Américo Martín 19 de septiembre de 2021
Los
debates son frecuentes en los partidos políticos, aunque la opinión corriente
tienda a no valorarlos. Lo cierto, sin embargo, es que no pasa mucho tiempo sin
que estallen encontronazos que por lo general envuelven, abiertamente o en
forma recóndita, la ácida cuestión del dominio fraccional de la dirección o
poder del partido que suele acompañarse de indeseadas prácticas
fraccionalistas, descalificación de los amigos en un proceso envenenado, sin
tregua, retroalimentado por la perversidad y el odio.
No se
trata de una fatalidad, por supuesto. No siempre semejante degradación se
impone porque los excesos sean contenidos a tiempo, aunque la potencialidad de
las crisis permanezca incubada.
A la
hora de los balances los protagonistas de estas pugnas –tal vez inevitables– se
sienten obligados a dignificar las tesis que esgrimieron atribuyéndoles un
carácter «ideológico». Como nadie se siente bien cuando es estigmatizado con el
cargo de ser un tosco «pragmático» sin la menor noción ideológica, ha ocurrido
que una de las grandes cualidades del hacer político, es la de trazar cauces
tangibles para superar peligros inminentes y proporcionar estabilidad política.
Un
líder incapaz de diseñar líneas estratégicas ni elaborar programas y consignas
certeras no se salvará refugiándose en las falsas coberturas ideológicas que se
convierten en dogmas casi al momento de ser invocadas. Las ideologías son
sistemas propios de la filosofía, no de la política, la politología y la
historia, que son ciencia y arte de y para la
crítica porque fundamentan la flexibilidad del pensar.
Los
movimientos de avanzada serios postulan programas y estrategias, sin perderse
en las nebulosas de la ideología. Allí solo cadenas los esperan. Lo que en nada
significa defender la ignorancia o pobreza intelectual. ¡Al contrario! Exige
más estudio y originalidad y menos copia de sagradas escrituras doctrinarias.
Pese a
que atribuirse la condición ideológica suene más atractivo que asumir la
ciencia-arte de la política, es esta la que resuelve los enigmas y trampas que
deben vencerse en la marcha hacia la dirección del Estado, timón del barco que
aspira a navegar sin naufragar.
Leonardo
Ruiz Pineda, jefe de la resistencia clandestina durante la dictadura
perezjimenista, es la expresión del componente de Acción Democrática sobre el
que poco me habían preguntado en el 80 aniversario de ese partido. Las
organizaciones políticas históricas de nuestro país hicieron gala de valentía,
ingenio y sacrificio bajo las feroces dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos
Pérez Jiménez, sin embargo pocas alcanzaron los niveles de martirio del partido
fundado por Rómulo Betancourt. Y fue Ruiz Pineda el símbolo del coraje y
sacrificio de ellos y en general de todos los que, desde los movimientos
clandestinos, enaltecieron las virtudes de aquel gran luchador.
Enamorada
de su temple heroico, la Muerte quiso protegerlo hasta donde pudiera. No
encontró mejor manera que ofrecerle su padrinazgo. Sin embargo, le advirtió que
cuando viera a su lado a su madrina –solo él podría verla–, debería aplazar
cualquier compromiso y permanecer fuera de peligro.
—Hablo
en serio, insistió su madrina.
El
compromiso debió ser muy serio para que el héroe olvidara la cautelosa
previsión. Pero vio la imagen parada a su lado. Tenía oquedades en lugar de
ojos y un aspecto frío y amenazante. El héroe vaciló, mas en ese momento, José
Agustín Catalá le urgía entregar su prólogo para editar la obra
clandestina Venezuela bajo el signo del terror, cuya reputación se
anticipaba a su primera edición, con el nombre de Libro Negro de la
dictadura.
—Ella
comprenderá que es una tarea inaplazable —se dijo y salió adelante.
Su
Madrina le hizo ver una vela sin tamaño, cuya agonizante luz estaba por
desaparecer. Al comprender que nada detendría a aquel temerario luchador, la
Muerte aplastó la trémula vela con sus huesudas manos, el sicario «Suelaespuma»
le disparó cuando intentaba escapar y cayó muerto en seco en el Pasaje de La
Cocinera, en la caraqueña parroquia de San Agustín.
Leonardo
Ruiz Pineda había muerto.
¡Ay
Aurelena, Natacha y Tania!
¡Ay
sus compañeros de la clandestinidad, cárceles y del exilio!
«El
capitán de la resistencia clandestina», lo llamó Rómulo Betancourt, «el de la
fina valentía y gozosa audacia», lo llamó Rómulo Gallegos.
Leonardo
murió para renacer y ahora son millones los animados por las causas más nobles
y la más noble de ellas, la democracia.
Los 40
años de democracia pudieron ser recordados con el discurso de Andrés Eloy,
referido a los grillos de los pies arrojados desde el castillo al mar para
despreciar el salvajismo de la tiranía gomecista, al que debería seguir el de
los grillos en la educación, pues de no hacerlo se alentarían los caminos de la
dictadura.
Educación
y dictadura son incompatibles, tanto como lo son civilismo y militarismo.
Amputarle a la democracia el brazo educativo es entregarla a las más altas
expresiones del salvajismo totalitario. Trabajemos, si es necesario, con héroes
como los mencionados, por una democracia plena, valiente y con sus brazos
completos.
Américo
Martín
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