Francisco Fernández-Carvajal 18 de septiembre de 2021
@hablarcondios
—
Mandar es servir.
— El
ejercicio de la autoridad y la obediencia en la Iglesia proceden de una misma
fuente: el amor a Cristo.
— La
autoridad en la Iglesia es un gran bien. Obedecer como lo hizo Cristo.
I.
La Primera lectura de la Misa1 nos
presenta una enseñanza acerca de los padecimientos de los hijos de Dios
injustamente perseguidos a causa de su honradez y santidad. Acechemos
al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en
cara nuestros pecados, nos reprende nuestra conducta errada; declara que conoce
a Dios y se da el nombre de hijo de Dios; es un reproche constante para nuestra
vida...; lo someteremos a la afrenta y a la tortura para comprobar su
paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se
ocupa de él. Estas palabras, escritas siglos antes de la llegada de Cristo,
las aplica hoy la liturgia al justo por excelencia, a Jesús, Hijo Unigénito de
Dios, condenado a una muerte ignominiosa después de padecer
todas las afrentas.
En el
Evangelio de la Misa2,
San Marcos nos relata que Jesús atravesaba Galilea con los suyos, y en el
camino los instruía acerca de su muerte y resurrección. Les decía con toda
claridad: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los
hombres, y lo matarán y, después de muerto, resucitará a los tres días.
Pero los discípulos, que se habían formado otra idea del futuro reino del
Mesías, no entendían sus palabras y temían preguntarle.
Sorprende
que, mientras el Maestro les comunicaba los padecimientos y la muerte que había
de sufrir, los discípulos discutían a sus espaldas sobre quién sería el
mayor. Por eso, al llegar a Cafarnaún, estando ya en casa,
Jesús les preguntó por la discusión que habían mantenido en el camino. Ellos,
quizá avergonzados, callaban. Entonces se sentó y, llamando a los Doce,
les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor
de todos. Y para hacer más gráfica la enseñanza tomó a un niño, lo puso en
medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que recibe a
uno de estos niños, a Mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a Mí, sino
al que me envió.
El
Señor quiere enseñar a los que han de ejercer la autoridad en la Iglesia, en la
familia, en la sociedad, que esa facultad es un servicio que se presta. Nos
habla a todos de humildad y abnegación para saber acoger en los más débiles a
Cristo mismo. «En este niño que Jesús abraza están representados todos los
niños del mundo, y también todos los hombres necesitados, desvalidos, pobres,
enfermos, en los cuales nada brillante y destacado hay que admirar»3.
II. El
Señor, en este pasaje del Evangelio, quiere enseñar principalmente a los Doce cómo
han de gobernar la Iglesia. Les indica que ejercer la autoridad es servir. La
palabra autoridad procede del vocablo latino auctor,
es decir, autor, promotor o fuente de algo4.
Sugiere la función del que vela por los intereses y el desarrollo de un grupo o
una sociedad. Gobierno y obediencia no son acciones contrapuestas: en la
Iglesia nacen del mismo amor a Cristo. Se manda por amor a Cristo y se obedece
por amor a Cristo.
La
autoridad es necesaria en toda sociedad, y en la Iglesia ha sido querida
directamente por el Señor. Cuando en una sociedad no se ejerce, o se manda
indebidamente, se hace un daño a sus miembros, que puede ser grave, sobre todo
si el fin de esa corporación o grupo social es esencial para los individuos que
la componen. «Se esconde una gran comodidad –y a veces una gran falta de
responsabilidad– en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de
corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros.
»Se
ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad
eterna –suya y de los otros– por sus omisiones, que son verdaderos pecados»5.
En la
Iglesia, la autoridad se ha de ejercer como lo hizo Cristo, que no vino a ser
servido, sino a servir: non veni ministrari sed ministrare6.
Su servicio a la humanidad va encaminado a la salvación, pues vino a dar
su vida en redención de muchos7,
de todos. Poco antes de estas palabras, y ante una situación semejante a la que
se lee en el Evangelio de la Misa de hoy, el Señor había manifestado a
los Doce: Sabéis que los jefes de las naciones las tratan despóticamente
y los grandes abusan de su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; antes
bien, quien quisiere entre vosotros llegar a ser grande, sea vuestro servidor;
y quien quisiere entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo8.
