Francisco Fernández-Carvajal 15 de enero de 2022
@hablarcondios
— El
milagro de Caná. La Virgen es llamada omnipotencia suplicante.
— La
conversión del agua en vino. Nuestras tareas también se pueden convertir en
gracia: hacerlas acabadamente.
—
Generosidad de Jesús. Siempre nos da más de lo que pedimos.
I. En
Caná tiene lugar una boda. Esta ciudad está a poca distancia de Nazaret, donde
vive la Virgen. Por amistad o relaciones familiares se encuentra Ella presente
en la pequeña fiesta. También Jesús ha sido invitado a la boda con sus primeros
discípulos.
Era costumbre que las mujeres amigas de la familia preparasen todo lo necesario. Comenzó la fiesta y, por falta de previsión o por una inesperada afluencia de invitados, faltó el vino. La Virgen, que presta su ayuda, se da cuenta de que el vino escasea. Allí está Jesús, su Hijo y su Dios; acaba de inaugurarse públicamente la predicación y el ministerio del Mesías. Ella lo sabe mejor que ninguna otra persona. Y tiene lugar este diálogo lleno de ternura y sencillez entre la Madre y el Hijo, que nos presenta el Evangelio de la Misa de hoy1: La Madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Pide sin pedir; expone una necesidad: no tienen vino. Nos enseña a rogar.
Jesús
le respondió: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi
hora.
Parece
como si Jesús fuera a negarle a María lo que le pide: no ha llegado mi
hora, le dice. Pero la Virgen, que conoce bien el corazón de su Hijo, actúa
como si hubiera accedido a su petición inmediatamente: haced lo que Él
os diga, dice a los sirvientes.
María
es la Madre atentísima a todas nuestras necesidades, como no lo ha estado ni lo
estará ninguna madre sobre la tierra. El milagro tendrá lugar porque la Virgen
ha intercedido; solo por esa petición.
«¿Por
qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios? Las oraciones de los
santos son oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de
Madre, de donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama
inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...). Nadie pide a la
Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en favor de los consternados
esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede menos de compadecer a los
desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de
intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera
(...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le
rogaran?»2. ¿Qué no hará cuando –¡tantas veces a lo largo del día!– le
decimos «ruega por nosotros»? ¿Qué no conseguiremos si nos empeñamos en acudir
a Ella una y otra vez?
Omnipotencia
suplicante. Así ha llamado la piedad cristiana a nuestra Madre Santa
María, porque su Hijo es Dios y nada puede negarle3.
Ella está siempre pendiente de nuestras necesidades espirituales y materiales;
desea, incluso más que nosotros mismos, que no cesemos de implorar su intervención
ante Dios en favor nuestro. Y nosotros, ¡tan necesitados y tan remisos en
pedir!, ¡tan desconfiados y tan poco pacientes cuando lo que pedimos parece que
tarda en llegar!
¿No
tendríamos que acudir con más frecuencia a Nuestra Señora? ¿No deberíamos poner
más confianza en la petición, sabiendo que Ella nos alcanzará lo que nos es más
necesario? Si consiguió de su Hijo el vino, que no era absolutamente necesario,
¿no va a remediar tantas necesidades urgentes como tenemos? «Quiero, Señor,
abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre –¡tu
Madre!– a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no
tienen!... Yo creo en Ti, espero en Ti, Te amo, Jesús: para mí, nada; para
ellos»4.
II. Dos
veces llama San Juan Madre de Jesús a la Virgen. La siguiente
ocasión será en el Calvario5.
Entre los dos acontecimientos –Caná y el Calvario– hay diversas analogías. Uno
está situado al comienzo y el otro al final de la vida pública de Jesús, como
para indicar que toda la obra del Señor está acompañada por la presencia de
María. Ambos episodios señalan la especial solicitud de Santa María hacia los
hombres; en Caná intercede cuando todavía no ha llegado la hora6;
en el Calvario ofrece al Padre la muerte redentora de su Hijo, y acepta la
misión que Jesús le confiere de ser Madre de todos los creyentes7.
«En
Caná de Galilea se muestra solo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente
pequeño y de poca importancia: “No tienen vino”. Pero esto tiene un valor
simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo
tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del
poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone
entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y
sufrimientos. Se pone “en medio” o sea, hace de mediadora no como una
persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal
puede –más bien “tiene el derecho de”– hacer presente al Hijo las necesidades
de los hombres»8.
