Francisco Fernández-Carvajal 31 de mayo de 2019
— Nos
hace comprender lo que son las cosas creadas, según el designio de Dios sobre
la creación y la elevación al orden sobrenatural.
— El
don de ciencia y la santificación de las realidades temporales.
— El
verdadero valor y sentido de este mundo. Desprendimiento y humildad necesarios
para disponernos a recibir este don.
I. «Las
criaturas son como un rastro del paso de Dios. Por esta huella se rastreará su
grandeza, poder y sabiduría y todos sus atributos»1.
Son como un espejo en el que se refleja el esplendor de su belleza, de su
bondad, de su poder...: los cielos pregonan la gloria de Dios y le
anuncia el firmamento, que es la obra de sus manos2.
Sin
embargo, en muchas ocasiones, a causa del pecado original y de los pecados
personales, los hombres no saben interpretar esa huella de Dios en el mundo, no
alcanzan a conocer al que es la fuente de todos los bienes: por la
consideración de las obras no supieron descubrir a su divino Artífice.
Seducidos por la hermosura de las cosas creadas, las tuvieron por dioses. Que
aprendan a conocer –sigue diciendo la Sagrada Escritura– cuánto
mejor es el Señor de todo lo creado, pues es el autor de la belleza quien hizo
todas estas cosas3.
El don
de ciencia facilita al hombre comprender las cosas creadas como señales que
llevan a Dios, y lo que significa la elevación al orden sobrenatural. El
Espíritu Santo, a través del mundo de la naturaleza y del de la gracia, nos
hace percibir y contemplar la infinita sabiduría, la omnipotencia, la bondad,
la naturaleza íntima de Dios. «Es un don contemplativo cuya mirada penetra,
como la del don de inteligencia y del de sabiduría, en el misterio mismo de
Dios»4.
Mediante
este don, el cristiano percibe y entiende con toda claridad «que la creación
entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de
las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en
una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena»5.
Es una sobrenatural disposición por la que el alma participa de la misma
ciencia de Dios, descubre las relaciones que existen entre todo lo creado y su
Creador y en qué medida y sentido sirven al fin último del hombre.
Manifestación
del don de ciencia es el Canto de los tres jóvenes, recogido en
el Libro de Daniel, que muchos cristianos rezan en la acción de
gracias después de la Santa Misa. Se pide a todas las cosas creadas que
bendigan y den gloria al Creador: Benedicite, omnia opera Domini,
Domino... Obras todas del Señor, bendecid al Señor; y alabadle y ensalzadle por
todos los siglos. Ángeles del Señor, bendecid al Señor. Cielos... Aguas
todas que estáis sobre los cielos... Sol y luna... Estrellas del cielo...
Lluvia y rocío... Vientos todos... Frío y calor... Rocíos y escarchas... Noches
y días... Luz y tinieblas... Montes y collados... Plantas todas... Fuentes...
Mares y ríos... Ballenas y peces... Aves... Bestias y ganados... Sacerdotes del
Señor... Espíritus y almas de los justos... Santos y humildes de corazón...
Cantadle y dadle gracias porque es eterna su misericordia6.
Este
canto admirable de toda la creación, de lo animado y de lo que carece de vida,
da gloria a su Creador. Es «una de las más puras y ardientes expresiones del
don de ciencia: que los cielos y toda la creación canten la gloria de Dios»7.
En muchas ocasiones también nos ayudará a nosotros a dar gracias al Señor
después de participar en la obra que más gloria da a Dios: la Santa Misa.
II.
Mediante el don de ciencia, el cristiano dócil al Espíritu Santo sabe discernir
con perfecta claridad lo que le lleva a Dios y lo que le separa de Él. Y esto
en las artes, en el ambiente, en las modas, en las ideologías... Verdaderamente
puede decir: El señor conduce al justo por caminos rectos y le comunica
la ciencia de los santos8.
El Paráclito advierte también cuándo las cosas buenas y rectas en sí mismas
pueden convertirse en malas para el hombre porque le separan de su fin
sobrenatural: por un deseo desordenado de posesión, por apegamiento del corazón
a estos bienes materiales de tal manera que no lo dejan libre para Dios,
etcétera.
El
cristiano que se ha de santificar en medio del mundo tiene una particular
necesidad de este don para ordenar a Dios las actividades temporales,
convirtiéndolas en medio de santidad y apostolado. Mediante el don de ciencia,
la madre de familia comprende más profundamente cómo su quehacer doméstico es
camino que le lleva a Dios si lo hace con rectitud de intención y deseos de
agradar a Dios, de la misma manera que el estudiante entiende que su estudio es
el medio ordinario que posee para amar a Dios, hacer apostolado y servir a la
sociedad; para el arquitecto son sus planos y proyectos; para la enfermera, el
cuidado de los enfermos, etcétera. Se comprende entonces por qué debemos amar
el mundo y las realidades temporales, y cómo «hay un algo santo,
divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de
vosotros descubrir»9.
