Francisco Fernández-Carvajal 15 de junio de
2019
— Presencia de Dios, Uno y Trino, en el alma en
gracia.
— La vida sobrenatural del cristiano se orienta al
conocimiento y al trato con la Santísima Trinidad.
— Templos de Dios.
I. Si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y
haremos morada en él1, respondió Jesús en la Última Cena a uno de sus discípulos que
le había preguntado por qué se habría de manifestar a ellos y no al mundo, como
los judíos de aquel tiempo pensaban de la aparición del Mesías. El Señor revela
que no solo Él, sino la misma Trinidad Beatísima, estaría presente en el alma
de quienes le aman, como en un templo2. Esta revelación constituye «la sustancia del Nuevo
Testamento»3, la esencia de sus enseñanzas.
Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– habita en nuestra
alma en gracia no solo con una presencia de inmensidad, como se encuentra en
todas las cosas, sino de un modo especial, mediante la gracia santificante4. Esta nueva presencia llena de amor y de gozo inefable al alma
que va por caminos de santidad. Y es ahí, en el centro del alma, donde debemos
acostumbrarnos a buscar a Dios en las situaciones más diversas de la vida: en
la calle, en el trabajo, en el deporte, mientras descansamos... «Oh, pues, alma
hermosísima –exclamaba San Juan de la Cruz– que tanto deseas saber el lugar
donde está tu Amado para buscarle y mirarte con él, ya se te dice que tú misma
eres el aposento donde él mora y el lugar y escondrijo donde está escondido;
que es cosa de gran contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y
esperanza está tan cerca de ti que esté en ti o, por mejor decir, tú no puedes
estar sin él. Cata –dice el Esposo– que el reino de
Dios está dentro de vosotros (Lc 17, 21); y su siervo el
Apóstol San Pablo: Vosotros -dice- sois templos de
Dios (2 Cor 6, 16)»5.
Esta dicha de la presencia de la Trinidad Beatísima en
el alma no está destinada solo para personas extraordinarias, con carismas o
cualidades excepcionales, sino también para el cristiano corriente, llamado a
la santidad en medio de sus quehaceres profesionales y que desea amar a Dios
con todo su ser, aunque, como señala Santa Teresa de Jesús, «hay muchas almas
que están en la ronda del castillo (del alma), que es adonde están los que le
guardan, y no se les da nada entrar dentro, ni saben qué hay en aquel tan
precioso lugar, ni quién está dentro...»6. En ese «precioso lugar», en el alma que resplandece por la
gracia, está Dios con nosotros: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Esta presencia, que los teólogos llaman inhabitación,
solo difiere por su condición del estado de bienaventuranza de quienes ya gozan
de la felicidad eterna en el Cielo7. Y aunque es propia de las Tres divinas Personas, se atribuye
al Espíritu Santo, pues la obra de la santificación es propia del Amor.
Esta revelación que Dios hizo a los hombres, como en
confidencia amorosa, admiró desde el principio a los cristianos, y llenó sus
corazones de paz y de gozo sobrenatural. Cuando estamos bien asentados en esta
realidad sobrenatural –Dios, Uno y Trino, habita en mí– convertimos la vida
–con sus contrariedades, e incluso a través de ellas– en un anticipo
del Cielo: es como meternos en la intimidad de Dios y conocer y amar la
vida divina, de la que nos hacemos partícipes. ¡Océano sin fondo de la
vida divina! // Me he llegado a tus márgenes con un ansia de fe. // Di, ¿qué
tiene tu abismo que a tal punto fascina? // ¡Océano sin fondo de la vida
divina! // Me atrajeron tus ondas... ¡y ya he perdido pie!8.
II. El cristiano
comienza su vida en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y en
este mismo Nombre se despide de este mundo para encontrar en la plenitud de la
visión en el Cielo a estas divinas Personas, a quienes ha procurado tratar aquí
en la tierra. Un solo Dios y Tres divinas Personas: esta es nuestra profesión
de fe, la que los Apóstoles recogieron de labios de Jesús y transmitieron, la
que creyeron desde el primer momento todos los cristianos, la que el Magisterio
de la Iglesia ha enseñado siempre. Los cristianos de todos los tiempos, en la
medida en que avanzaban en su caminar hacia Dios, han sentido la necesidad de
meditar esta verdad primera de nuestra fe y de tratar a cada una de Ellas.
Santa Teresa de Jesús nos cuenta en su Vida cómo meditando
precisamente una de las más antiguas reglas de fe sobre el misterio trinitario
–el llamado Símbolo Atanasiano o Quicumque– recibió especiales
gracias para penetrar en esta maravillosa realidad. «Estando una vez rezando
el Quicumque vult -escribe la Santa-, se me dio a entender la
manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y me
consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios
y sus maravillas, y para cuando o pienso o se trata de la Santísima Trinidad,
parece entiendo cómo puede ser, y esme mucho contento»9.
Toda la vida sobrenatural del cristiano se orienta a
ese conocimiento y trato íntimo con la Trinidad, que viene a ser «el fruto y el
fin de toda nuestra vida»10. Para este fin hemos sido creados y elevados al orden
sobrenatural: para Conocer, tratar y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios
Espíritu Santo, que habitan en el alma en gracia. De estas divinas Personas, el
cristiano llega a tener en esta vida «un conocimiento experimental» que, lejos
de ser una cosa extraordinaria, está dentro de la vía normal de la santidad11. Santidad a la que es llamada la madre de familia que apenas
tiene tiempo para atender y sacar adelante el hogar, el obrero que comienza su
trabajo antes del amanecer, el enfermo al que no le permite hacer nada su
enfermedad... Dios, en su amor infinito por cada alma, desea ardientemente
darse a conocer de esa manera íntima y amorosa a quienes de verdad siguen tras
las huellas de su Hijo.
