Rafael Quiñones 04 de abril de 2016
En
ciencias sociales, se suele definir a las intituciones como “Las reglas de
juego en una sociedad, o, formalmente, los constreñimientos u obligaciones
creados por los humanos que le dan forma a la interacción humana. En
consecuencia, éstas estructuran los alicientes y el intercambio humano, ya sea
político, social o económico” (North, 1990). En sociedad, los sujetos necesitan
las instituciones porque las personas cuando se relacionan entre sí, generan
expectativas, respuestas y reflexiones. Por lo tanto necesitan reglas claras externas a los sujetos que interactúan entre sí. El Estado
suele ser de una forma u otra el garante
por excelencia de la institucionalidad en un país.
El
chavismo en su identidad como Revolución y con Hugo Chávez como su líder
máximo, ha mostrado como objetivo el querer destruir todas las instituciones
que regulan la vida social en Venezuela. El lector agudo dirá en defensa que
toda Revolución consiste en destruir las instituciones, olvidando que eso se
hace para sustituirlas por otras, las propias, las revolucionarias. Pero el
chavismo, siguiendo la lógica del Totalitarismo del siglo XX (sea
Nacional-Socialismo o el Stalinismo comunista), tiene como propósito no el
destruir el Estado para sustituirlo por otro, sino que no exista ninguno. Una
institución o red de instituciones siempre serán obstáculos para ejercer el poder de manera
absoluta, donde los gobernados en este contexto no serán otra cosa que masas
destinadas a sólo chillar, aplaudir y repetir lo que dice El Jefe.
En su
apetito por poder, el gobierno venezolano rompe cualquier institución que
regule dicho poder aunque esta sea primordial para ejercerlo eficazmente. En la
Venezuela del siglo XXI la Revolución
tiene como aspiración no el comandar un Estado, sino reinar sobre el caos, un
caos que le devuelva siempre como un espejo su figura de Narciso enamorado de
sí mismo. Ese caos que estimula lo hace
intencionalmente, buscando agrandar y arropar todo acción de agresión y
arbitrariedad. La pérdida del monopolio legítimo de la violencia (con la que
Weber define el carácter institucional del Estado) ha sido uno de los elementos
significativos del chavismo en la última década. Con tal de contar con bandas
fanáticas armadas que matarían por su causa, el gobierno central ha renunciado
cualquier institucionalidad para regular la violencia en el país, creyendo así
ejercer más poder sobre la sociedad de la que disfrutaría con un régimen
policiaco clásico.
La
oposición sabiendo esto, ha hecho la muy loable política de conquistar el Poder
Legislativo del país por los canales jurídicos formales, y desde allí ejercer la
función de elaborar leyes y supervisar el poder público. Se hizo esto no por
cobardía, sino por el más mínimo sentido común. Un desplazamiento del poder del
chavismo bajo la violencia sólo llevará a sepultar cualquier institucionalidad
que pueda regular la violencia entre venezolanos, lo cual garantizaría
inestabilidad y violencia a corto y largo plazo en el país. Y la violencia es
el terreno en que el chavismo se mueve a la perfección. Por eso, la oposición
se ha sometido a jugar con las reglas arbitrarias que le ha impuesto el régimen
chavista (reglas que sólo se aplican a la oposición), logrando una hermosa
victoria política el 6 de diciembre del pasado año.
Pero
la oposición luego de este inmenso logro, debe evitar caer en la tentación de
“deificar” el poder de las leyes para dar una salida política al problema del
chavismo. El brillante sociólogo Alain Touraine nos habla que la democracia se
maneja en una constante tensión entre la voluntad de los actores sociales
concretos y la institucionalidad democrática. No todo se puede dejar a la
Institución Jurídica para resolver una crisis política (especialmente si
el poder de las leyes ha sido erosionado
por el mismo gobierno), sino se necesita de acciones dinámicas adicionales,
aunque estas puedan llegar a ser extra-institucionales y no jurídicas, pero que
son inevitables para construir una nueva institucionalidad que sea válida para
todos.
Un
ejemplo, en la Francia de 1789, las diferentes fuerzas que querían cambio
político estuvieron de acuerdo a someter su conflicto de intereses políticos a
las reglas del Absolutismo Monárquico: Los Estados Generales. Pero cuando esta
Asamblea fue convocada y los sectores pro-absolutistas quisieron imponer su
lógica jurídica de forma arbitraria (votar por estamento) en contra de lo que
querían los Revolucionarios (votar por cabeza y en condiciones de igualdad),
los diputados enemigos de la monarquía desobedecieron, desmantelaron los
estamentos tradicionales y lograron que incluso partidarios de la Corona se le
unieran en una nueva Asamblea para redactar una Constitución para Francia (el
famoso Juramento del Juego de la Pelota). Todo esto se logró usando la misma
estancia que la monarquía había impuesto para el debate legislativo, pero no
aceptando su lógica política. Si no se hubiera
roto la dinámica de la institucionalidad monárquica (una
institucionalidad porosa y arbitraria, típica del Absolutismo) no se hubiera
cambiado el sistema político.
La
Asamblea Nacional ganada por la oposición tiene la necesidad de romper la
lógica de la no-institucionalidad dictatorial del régimen chavista, pero no lo
va a lograr obedeciendo las interpretaciones arbitrarias de la ley que hacen
los poderes sometidos al Ejecutivo, especial un Tribunal Supremo de
Justicia ilegítimo y cuyas acciones son
ilegales. Tiene que crear el punto de ruptura y desconocimiento exacto,
inteligente y quirúrgico para obligar al gobierno a aceptar su desplazamiento
por vía electoral. La crisis de poderes es inevitable, lo que se puede elegir
es como darse (preferiblemente de manera pacífica), y para ello no todo el
trabajo se le puede dejar al parlamento y al análisis jurídico. La crisis se
agrava y la pérdida del monopolio de la violencia abre la puerta de que el
vacío político que vive el país sea llenado por una bota militar. Es un deber
de los demócratas dentro y fuera del país evitar eso.
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