vista el bien y alejado de la belleza de nuestra llamada, haciéndonos vagar
lejos de la meta.
Este
pasaje del Evangelio tiene un gran valor simbólico y existencial, porque cada
uno de nosotros se encuentra en la situación de Bartimeo. Su ceguera lo había
llevado a la pobreza y a vivir en las afueras de la ciudad, dependiendo en todo
de los demás. El pecado también tiene este efecto: nos empobrece y aísla. Es
una ceguera del espíritu, que impide ver lo esencial, fijar la mirada en el
amor que da la vida; y lleva poco a poco a detenerse en lo superficial, hasta
hacernos insensibles ante los demás y ante el bien. Cuántas tentaciones tienen
la fuerza de oscurecer la vista del corazón y volverlo miope. Qué fácil y
equivocado es creer que la vida depende de lo que se posee, del éxito o la
admiración que se recibe; que la economía consiste sólo en el beneficio y el
consumo; que los propios deseos individuales deben prevalecer por encima de la
responsabilidad social. Mirando sólo a nuestro yo, nos hacemos ciegos, apagados
y replegados en nosotros mismos, vacíos de alegría y libertad verdadera.
Pero
Jesús pasa; y no pasa de largo: «se detuvo», dice el Evangelio (v. 49).
Entonces, un temblor se apodera del corazón, porque se da cuenta de que es
mirado por la Luz, de esa luz afable que nos invita a no permanecer encerrados
en nuestra oscura ceguera. La presencia cercana de Jesús permite sentir que,
lejos de él, nos falta algo importante. Nos hace sentir necesitados de
salvación, y esto es el inicio de la curación del corazón. Luego, cuando el
deseo de ser curados se hace audaz, lleva a la oración, a gritar ayuda con
fuerza e insistencia, como hace Bartimeo: «Hijo de David, ten compasión de mí»
(v. 47).
Desafortunadamente,
como aquellos «muchos» del Evangelio, siempre hay alguien que no quiere
detenerse, que no quiere ser molestado por el que grita su propio dolor,
prefiriendo hacer callar y regañar al pobre que molesta (cf. v. 48). Es la
tentación de seguir adelante como si nada, pero así se queda lejos del Señor y
se mantienen distantes de Jesús y de los demás. Reconozcamos todos ser mendigos
del amor de Dios, y no dejemos que el Señor pase de largo. «Timeo transeuntem
Dominum» (San Agustín). Demos voz a nuestro deseo más profundo: «Maestro, que
pueda ver» (v. 51). Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo favorable para
acoger la presencia de Dios, para experimentar su amor y regresar a él con todo
el corazón. Como Bartimeo, dejemos el manto y pongámonos en pie (cf. v. 50):
abandonemos lo que nos impide ser ágiles en el camino hacia él, sin miedo a
dejar lo que nos da seguridad y a lo que estamos apegados; no permanezcamos
sentados, levantémonos, reencontremos nuestra dimensión espiritual, la dignidad
de hijos amados que están ante el Señor para ser mirados por él a los ojos,
perdonados y recreados.
Hoy
más que nunca, sobre todo nosotros los Pastores, estamos llamados a escuchar el
grito, quizás escondido, de cuantos desean encontrar al Señor. Estamos
obligados a revisar esos comportamientos que a veces no ayudan a los demás a
acercarse a Jesús; los horarios y los programas que no salen al encuentro de
las necesidades reales de los que podrían acercarse al confesionario; las
reglas humanas, si valen más que el deseo de perdón; nuestra rigidez, que puede
alejar la ternura de Dios. No debemos ciertamente disminuir las exigencias del
Evangelio, pero no podemos correr el riesgo de malograr el deseo del pecador de
reconciliarse con el Padre, porque lo que el Padre espera antes que nada es el
regreso a la casa del hijo (cf. Lc 15,20-32).
Que
nuestras palabras sean la de los discípulos que, repitiendo las mismas
expresiones de Jesús, dicen a Bartimeo: «Ánimo, levántate, que te llama» (v.
49). Estamos llamados a infundir ánimo, a sostener y conducir a Jesús. Nuestro
ministerio es el del acompañar, porque el encuentro con el Señor es personal,
íntimo, y el corazón se pueda abrir sinceramente y sin temor al Salvador.
No lo
olvidemos: sólo Dios es quien obra en cada persona. En el Evangelio es él quien
se detiene y pregunta por el ciego; es él quien ordena que se lo traigan; es él
quien lo escucha y lo sana.
Nosotros
hemos sido elegidos para suscitar el deseo de la conversión, para ser
instrumentos que facilitan el encuentro, para extender la mano y absolver,
haciendo visible y operante su misericordia.
La
conclusión del relato evangélico está cargado de significado: Bartimeo «al
momento recobró la vista y lo seguía por el camino» (v. 52). También nosotros,
cuando nos acercamos a Jesús, vemos de nuevo la luz para mirar el futuro con
confianza, reencontramos la fuerza y el valor para ponernos en camino. En
efecto «quien cree ve» (Carta enc. Lumen fidei, 1) y va adelante con esperanza,
porque sabe que el Señor está presente, sostiene y guía. Sigámoslo, como
discípulos fieles, para hacer partícipes a cuantos encontramos en nuestro
camino de la alegría de su amor misericordioso.
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