Los Apóstoles fueron entendiendo poco a poco estas enseñanzas del Maestro, y
las comprenderían en toda su plenitud después de la venida del Espíritu Santo
en Pentecostés. San Pedro escribirá años más tarde9 a
los presbíteros que debían apacentar el rebaño de Dios a ellos confiado, no
como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo. Y San Pablo
afirmará que, no estando sometido a nadie, se hace siervo de todos para
ganarlos a todos10.
Cuanto más «arriba» se esté en la jerarquía eclesiástica, más obligación hay de
servir. Una profunda conciencia de esta verdad se refleja en el título adoptado
desde antiguo por los Papas: Servus servorum Dei, el siervo de los
siervos de Dios11.
Los
buenos pastores en la Iglesia han de saber «armonizar perfectamente la entereza
que en el seno de la familia descubrimos en el padre con la amorosa intuición
de la madre, que trata a sus hijos desiguales de desigual manera»12.
Nosotros
hemos de pedir que no falten nunca buenos pastores en la Iglesia que sepan
servir a todos con abnegación y especialmente a los más necesitados de ayuda.
Nuestra oración diaria por el Romano Pontífice, por los obispos, por quienes de
alguna manera han sido constituidos en autoridad, por los sacerdotes y por
aquellos que el Señor ha querido que nos ayuden en el camino de la santidad,
subirá hasta el Señor y le será especialmente agradable.
III. Se
sirve al ejercer la autoridad, como sirvió Cristo; y se sirve obedeciendo, como
el Señor, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz13.
Y para obedecer hemos de entender que la autoridad es un bien, un bien muy
grande, sin el cual no sería posible la Iglesia, tal como Cristo la fundó.
Cualquier
comunidad que quiere subsistir tiende naturalmente a buscar alguien que la
dirija, sin lo cual pronto dejaría de existir. «La vida ordinaria ofrece un
sinfín de ejemplos de esta tendencia del espíritu comunitario a buscar la
autoridad: desde clubes, sindicatos laborales o asociaciones profesionales
(...). En una verdadera comunidad –cuyos componentes están unidos por fines e
ideales comunes–, la autoridad no es objeto de temor, sino de respeto y de
acatamiento, por parte de quienes están bajo ella. La conciencia individual, en
una persona normalmente constituida, no tiene propensión natural a desconfiar
de la autoridad o rebelarse contra ella; su disposición es más bien de
aceptarla, de recurrir a ella, de apoyarla»14.
En la Iglesia, el sentido sobrenatural –la vida de fe– nos hace ver en sus
mandatos y consejos al mismo Cristo, que sale a nuestro encuentro en esas
indicaciones.
Para
obedecer hemos de ser humildes, pues en cada uno de nosotros existe un
principio disgregador, fruto amargo del amor propio, herencia del pecado
original, que en ocasiones puede tratar de encontrar cualquier excusa para no
someter gustosamente la voluntad ante un mandato de quien Dios ha puesto para
conducirnos a Él. «Hoy, cuando el ambiente está lleno de desobediencia, de
murmuración, de trapisonda, de enredo, hemos de amar más que nunca la
obediencia, la sinceridad, la lealtad, la sencillez: y todo, con sentido
sobrenatural, que nos hará más humanos»15.
Para que la virtud de la obediencia tenga esas características, acudimos al
término de esta meditación al amparo de Nuestra Madre Santa María, que quiso
ser Ancilla Domini, la Sierva del Señor16.
Ella nos enseñará que servir –tanto al ejercer la autoridad
como al obedecer– es reinar17.
1 Sab 2,
17-20. —
2 Mc 9,
29-36. —
3 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mc 9, 36-37. –
4 Cfr. J.
Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispano,
Gredos. Madrid 1987, vol. I, voz Autor. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 577. —
6 Mt 20,
28. —
7 Ibídem.—
8 Mt 20,
24-27. —
9 Cfr. 1
Pdr 5, 1-3. —
10 Cfr. 1
Cor 9, 19 ss.; 2 Cor 4, 5, —
11 Cfr. C.
Burke, Autoridad y libertad en la Iglesia, Rialp, Madrid
1988, p. 179. —
12 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, 5ª ed.
Madrid 1979, p. 35. —
13 Flp 2,
8. —
14 C. Burke, o. c., pp.
183-184. —
15 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 530.—
16 Lc 1.
38. —
17 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 36,
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