Ismael Pérez Vigil 25 de septiembre de 2021
En los
regímenes como el que padecemos, permítanme obviar las definiciones
complicadas, no es fácil determinar qué cosas son peores que otras −es decir,
todo es peor−; pero, sin duda, una de las peores cosas es su afán por cambiar
lo que somos. No solo nuestras instituciones, nuestros símbolos y nuestra
democracia, sino ese intento descarado de transformar nuestra historia, nuestra
cultura y nuestro “habla”.
Es un
vasto tema, el que podemos definir como “cultural”, pero lo acotaré,
refiriéndome solo al tema del lenguaje −más precisamente la “neolengua” del
régimen− y esa manía de clasificar y encasillarnos a todos.
El
término “neolengua”, lo tomamos en el sentido en que lo hacía Orwell en su
novela: “1984”; lo que él llamaba el “viejo lenguaje” (Oldspeak) y lo
transformaba por uno nuevo, mucho más simplificado, con la finalidad de dominar
el pensamiento de los habitantes, de la población, de los hombres del partido,
para hacerlos pensar de una manera determinada. Vaciaba de contenido algunos
conceptos −por ejemplo, libertad y otros− y les daba el contenido que el
sistema quería. Eso es ni más ni menos lo que empezó a hacer Hugo Chávez desde
su campaña electoral y desde luego lo intensificó cuando fue presidente y
dirigía aquellos largos programas dominicales y pronunciaba en cadena de medios
aquellos largos discursos, en donde contaba sus anécdotas, escatológicas,
absurdas, inventaba términos, insultaba, reinterpretaba la historia, denigrando
de unos próceres y ensalzando a otros, como a Zamora, por ejemplo, figura de
por sí polémica y no muy bien considerado por muchos cronistas e historiadores.
De ahí
viene también todo ese lenguaje, esa neolengua, del desdoblamiento innecesario
de “venezolanos y venezolanas, “ciudadanos y ciudadanas”, etc. que plaga −nunca
esta palabra pudo ser mejor empleada− nuestra Constitución, leyes, documentos
oficiales, discursos y hasta los malos chistes de los dirigentes del gobierno.
Ese lenguaje ha ido pasando a la población y hoy muchos opositores lo imitan y
lo utilizan con la misma carga de veneno y odio que Hugo Chávez le imprimió.
Por ejemplo, ese reemplazar la lucha política por “guerra”, el rival político,
el contendor político, por el “enemigo” al que hay que acabar, aniquilar.
Todas
esas expresiones como: guerra, enemigo, milicia, unidades de combate, batalla,
rodilla en tierra, guerra de tercera generación, guerra híbrida, etc.; algunos
las han ido adoptando, sin darse cuenta o conscientemente, y utilizan esa
neolengua, esa jerga militarista, para el análisis político, para el análisis
de la realidad, sin percatarse que resultan en una simplificación del lenguaje
y una sobre simplificación de la realidad que se pretende analizar.
Y así
está también esa manía de “clasificar” en bueno, regular y malo, teniendo por
bueno, por supuesto, lo que está de acuerdo con lo que yo pienso y la
estrategia que yo defino; regular, aquellas ideas “imperfectas” y
“equivocadas”, solo medianamente toleradas por ser conceptos ingenuos; y malo,
por supuesto, las que se contraponen a las mías.
Esa
manía no es nueva, hay que decirlo, se remonta a la “prehistoria” del chavismo,
cuando teníamos aquellos frondosos y enjundiosos comunicados firmados por intelectuales,
periodistas, políticos, artistas, etc. para llamar la atención sobre un
determinado tema o para fijar posición pública sobre determinados
acontecimientos que afectaban al país. Eso derivó, en épocas más cercanas al
surgimiento del “chavismo”, en aquellos “notables”, para algunos de ingrata
recordación, que asocian con el origen del desmadre que nos condujo a esta
ignominia; pero eso es otra historia.
A esa
manía de “clasificación” obviamente le sigue la elaboración de “listas”, que
han alcanzado su perfección en este régimen, siendo la más famosa aquella
llamada “Lista de Tascón”, que deriva su nombre de un diputado homónimo,
elaborada con el listado de los que firmamos solicitando un referendo
revocatorio a Hugo Chávez en 2002 y 2003, que vino a realizarse, como todos
sabemos, en 2004, después de todos los intentos por suprimirlo, por parte del
impugnado. Esa “Lista de Tascón” fue utilizada por tres o cuatro años por el
régimen, hasta que el propio Hugo Chávez tuvo que intervenir, sin mucho ánimo,
por cierto, para que fuera eliminada, después de que empezó a utilizarse para
tomar todo tipo de decisiones en la administración pública, en la industria
petrolera, en las empresas del Estado y hasta en las empresas privadas que
contrataban con el Estado. El régimen perfeccionó esa lista original y la
convirtió en “listas”: de los que reciben dólares preferenciales, contratos del
Estado sin licitación, los que reciben cajas CLAP, “bonos” de cualquier tipo,
votantes a los que hay que acarrear para votar, listas para “echar” gasolina o
diésel, y un sinfín más, de todo tipo de cosas, pues en esta materia la
imaginación de los capitostes del régimen es muy prolífica.
Como
no podía faltar, de nuestro lado de la acera, también tenemos “listas”,
empíricas, de opositores: la lista de los buenos, la de los regulares y la de
los malos. En la de los “buenos” están todos los que piensan exactamente igual
que él que elabora, o los que elaboran, las “listas”. A los “regulares” se los
señala, eventualmente humilla y presiona, para que rectifiquen, renieguen de
sus ideas y se pasen a la lista de los “buenos”; de no hacerlo y persistir en
sus defectos e imperfecciones, serán considerados como parte de los “malos”. En
la de los “malos”, por supuesto, están esos que hay que “derrotar”, exterminar
sin apelación, con los que no se dialoga, ni negocia, pues son hampones,
narcotraficantes y malvados.
Pero
las clasificaciones tienen un problema, sobre todo cuando se sobre simplifica
la realidad o cuando de pronto las conductas o lo que hace la gente no se
ajusta al concepto que se define como bueno, regular o malo. Y las “listas”, en
consecuencia, tienen también su dificultad; siendo la primera la de los nombres
que aparecen allí, que suelen ser −como todas ellas− imperfectas e incompletas
y en algunos casos, pocos en verdad, sin haber estado de acuerdo con que su
nombre apareciera allí, en esa “lista”; pero, obviamente, la dificultad más
importante son los que no aparecen en ninguna. ¿Qué pasa con los que no
aparecen? ¿Forman un grupo aparte? ¿Se les excluye del juego? ¿Se les rechaza?,
esos detalles no entran en la mentalidad de los clasificadores y los neo
lingüistas.
Y así
llegamos a otro punto medular. ¿Quién o quiénes deciden quiénes son los buenos,
quiénes los regulares y quiénes los malos? ¿Quiénes elaboran las “listas”?
¿Quiénes son los sacrosantos jueces, esos soberbios semidioses, savonarolas de
nuevo cuño, que definen qué es “bueno”, qué es “regular” y qué es “malo” y en
consecuencia: quiénes son los buenos, quiénes los regulares y quiénes los
malos? Lo dejo hasta aquí, pues abundar más sería caer en la tentación de dar
nombres, de hacer “listas”, que no es el caso.
Ismael
Pérez Vigil
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