En ese camino hacia la Trinidad, a la que deben
conducir todos nuestros empeños, llevamos como Guía y Maestro al Espíritu Santo. Yo
rogaré al Padre -había prometido el Señor, y su palabra no puede
fallar- y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el
Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le
conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en
vosotros. No os dejaré huérfanos, Yo volveré a vosotros12. En este vosotros nos incluimos,
dichosamente, quienes hemos sido bautizados y, de modo particular, quienes
queremos seguir a Jesús de cerca, desde el lugar y las circunstancias donde la
vida nos ha situado. Es dulce meditar que este misterio inaccesible a la sola
razón humana se hace luminoso con la luz de la fe y la ayuda del Espíritu
Santo: a vosotros se os han dado a conocer los misterios del Reino de
los Cielos13. Pidámosle hoy que nos guíe en ese camino lleno de luz.
III. A la
vez que pedimos al Espíritu Santo un deseo grande de purificar el corazón,
hemos de desear este encuentro íntimo con la Beatísima Trinidad, sin que nos
detenga el que quizá cada vez vemos con más claridad nuestras flaquezas y
nuestra tosquedad para con Dios. Cuenta Santa Teresa que al considerar la
presencia de las Tres divinas Personas en su alma «estaba espantada de ver
tanta majestad en cosa tan baja como es mi alma»; entonces, le dijo el Señor:
«No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen»14. Y la Santa quedó llena de consuelo. A nosotros nos puede
hacer un gran bien considerar estas palabras como dirigidas a nosotros mismos,
y nos animarán a proseguir en ese camino que acaba en Dios. También debemos
tratar a quienes cada día encontramos y hablamos como poseedores de un alma
inmortal, imagen de Dios, que son o pueden llegar a ser templos de Dios.
Sor Isabel de la Trinidad, recientemente beatificada,
escribía a su hermana, al tener noticia del nacimiento y bautizo de su primera
sobrina: «Me siento penetrada de respeto ante este pequeño santuario de la
Santísima Trinidad... Si estuviese a su lado, me arrodillaría para adorar a
Aquel que mora en ella»15.
La Iglesia nos recomienda alimentar la piedad con un
sólido alimento, y por eso hemos de rezar o meditar esas reglas de fe y las
oraciones compuestas para alabanza de la Trinidad: el Símbolo
Atanasiano o Quicumque (que antiguamente los
cristianos recitaban cada domingo después de la homilía, y que aún hoy muchos
recitan y meditan en honor de la Santísima Trinidad), el Trisagio
Angélico, especialmente en esta Solemnidad, el Gloria al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo... Cuando, con la ayuda de la gracia,
aprendemos a penetrar en estas prácticas de devoción es como si volviéramos a
oír las palabras del Señor: dichosos vuestros ojos, porque ven; y
dichosos vuestros oídos, porque oyen: pues en verdad os digo que muchos
profetas y justos ansiaron ver los que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y
oír lo que oís y no lo oyeron16.
Terminamos este rato de oración repitiendo en nuestro
corazón, con San Agustín: «Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que
no sucumba al desaliento y deje de buscarte. Que yo ansíe siempre ver tu
rostro. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y que
me has dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza
y mi debilidad: sana esta, conserva aquella. Ante Ti está mi ciencia y mi
ignorancia: si me abres, recibe al que entra; si me cierras el postigo, abre al
que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te comprenda y te ame. Acrecienta en
mí estos dones hasta mi reforma completa (...).
»Cuando arribemos a tu presencia, cesarán estas muchas
cosas que ahora hablamos sin comprenderlas, y Tú permanecerás todo en todos, y
entonces modularemos un cántico eterno, alabándote unánimemente, y hechos en Ti
también nosotros una sola cosa»17.
La contemplación y la alabanza a la Trinidad Santa es
la sustancia de nuestra vida sobrenatural, y ese es también nuestro fin: porque
en el Cielo, junto a nuestra Madre Santa María –Hija de Dios Padre, Madre de
Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo: ¡más que Ella, solo Dios!18–, nuestra felicidad y nuestro gozo será una alabanza eterna
al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
1 Jn 14,
23. —
2 Cfr. 1
Cor 6, 19. —
3 Tertuliano, Contra
Praxeas, 31. —
4 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 43, a. 3. —
5 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 1, 7. —
6 Santa
Teresa, Moradas primeras, 5, 6. —
7 Cfr. León
XIII, Enc. Divinum illud munus, 9-V-1897. —
8 Sor
Cristina de Arteaga, Sembrad, Ed. Monasterio de Santa
Paula, Sevilla 1982, LXXXV. —
9 Santa
Teresa, Vida, 39, 25. —
10 Santo
Tomás, Comentario al Libro IV de las Sentencias, 1, d. 2,
q. 1, exord. —
11 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, 1,
p, 118. —
12 Jn 14,
16-18. —
13 Mt 13,
11. —
14 Santa
Teresa, Cuentas de conciencia, 41ª, 16-18. —
15 Sor
Isabel de la Trinidad, Carta a su hermana Margarita, en
Obras completas, p. 466. —
16 Mt 13,
16-17. —
17 San
Agustín, Tratado sobre la Trinidad, 15, 28, 51. —
18 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 496.
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