Papa Francisco 02 de abril de 2016
El
Papa Francisco presidió esta tarde en la Plaza de San Pedro la Vigilia de
oración con motivo de la fiesta de la Divina Misericordia que se celebra este
domingo y como uno de los eventos del Jubileo de la Misericordia.
El
Santo Padre pronunció la homilía al término de la misma. En ella explicó que
“Dios no se cansa nunca de manifestar la misericordia y nosotros no deberíamos
acostumbrarnos nunca a recibirla, buscarla y desearla”. “
“Siempre
es algo nuevo que provoca estupor y maravilla al ver la gran fantasía creadora
de Dios, cuando sale a nuestro encuentro con su amor”, aseguró.
A
continuación, el texto completo de la homilía:
Queridos
hermanos y hermanas, buenas tardes.
Compartimos
con alegría y agradecimiento este momento de oración que nos introduce en el
Domingo de la Misericordia, muy deseado por san Juan Pablo II para hacer realidad
una petición de santa Faustina. Los testimonios que han sido presentados —por
los que damos gracias— y las lecturas que hemos escuchado abren espacios de luz
y de esperanza para entrar en el gran océano de la misericordia de Dios.
¿Cuántos son los rostros de la misericordia, con los que él viene a nuestro
encuentro? Son verdaderamente muchos; es imposible describirlos todos, porque
la misericordia de Dios es un crescendo continuo. Dios no se cansa nunca de
manifestarla y nosotros no deberíamos acostumbrarnos nunca a recibirla,
buscarla y desearla. Siempre es algo nuevo que provoca estupor y maravilla al
ver la gran fantasía creadora de Dios, cuando sale a nuestro encuentro con su
amor.
Dios
se ha revelado, manifestando muchas veces su nombre, y este nombre es
“misericordioso” (cf. Ez 34,6). Así como la naturaleza de Dios es grande e
infinita, del mismo modo es grande e infinita su misericordia, hasta el punto
que parece una tarea difícil poder describirla en todos sus aspectos.
Recorriendo las páginas de la Sagrada Escritura, encontramos que la
misericordia es sobre todo cercanía de Dios a su pueblo. Una cercanía que se
manifiesta principalmente como ayuda y protección. Es la cercanía de un padre y
de una madre que se refleja en una bella imagen del profeta Oseas: «Con lazos
humanos los atraje, con vínculos de amor. Fui para ellos como quien alza un
niño hasta sus mejillas. Me incliné hacia él para darle de comer» (11,4). Es
muy expresiva esta imagen: Dios toma a cada uno de nosotros y nos alza hasta sus
mejillas. Cuánta ternura contiene y cuánto amor manifiesta. He pensado en esta
palabra del Profeta cuando he visto el logo del Jubileo. Jesús no sólo lleva
sobre sus espaldas a la humanidad, sino que además pega su mejilla a la de
Adán, hasta el punto que los dos rostros parecen fundirse en uno.
No
tenemos un Dios que no sepa comprender y compadecerse de nuestras debilidades
(cf. Hb 4, 15). Al contrario, precisamente en virtud de su misericordia, Dios
se ha hecho uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido,
en cierto modo, con cada hombre.
No
tenemos un Dios que no sepa comprender y compadecerse de nuestras debilidades
(cf. Hb 4, 15). Al contrario, precisamente en virtud de su misericordia, Dios
se ha hecho uno de nosotros: «El Hijo de Dios con su encarnación, se ha unido,
en cierto modo, con cada hombre.
Trabajó
con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo
verdaderamente uno de nosotros, en todo semejantes a nosotros, excepto en el
pecado» (Gaudium et spes, 22). Por lo tanto, en Jesús no sólo podemos tocar la
misericordia del Padre, sino que somos impulsados a convertirnos nosotros
mismos en instrumentos de su misericordia. Puede ser fácil hablar de
misericordia, mientras que es más difícil llegar a ser testigos de esa
misericordia en lo concreto. Este es un camino que dura toda la vida y no debe
detenerse. Jesús nos dijo que debemos ser “misericordiosos como el Padre” (cf.
Lc 6,36).
¡Cuántos
rostros, entonces, tiene la misericordia de Dios! Ésta se nos muestra como
cercanía y ternura, pero en virtud de ello también como compasión y
comunicación, como consolación y perdón. Quién más la recibe, más está llamado
a ofrecerla, a comunicarla; no se puede tener escondida ni retenida sólo para
sí mismo. Es algo que quema el corazón y lo estimula a amar, porque reconoce el
rostro de Jesucristo sobre todo en quien está más lejos, débil, solo,
confundido y marginado. La misericordia sale a buscar la oveja perdida, y
cuando la encuentra manifiesta una alegría contagiosa. La misericordia sabe
mirar a los ojos de cada persona; cada una es preciosa para ella, porque cada
una es única.
Queridos
hermanos y hermanas, la misericordia nunca puede dejarnos tranquilos. Es el
amor de Cristo que nos “inquieta” hasta que no hayamos alcanzado el objetivo;
que nos empuja a abrazar y estrechar a nosotros, a involucrar, a quienes tienen
necesidad de misericordia para permitir que todos sean reconciliados con el Padre
(cf. 2 Co 5,14-20). No debemos tener miedo, es un amor que nos alcanza y
envuelve hasta el punto de ir más allá de nosotros mismos, para darnos la
posibilidad de reconocer su rostro en los hermanos. Dejémonos guiar dócilmente
por este amor y llegaremos a ser misericordiosos como el Padre.
Que
sea, pues, el Espíritu Santo quien guíe nuestros pasos: Él es el amor, él es la
misericordia que se comunica a nuestros corazones. No pongamos obstáculos a su
acción vivificante, sino sigámoslo dócilmente por los caminos que nos indica.
Permanezcamos con el corazón abierto, para que el Espíritu pueda transformarlo;
y así, perdonados y reconciliados, seamos testigos de la alegría que brota del
encuentro con el Señor Resucitado, vivo entre nosotros.
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