Francisco Fernández-Carvajal 16 de enero de 2022
@hablarcondios
— La
Iglesia es santa y produce frutos de santidad.
—
Santidad de la Iglesia y miembros pecadores.
— Ser
buenos hijos de la Iglesia.
I. El
Antiguo Testamento, de mil formas diferentes, anuncia y prefigura todo lo que
tiene lugar en el Nuevo. Y este es plenitud y cumplimiento de aquel. Cristo
muestra el contraste entre el espíritu que Él trae y el del judaísmo de su
época. Este espíritu nuevo no será como una pieza añadida a lo viejo, sino un
principio pleno y definitivo que sustituye las realidades provisionales e
imperfectas de la antigua Revelación. La novedad del mensaje de Cristo, su
plenitud, como un vino nuevo, no cabe ya en los moldes de la Antigua Ley. Nadie
echa vino nuevo en odres viejos...1.
Quienes le escuchan entienden bien las imágenes que emplea el Señor para hablar del Reino de los Cielos. Nadie debe cometer el error de remendar un vestido viejo con un trozo de tela nueva, porque el paño nuevo encogerá al mojarse, desgarrando aún más el vestido viejo y pasado, con lo que se perderían los dos al mismo tiempo.
La
Iglesia es el vestido nuevo, sin roturas; es la vasija nueva preparada para
recibir el espíritu de Cristo, que llevará generosamente hasta los confines del
mundo, y mientras existan hombres sobre la tierra, el mensaje y la fuerza
salvífica de su Señor.
Con la
Ascensión se cierra una etapa de la Revelación, y comienza en Pentecostés el
tiempo de la Iglesia2,
Cuerpo Místico de Cristo, que continúa la acción santificadora de Jesús,
principalmente a través de los sacramentos, y nos consigue abundantes gracias
por su intercesión, a través también de los sacramentos y de los ritos externos
que Ella ha instituido: las bendiciones, el agua bendita...; su doctrina
ilumina nuestra inteligencia, nos da a conocer al Señor, nos permite tratarlo y
amarlo. Por eso, nuestra Madre la Iglesia jamás ha transigido con el error en
la doctrina de fe, con la verdad parcial o deformada; se ha mantenido siempre
vigilante para mantener la fe en toda su pureza, y la ha enseñado por el mundo
entero. Gracias a su indefectible fidelidad, por la asistencia del Espíritu
Santo, podemos nosotros conocer la doctrina que enseñó Jesucristo, y en su
mismo sentido, sin cambio ni variación alguna. Desde los días de Pentecostés
hasta hoy, se sigue escuchando la voz de Cristo.
Todo
árbol bueno produce buenos frutos3,
y la Iglesia da frutos de santidad4.
Desde los primeros cristianos, que se llamaron entre sí santos,
hasta nuestros días, han resplandecido los santos de toda edad, raza y
condición. La santidad no está de ordinario en cosas llamativas, no hace ruido,
es sobrenatural; pero trasciende enseguida, porque la caridad, que es la
esencia de la santidad, tiene manifestaciones externas: en el modo de vivir
todas las virtudes, en la forma de realizar el trabajo, en el afán
apostólico... «Mirad cómo se aman», decían de los primeros cristianos5;
y los habitantes de Jerusalén los contemplaban con admiración y respeto, porque
advertían los signos de la acción del Espíritu Santo en ellos6.
Hoy,
en este rato de oración y durante el día, podemos dar gracias al Señor por
tantos bienes como hemos recibido a través de nuestra Madre la Iglesia. Son
dones impagables. ¿Qué sería de nuestra vida sin esos medios de santificación
que son los sacramentos? ¿Cómo podríamos conocer la Palabra de Jesús –¡palabras
de vida eterna!– y sus enseñanzas si no hubieran sido guardadas con tanta
fidelidad?
II.
Desde el mismo momento de su fundación, el Señor ha tenido en su Iglesia
un pueblo santo, lleno de buenas obras7.
Puede afirmarse que en todos los tiempos «la Iglesia de Dios, sin dejar de
ofrecer nunca a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas
generaciones de santos y de santas para Cristo»8.
Santidad en su Cabeza, Cristo, y santidad en muchos de sus miembros también.
Santidad por la práctica ejemplar de las virtudes humanas y las sobrenaturales.
Santidad heroica es la de aquellos que «son de carne, pero no viven según la
carne. Habitan en la tierra, pero su patria es el Cielo... Aman a los otros y
los otros los persiguen. Se les calumnia y ellos bendicen. Se les injuria y
ellos honran a sus detractores... Su actitud (...) es una manifestación del
poder de Dios»9.
Son innumerables los fieles que han vivido su fe heroicamente: todos están en
el Cielo, aunque la Iglesia haya canonizado solo a unos pocos. Son también
incontables, aquí en la tierra, las madres de familia que, llenas de fe, sacan
adelante a su familia, con generosidad, sin pensar en ellas mismas;
trabajadores de todas las profesiones que santifican su trabajo; estudiantes
que realizan un apostolado eficaz y saben ir con alegría contra corriente; y
tantos enfermos que ofrecen sus vidas en el hogar o en un hospital por sus
hermanos en la fe, con gozo y paz...
Esta
santidad radiante de la Iglesia queda velada en ocasiones por las miserias
personales de los hombres que la componen. Aunque, por otra parte, esas mismas
deslealtades y flaquezas contribuyen a manifestar, por contraste, como las
sombras de un cuadro realzan la luz y los colores, la presencia santificadora
del Espíritu Santo, que la sostiene limpia en medio de tantas debilidades.
