Por Antonio Pérez Esclarín
La forma en que
Venezuela está enfrentando la pandemia de Covid-19, evidencia que no vivimos en
un estado democrático, en que todos somos ciudadanos con los mismos derechos y
deberes, sino que vivimos en un Estado de privilegios y exclusión. Por ello, no
se ha vacunado equitativamente, sino que se ha favorecido a los enchufados y a
los que están cercanos al poder o gozan de influencias. Tampoco hay claridad
sobre el número de fallecidos, de vacunados o de vacunas, de los criterios para
su distribución, del costo y modo de pagarlas, con lo que se ha evidenciado
también que mientras más autoritario el país, menos nos podemos fiar de los
números ofrecidos en versión única sin posibilidad de verificación, y que
cuando no hay libertad, se ven menos las transgresiones, pues la corrupción
aprende a moverse de un modo silencioso. Hemos evidenciado también el estado
lamentable de nuestro sistema sanitario y que cuando se impone la salvación
individualista (de la epidemia o de cualquier cosa), esa salvación resulta
vergonzante, no sabe a triunfo, porque anula la igualdad y la solidaridad. Crea
una cultura que considera normal disfrutar de beneficios logrados por la
palanca y no por la condición de ciudadanos. Los más honestos se alegran cuando
se anuncia la generalización de las vacunas, aunque los anuncios sean falsos,
con lo que tratan de acallar la voz de sus conciencias por haberse beneficiado
individualmente.
Por eso cada día me disgustan más los estilos autoritarios y el protagonismo de
los militares que olvidan que están al servicio no del gobierno, sino de todos
los ciudadanos. Tampoco me gustan las angustias en las colas para conseguir
alimentos, medicinas o vacunas que nunca alcanzan. No hay que escoger entre
autoritarismo y libertinaje. Hay que escoger siempre la libertad. Que no es
hacer lo que me da la gana, sino poder hacer el bien y hacerlo bien. Amando
tanto la libertad, que la respeto en el otro, aunque sea mi oponente. La
libertad no se opone al orden y las normas. Se opone a la dictadura de la ley o
de la autoridad que privilegia a los suyos y castiga a los demás. La
convivencia no se mejora con más poder, sino con fraternidad, la gran olvidada
de la trilogía de la revolución francesa de la que unos escogieron la libertad
sacrificando la igualdad, y otros la igualdad, aunque hubiera que imponerla por
la fuerza. Quizá si hubiéramos escogido la fraternidad hubiéramos podido
combinar igualdad y libertad.
Yo seguiré trabajando por una democracia que incluya la participación de todos
en el acceso a la información transparente y a los bienes a través de servicios
públicos de calidad, que dé peso a las voces más débiles para que hagan valer
sus derechos. Donde nadie se sienta con derecho a decidir lo que los otros
deben pensar, decir, hacer. Donde nadie quede excluido del derecho a trabajar,
organizarse, expresarse. Una democracia que acabe con un Estado como negocio
del partido de gobierno, y se convierta en garante del bien común. Un Estado
que facilite la participación de todos en la construcción del buen vivir. Un
Estado que por la transparencia y la adecuada legislación dificulte y persiga
la corrupción; un Estado fuerte, pero no autoritario. Cuando la ley no es igual
para todos, siempre gana el más fuerte o el más inmoral. Una nación cuyas leyes
no protegen los derechos de todos, especialmente de los más débiles, no es
democrática.
pesclarin@gmail.com
21-09-21
https://www.eluniversal.com/el-universal/107527/pandemia-y-democracia
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