El Pais 16 de mayo de 2016
La
decisión del presidente Nicolás Maduro de declarar con carácter indefinido un
estado de excepción y emergencia que suspende garantías constitucionales —y en
la práctica le da carta blanca para ejercer un gobierno autoritario— constituye
una gravísima violación de las mínimas normas democráticas. Y sitúa
peligrosamente a Venezuela al borde de una confrontación social de
consecuencias impredecibles, quizá trágicas.
El
recurso al Ejército, con una convocatoria de movilización y maniobras militares
de carácter excepcional previstas para el próximo sábado, es el último y
preocupante paso de un mandatario que ha perdido el favor de la mayoría del
pueblo, tal y como quedó expresado en las legislativas del pasado 6 de
diciembre con el rotundo éxito obtenido por la oposición. Un triunfo que, en un
primer momento, Maduro trató de no reconocer para, después de hacerlo —forzado
por el Ejército—, negar sistemáticamente la legitimidad a la Asamblea.
La
burda apelación a una fantasmagórica intervención militar extranjera en
Venezuela, como excusa para institucionalizar definitivamente el autoritarismo,
no hace sino confirmar los peores pronósticos. Maduro y su círculo no están
dispuestos a aceptar legalidad alguna —ni siquiera la instaurada por el propio
Hugo Chávez— que les pueda apartar del poder. Por mucho que lo repita el
mandatario, ni nadie va a invadir su país, ni hay “guerra económica” alguna
contra Venezuela. Lo que sí existe es una desastrosa gestión que está
convirtiendo a un país rico en recursos en un Estado fallido en el que no
faltan ni la represión política ni el aislacionismo suicida.
La
gran diferencia entre Maduro y la oposición democrática es que mientras la
segunda respeta la legalidad, él la cumple según se ajuste o no a sus
intereses. La oposición, conforme a la ley, aprobó el 29 de marzo en la
Asamblea una Ley de Amnistía para liberar a los presos políticos (los hay en
Venezuela, aunque algunos no quieran enterarse: entre otros, Leopoldo López,
exalcalde de Chacao y encarcelado en régimen de aislamiento desde hace más de
dos años en una prisión militar). Maduro utilizó al Tribunal Supremo,
controlado por el chavismo, para desactivar la medida. Posteriormente, la Mesa
de la Unidad Democrática puso en marcha uno de los mecanismos instaurados por
el fallecido Chávez como símbolo de transparencia en su proyecto bolivariano
para Venezuela: el referéndum revocatorio. El 2 de mayo la oposición entregó a
la Comisión Nacional Electoral nueve veces más firmas de las necesarias para
convocar una votación que decida si Maduro debe abandonar el poder. Pero el
estado de excepción decretado por Maduro deja en el aire todo el proceso.
En
lugar de haber cedido a los llamamientos que desde dentro y fuera del país le
animaban a entablar un diálogo sincero con la oposición para facilitar una
transición democrática, Maduro ha radicalizado cada vez más su régimen,
impasible ante la miseria material que viven los venezolanos. La oposición
tiene ahora la difícil tarea de no caer en la trampa del enfrentamiento que
busca el régimen para justificar su anacrónica pervivencia.
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