Nadie
echa vino nuevo en odres viejos: el licor divino de las
enseñanzas del Señor, de la vida que nos ha dispensado al traernos a su
Iglesia, se ha de contener en nuestra alma, un recipiente que debe ser digno,
pero que es defectible, que puede fallar. Con fe y con amor entendemos que la
Iglesia sea santa y que sus miembros tengan defectos, sean pecadores. En Ella
«están reunidos buenos y malos. Está formada por diversidad de hijos, porque a
todos engendra en la fe; pero de tal modo que no a todos, por culpa de ellos,
logra conducir a la libertad de la gracia mediante la renovación de sus vidas»10.
La misma Iglesia está constituida por hombres que alcanzaron ya su destino
eterno –los santos del Cielo–, por otros que purgan en espera del premio
definitivo, y también por los que aquí en la tierra han de luchar con sus
defectos y malas inclinaciones para ser fieles a Cristo. No es razonable –y va
contra la fe y contra la justicia– juzgar a la Iglesia por la conducta de
algunos miembros suyos que no saben corresponder a la llamada de Dios; es una
deformación grave e injusta, que olvida la entrega de Cristo, que amó a
su Iglesia y se sacrificó por ella, para santificarla, limpiándola en el
bautismo del agua, a fin de hacerla comparecer delante de Él llena de gloria,
sin arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada11.
No olvidemos a Santa María, a San José, a tantos mártires y santos; tengamos
siempre presente la santidad de la doctrina y del culto y de los sacramentos y
de la moral de la Iglesia; consideremos frecuentemente las virtudes cristianas
y las obras de misericordia, que adornan y adornarán siempre la vida de tantos
cristianos... Esto nos moverá a portarnos siempre como buenos hijos de la
Iglesia, a amarla más y más, a rezar por aquellos hermanos nuestros que más lo
necesitan.
III. La
Iglesia no deja de ser santa por las debilidades de sus hijos, que son siempre
estrictamente personales, aunque estas faltas tengan mucha influencia en el
resto de sus hermanos. Por eso, un buen hijo no tolera los insultos a su Madre,
ni que le achaquen defectos que no tiene, que la critiquen y maltraten.
Por
otra parte, incluso en aquellos tiempos en que el verdadero rostro ha estado
velado por la infidelidad de muchos que deberían haber sido fieles y cuando
solo aparecen vidas de muy escasa piedad, en esos momentos –quizá ocultas a la
mirada de las gentes– existen almas santas y heroicas. Aun en las épocas más
oscurecidas por el materialismo, la sensualidad y el deseo de bienestar, hay
hombres y mujeres fieles que en medio de sus quehaceres son la alegría de Dios
en el mundo.
La
Iglesia es Madre: su misión es la de «engendrar hijos, educarlos y regirlos,
guiando con materno cuidado la vida de los individuos y los pueblos»12.
Ella –santa y madre de todos nosotros13–
nos proporciona todos los medios para adquirir la santidad. Nadie puede llegar
a ser buen hijo de Dios si no vive con amor y piedad estos medios de
santificación, porque «no puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la
Iglesia como Madre»14.
De aquí que no se concibe un gran amor a Dios sin un gran amor a la Iglesia.
Como
el amor a Dios brota del amor que Él nos tiene –Él nos amó primero a
nosotros15–, el amor a la Iglesia ha de nacer del agradecimiento por los
medios que nos brinda para que alcancemos la santidad. Le debemos amor por el
sacerdocio, por los sacramentos todos –y de modo muy particular por la Sagrada
Eucaristía–, por la liturgia, por el tesoro de la fe que ha guardado fielmente
a lo largo de los siglos... La miramos nosotros con ojos de fe y de amor, y la
vemos santa, limpísima, sin arruga.
Si la
Iglesia, por voluntad de Jesucristo, es Madre –una buena madre–, tengamos
nosotros la actitud de unos buenos hijos. No permitamos que se la trate como si
fuera una sociedad humana, olvidando el misterio profundo que en Ella se
encierra; no queramos escuchar críticas contra sacerdotes, obispos... Y cuando
veamos errores y defectos de quienes quizá tenían que ser más ejemplares,
sepamos disculpar, resaltar otros aspectos positivos de esas personas, recemos
por ellos... y, en su caso, ayudémosles con la corrección fraterna, si nos es
posible. «Amor con amor se paga», un amor con obras, que sea notorio, por quienes
habitualmente nos conocen y tratan.
Terminamos
nuestra oración invocando a Santa María, Mater Ecclesiae, Madre de
la Iglesia, para que nos enseñe a amarla cada día más.
1 Mc 2, 22. —
2 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 4. —
3 Mt 7,
17. —
4 Cfr. Catecismo
Romano, I, 10, n. 15. —
5 Tertuliano, Apologético,
39, 7. —
6 Cfr. Hech 2,
33. —
7 Tit 2,
14. —
8 Pío XI,
Enc. Quas primas, 11-XII-1925, 4. —
9 Epístola
a Diogneto, 5, 6, 16; 7, 9. —
10 San
Gregorio Magno, Homilía 38, 7. —
11 Ef 5,
25-27. —
12 Juan XXIII,
Enc. Mater et magistra, Introd. —
13 Cfr. San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis, 18, 26. —
14 San
Cipriano, Sobre la unidad de la Iglesia Católica, 6.
—
15 1
Jn 4, 10.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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