Américo Martín 26 de septiembre de 2021
Varias
–muchas, diría- las oleadas y fenómenos políticos, ideológicos o de contextura
personalista, que han incidido en la América española en términos de mestizaje
cultural. La matriz es por sobre todo ibérica, para ceñirnos a esa relación
arábigo-española que tan profundamente determinó la cultura.
Lo
ocurrido fue un mestizaje profundo que debe más al latín vulgar sin menoscabo
de expresiones provenientes del latín culto, del rutilante de Cicerón y Julio
César. Tal idioma es reconocido como uno –si no el más– hermoso reinante en el
planeta. En fin, el tiempo terminará por definir sus perfiles de modo que todas
las calificaciones alcancen el rango que se les atribuye y podamos repetir con
el notable filólogo español Astrana Marín, que ciertamente si no es prudente
anticiparse a calificarlos en forma tan terminante Lenguas vivas y por tanto en
continuo desarrollo, no creo que se aleje de la verdad quien afirme al menos
que merece serlo.
La
continua confluencia lingüística de la que emanaron Cervantes y los grandes
autores del siglo de oro español, se encuentran, fluyen con naturalidad el
pluralismo político e ideológico, para colocarnos frente a un dilema
inevadible. ¿Son los partidos fenómenos ideológicos o políticos? ¿Aciertan
aquellos que reprochan a los partidos haber renunciado a su esencia ideológica
para caer en las garras del pragmatismo?
La
experiencia acumulada por milenios en el ejercicio universal de la política y
el desempeño de los partidos, en cuanto sus instrumentos principales, ha
demostrado fehacientemente que la Política es una ciencia y la aplicación de
sus postulados es un arte. Se trata de una ciencia-arte. Su fórmula no
introduce variante sustantiva alguna. El uso contemporáneo de la expresión
“ciencia de la Política” proviene de la natural propensión entre sociólogos,
politólogos e historiadores de precisar los conceptos.
Si en
realidad se tratara de perfeccionar conceptos y por ese camino, de aumentar la
eficacia del lenguaje, debemos aceptar que siendo muy importante la forma como
se apliquen las decisiones, hallazgos y recomendaciones del liderazgo, se
hablará de partidos “ideológicos”.
En
Latinoamérica fueron especialmente influyentes las revoluciones mexicanas a
partir de 1910 y la rusa soviética, con el triunfo de los bolcheviques,
encabezados por Lenin y Trotsky en noviembre de 1917. Ambos procesos sufrieron
períodos críticos y escisiones, con una diferencia fundamental, la ideología de
Marx venía cerrándose sobre sí misma al calor de grandes debates, esa
propensión se acentuó poderosamente con la derrota interna de Martov, Trotsky,
Zinoviev y Bujarin, cuyo inocultable brillo intelectual desbordaba el simplismo
teórico de Stalin quien, muerto Lenin y adueñado de la secretaria general y el
gobierno del Estado, dio rienda suelta a sus complejos salvajes desatando todos
los abusos y crímenes contra sus rivales.
Para
revestir su viciado régimen, optó por inflar los aportes de Lenin a la doctrina
de Marx, y unió el nombre del jefe bolchevique ruso y a partir de ese momento
no se habló de marxismo a secas sino de marxismo-leninismo, un compendio
implacablemente dirigido a aplastar con puño de hierro la más mínima
disidencia. La intolerancia fue absoluta y el pensamiento de Marx, que ya se
congelaba en dogmas muy cerrados, llegó al tope bajo el mando de Lenin y sobre
todo de Stalin, quien fue tenido, junto a Hitler, como los autores de los
peores crímenes de lesa humanidad.
Puesto
que el riesgo corrido por la más tenue discrepancia, llegó a ser el tormento
inaudito y la muerte, el dogma tomó caracteres trágicos. Retarlo o agrietarlo
requirió la solidaridad de un poder superior, que fuere posible activar con
rapidez y eficacia.
Las
aspiraciones máximas de las revoluciones rusa y mexicana no alcanzaron la cima
prometida o cuando menos insinuadas. La URSS fracasó en toda la línea. Si a las
primeras, los jóvenes americanos leían con devoción a los líderes
marxista-leninistas, memorizaban sus ideas y se dejaban arrastrar por sus
mineralizados postulados, con gran emoción pregonaban igualmente las hazañas de
Obregón, Zapata, Villa y Carranza y mantuvieron esos afectos cuando aquellos bravos
guerreros comenzaron a discurrir sobre la necesidad de construir un cauce
partidista a aquellas búsquedas. Obregón y Calles trabajaron en tal dirección,
pero cuando Obregón es asesinado apareció Lázaro Cárdenas, quien fue dominando
el escenario con su sólido prestigio y logros agrarios.
Mientras
la fuerza de los comunistas se valía de la aceptación sin más de los folletines
ideológicos, que se leían con pasión dogmática y cierto servilismo intelectual,
la de los revolucionarios aztecas en el sacrificio de los luchadores, de
postulados sociales y programas de gobierno, en los cuales la tierra era factor
por excelencia.
Rómulo
Betancourt y sus compañeros, siempre buscando fórmulas originales, resaltaron
el carácter semi feudal del país y elevaron el rol del campesinado, frente al
uniclasismo proletario de sus rivales e izaron el emblema de la reforma
agraria, que más adelante aplicaron desde el Poder.
Con el
objeto de conferirle a esa medida un sentido democrático y desvanecer cualquier
sospecha de residuos comunistas que pudiera guardar en el fondo de su corazón,
Betancourt invitó la celebración del primer acto de entrega gratuita de
tierras, al presidente Kennedy y a su brillante esposa Jacqueline, una pareja
olímpica, entonces de universal prestigio democrático. Fue un detalle que a sus
brillantes amigos Jóvito Villalba y Miguel Otero Silva, quizás se les hubiera
ido. A Rómulo, difícilmente.
¡Ah,
el arte de la Política!
Américo
Martín
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