Dijo
su Madre a los sirvientes: Haced lo que Él os diga. Y
los sirvientes obedecieron con prontitud y eficacia: llenaron seis
tinajas de piedra preparadas para las purificaciones, como les dijo el
Señor. San Juan indica que las llenaron hasta arriba.
Sacad
ahora, les dice el Señor, y llevádselo al mayordomo.
Y el vino es el mejor que cualquiera de los que han bebido los hombres.
Como
el agua, también nuestras vidas eran insípidas y sin sentido, hasta que Jesús
ha llegado a nosotros. Él transforma nuestro trabajo, nuestras alegrías y
nuestras penas; hasta la muerte es distinta junto a Cristo. El Señor solo
espera que realicemos nuestros deberes usque ad summum, hasta
arriba, acabadamente, para que Él realice el milagro. Si quienes trabajan en la
Universidad, y en los hospitales, y en las tareas del hogar, y en las finanzas,
y en las fábricas..., lo hicieran con perfección humana y con espíritu
cristiano, mañana nos levantaríamos en un mundo distinto. El Señor convierte en
vino riquísimo nuestras labores y trabajos, que de otra manera permanecen
sobrenaturalmente estériles. El mundo sería entonces una fiesta de bodas, un
lugar más habitable y digno del hombre, en el que la presencia de Jesús y de
María imprimen un gozo especial.
Llenad
de agua las tinajas, nos dice el Señor. No dejemos que la rutina,
la impaciencia, la pereza, dejen a medio realizar nuestros deberes diarios. Lo
nuestro es poca cosa; pero el Señor quiere disponer de ello. Pudo Jesús
realizar igualmente el milagro con las tinajas vacías, pero quiso que los
hombres cooperaran con su esfuerzo y con los medios a su alcance. Luego Él hizo
el prodigio, por petición de su Madre.
¡Qué
alegría la de aquellos servidores obedientes y eficaces cuando vieron el agua
transformada en vino! Son testigos silenciosos del milagro, como los discípulos
del Maestro, cuya fe en Jesús quedó confirmada. ¡Qué alegría la nuestra cuando,
por la misericordia divina, contemplemos en el Cielo todos nuestros quehaceres
convertidos en gloria!
III.
Jesús no nos niega nada; y de modo particular nos concede lo que solicitemos a
través de su Madre. Ella se encarga de enderezar nuestros ruegos si iban algo
torcidos, como hacen las madres. Siempre nos concede más, mucho más de lo que
pedimos, como ocurre en aquella boda de Caná de Galilea. Hubiera bastado un
vino normal, incluso peor del que se había ya servido, y muy probablemente
hubiera sido suficiente una cantidad mucho menor.
San
Juan tiene especial interés en subrayar que se trataba de seis tinajas
de piedra con capacidad de dos o tres metretas cada una, para poner de
manifiesto la abundancia del don, como hará igualmente cuando narre el milagro
de la multiplicación de los panes9,
pues una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia.
Los
comentaristas calculan que el Señor convirtió en vino una cantidad que oscila
entre 480 y 720 litros, según la capacidad de estas grandes vasijas judías10.
¡Y del mejor vino! Así también en nuestra vida. El Señor nos da más de lo que
merecemos y mejor.
También
concurren aquí dos imágenes fundamentales, con las que había sido descrito el
tiempo del Mesías: el banquete y los desposorios. Serás como corona
fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios, nos
dice el profeta Isaías en una imagen bellísima, recogida en la Primera
lectura de la Misa. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu
tierra «devastada»; a ti te llamarán «mi favorita», y a tu tierra «desposada»;
porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra tendrá marido. Como un joven se
casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra
el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo11.
Es la alegría y la intimidad que Dios desea tener con todos nosotros.
Aquellos
primeros discípulos, entre los que se encuentra San Juan, están asombrados. El
milagro sirvió para que dieran un paso adelante en su fe primeriza. Jesús los
confirmó en la fe, como hace con quienes le han seguido.
Haced
lo que Él os diga. Son las últimas palabras de Nuestra Señora en
el Evangelio. No podían haber sido mejores.
1 Cfr. Jn 2,
1-12. —
2 San
Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados, Sermón 48: De la
confianza en la Madre de Dios. —
3 Cfr. Juan
Pablo II, Homilía en el Santuario de Pompeya, 21-X-1979,
nn. 4-6. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 807. —
5 Cfr. Jn 19,
25. —
6 Cfr. Jn 2,
4. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
8 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 20. —
9 Jn 6,
12-13. —
10 Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Jn 2, 6. —
11 Is 62,
3-5.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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