Así –siguen siendo palabras de San Josemaría Escrivá– «cuando un cristiano
desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello
rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido
martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la
prosa de cada día»10.
Ese verso heroico para Dios lo componemos los hombres con las menudencias de la
tarea diaria, de los problemas y alegrías que encontramos a nuestro paso.
Amamos
las cosas de la tierra, pero las valoramos según su justo valor, el que tienen
para Dios. Así daremos una importancia capital a ser templos del
Espíritu Santo, porque «si Dios habita en nuestra alma, todo lo demás, por
importante que parezca, es accidental, transitorio; en cambio, nosotros, en
Dios, somos lo permanente»11.
Por encima de los bienes materiales, y de la misma vida, consideramos la fe
como el tesoro más grande que hemos recibido, y estaríamos dispuestos a dejarlo
todo antes de perderla. Con la luz de este don conocemos, por ejemplo, el valor
de la oración y de la mortificación y la influencia decisiva que tienen en
nuestra vida, lo que nos empujará a no abandonarlas en ninguna circunstancia.
III. A la
luz del don de ciencia, el cristiano reconoce el poco valor de lo temporal si
no es camino para lo eterno, la brevedad de la vida humana sobre la tierra, la
escasa felicidad que puede dar este mundo comparada con la que Dios ha
prometido a quienes le aman, la inutilidad de tanto esfuerzo si no se realiza
cara al Señor... Al recordar la vida pasada, en la que quizá Dios no fue lo
primero, el alma siente una profunda contrición por tanto mal y por tanta
ocasión perdida, y nace en ella el deseo de recuperar el tiempo malbaratado
siendo más fiel al Señor.
Todo
lo de este mundo –al que amamos y en el que debemos santificarnos– aparece a la
luz de este don con el sello de la caducidad, mientras que señala con toda
nitidez el fin sobrenatural del hombre, al que debemos subordinar todas las
realidades terrenas.
Esta
visión del mundo, de los acontecimientos y de las personas desde la fe, puede
quedar oscurecida, incluso cegada, por lo que San Juan llama la
concupiscencia de los ojos12.
Parece entonces como si la mente rechazara la verdadera luz, y ya no se sabe
ordenar a Dios las realidades terrenas, que se toman como fin. El deseo
desordenado de bienes materiales, el cifrar la felicidad en lo de aquí abajo
entorpece o anula la acción de este don. El alma cae entonces en una especie de
ceguera en la que ya es incapaz de reconocer y de saborear los bienes verdaderos,
los que no perecen, y la esperanza sobrenatural se transforma en el deseo, cada
vez mayor, de bienestar material, huyendo de cuanto signifique mortificación y
sacrificio.
La
visión puramente humana de la realidad acaba por desembocar en la ignorancia de
las verdades de Dios, o bien estas aparecen como algo teórico, sin sentido
práctico para la vida corriente, sin capacidad para informar la existencia
normal. Los pecados contra este don dejan sin luz, y así se explica esa gran
ignorancia de Dios que padece el mundo. En ocasiones se trata de verdadera
incapacidad para entender o asimilar lo sobrenatural, porque se han vuelto
completamente los ojos del alma a bienes parciales y engañosos y se han cerrado
a los verdaderos.
Para
disponernos a recibir este don necesitamos pedir al Espíritu Santo que nos
ayude a vivir la libertad y el desasimiento ante los bienes materiales y a ser
más humildes, para poder ser enseñados sobre el verdadero valor de las cosas.
Junto a estas disposiciones, fomentaremos la presencia de Dios, que ayuda a ver
al Señor en medio de nuestros trabajos, y haremos el propósito decidido de
considerar en la oración los sucesos que van decidiendo nuestra vida y las
mismas realidades de todos los días: la familia, los compañeros que están codo
a codo en el mismo trabajo, aquello que más nos preocupa... La oración siempre
es un faro poderoso que ilumina la verdadera realidad de las cosas y de los
acontecimientos.
Para
obtener este don, para hacernos capaces de poseerlo en mayor plenitud, acudimos
a la Virgen, Nuestra Señora. Ella es Madre del Amor Hermoso, y del
temor, y de la ciencia, y de la santa esperanza13.
«Madre
de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa:
que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas
las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho
no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo
del amor interminable en nuestra definitiva Patria»14.
1 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 5, 3. —
2 Sal 19,
1-2. —
3 Sab 13,
1-3. —
4 M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 200. —
5 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 130. —
6 Cfr. Dan 3,
52-90. —
7 M. M. Philipon, o. c.,
p. 203. —
8 Sab 10,
10. —
9 San
Josemaría Escrivá, Homilía Amar al mundo apasionadamente,
8-X-1967. —
10 Ibídem.
—
11 ídem, Amigos
de Dios, 92. —
12 1
Jn 2, 16. —
13 Eclo 24,
24. —
14 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 278.
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