Por Armando Janssens
¡Dividir es fácil, unir es
complejo! Tanto en nuestro país como en todo el mundo civilizado se puede
constatar este axioma. Todos los pueblos pretenden crear armonía a partir de su
lengua, su historia, su cultura, su religión, la bandera y el himno nacional
como expresión de su unidad. Pero todos deben igualmente reconocer que detrás y
debajo de este intento existen rupturas, divisiones, hasta abismos que abarcan
igualmente a las grandes mayorías. Hasta no pocas veces son como volcanes
aparentemente no activos pero en su interior guardan las tensiones de su origen
que en cualquier momento pueden explotar y explotan.
Cuando vemos el viejo
continente europeo constatamos lo que provocó en Alemania la Segunda Guerra
Mundial desde posiciones políticos-ideológicas, sigue presente y años más
tardes se expresa en nuevas fuerzas que interrumpen y dividen visiblemente el
tan apreciado modus vivendi construido desde la democracia. Y en España la
guerra civil de los años treinta que dividió el país en dos bandas
irrenunciables sigue actuando y en momentos menos esperados se manifiesten
visiblemente en posiciones y emociones.
Igual pasa en nuestro
continente, donde este fenómeno se presenta en Argentina con el peronismo que
vive de historias pasadas y en Chile, donde las heridas provocados por Pinochet
mantienen profundas fisuras que se expresan en el momento menos esperado. Ni
hablar de Perú y Bolivia, donde la divergencia étnica a pesar de todos los
intentos juega un papel determinante con sucesivas tensiones. No hay país en el
mundo que no tenga sus propia historia divisionista.
Así llegamos a nuestro
querido país, Venezuela, donde lamentablemente este fenómeno ahora está
presente en todas las capas de la población. Hablar del chavismo y de la MUD es
igualmente mucho más conflictivo que una normal dinámica como debería ser entre
gobierno y oposición. Los sentimientos variados y violentos los conocemos todos
por la experiencia diaria y están aparentemente ya presentes en nuestro ADN de
cada grupo referido. Cada día sentimos la quiebra mayor, contraria a lo que
debemos buscar y me hago la pregunta de si eso es superable. ¿Podemos por lo
menos desactivar este terreno social sembrado con minas personales que explotan
en el momento menos esperado?
Hace años, en la década de
los setenta sentíamos un ambiente de mayor armonía. Se había logrado la
pacificación de la guerrilla y sus líderes participaban dentro del
esquema democrático; los gobiernos no eran de unicolor sino varias veces
hicieron alianzas; la enseñanza y hasta la salud pública estaban en auge y con
reconocida calidad; los problemas obreros se enfrentaban positivamente con las
comisiones tripartitas; se terminaban de construir urbanizaciones sociales en
Caricuao, y en todas las grandes ciudades se desarrollaban proyectos ambiciosas
de miles de viviendas, como en Guarenas-Guatire, El Perú en Ciudad Bolívar,
Tronconal en Barcelona y el barrio Polar en Maracaibo, entre muchos otros. Los
hospitales públicos se multiplicaron en las capitales de todos los estados.
Todo el país avanzaba gracias a los ingresos petroleros manejados desde el
petróleo sabiamente nacionalizado.
No me toque escribir la
historia de la paulatina pérdida de esta armonía: el Viernes Negro, el
Caracazo, el intento de golpe, la corrupción omnipresente, la pérdida de
liderazgo de los políticos, más dedicados a destruirse mutuamente que a atender
las necesidades y aspiraciones de la gente. Nunca olvidaré el primer discurso
del presidente Chávez al asumir, que reflejaba el inicio de la situación que
hoy en día conocemos. Queriéndolo o no, encendió la mecha del revanchismo
acumulado, abrió nuevas heridas latentes y, como un cirujano, lo puso bajo la
luz pública no para curar, sino para profundizarlos en un sinnúmero de palabras
e imágenes que avivaban a mucha gente, especialmente en los sectores populares.
Eso ha sido el pecado
capital de Chávez, seguido a pie de letra por el actual presidente Maduro. Un
sentimiento cercano al odio generalizado envenenó los corazones y las mentes de
muchos. Hablando los gobernantes de paz y amor han sembrado la desconfianza, la
desunión y la incapacidad de superación personal y colectiva y están al origen
de la violencia, el bachaqueo y la corrupción permanente. La mutua desconfianza
rompió la tenue unión hasta dentro de muchas familias y amistades.
Nuestra Iglesia insiste con
admirable constancia en el diálogo y el respeto mutuo. El papa Francisco
escribe cartas y declara en público esta misma posición. Pero entre dicho
y hecho hay un buen trecho.
Si queremos evitar que
dentro de veinte o cincuenta años sigamos viviendo las consecuencias nefastas
de la actual situación, debemos trabajar ya desde ahora. Un gran trabajo para
las organizaciones sociales, de lo cual hablaremos en una cercana ocasión.
15-05-16
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