Julio Castillo Sagarzazu 28 de abril de 2022
“Al
principio fue el verbo”. Así comienza el Génesis, el libro común del judaísmo y
el cristianismo sobre el origen de todas las cosas. Posteriormente, la teología
cristiana ha propuesto una entidad: “La Palabra” para referirse a los que dice
la biblia sobre un tópico determinado.
No les
falta razón. La aparición de la palabra, como producto de la evolución de la
laringe, sustituyó los aullidos, los sonidos guturales y las señas para la
comunicación de la especie humana. El hombre comenzó a nombrar las cosas y, en
cierta medida, a darles una existencia independiente. Nació así la expresión y
la comunicación consciente.
Posteriormente, aparece la palabra escrita, en Sumeria, al sur de Mesopotamia, y allí, comienza técnicamente la historia.
Tan importante es la palabra con la que se nombran las cosas que algunas escuelas filosóficas (los nominalistas por ejemplo), han llegado a plantear que “el nombre de la cosa es parte de la cosa”
Es
sobre esa importancia, sobre como nombramos las cosas, de lo que trata esta
nota. Sobre todo de como nombramos las cosas y como nos expresamos en el
“debate” (comillas ex profeso) que, sobre ciertos temas, solemos mantener en la
oposición venezolana. Un “debate” con una acritud y una agresividad que son, en
realidad, dignas de mejor causa.
Quizás
la primera característica que podemos señalar es la curiosa habilidad de hablar
más con adjetivos que con sustantivos. Los adjetivos “descalificativos”, son,
en efecto, los más comunes en nuestros escarceos verbales. Cuando esto ocurre,
la conversación pierde “sustantividad”, se va por las ramas; no debatimos
ideas, sino que descalificamos a quien no comparte las nuestras.
Lo
sustantivo es lo importante y lo adjetivo es lo accesorio. En el derecho
llamamos derecho sustantivo al que establece las normas y al adjetivo al que
nos dice cómo aplicarlas. Lo segundo depende de lo primero y no a la inversa.
Así deberían ser las discusiones y el debate tanto al interior de las
organizaciones opositoras, como entre ellas y entre los opinadores que pueblan
las redes sociales y los medios de comunicación.
Lo más
dramático (algo que si no fuera trágico, seria cómico) es que a veces estamos
de acuerdo y no nos enteramos por la manera como discutimos. Como aquel
personaje de Moliere, hablamos en prosa sin saberlo. Esta semana, por ejemplo,
con motivo del infausto tema de las cartas, he leído una ingeniosa reflexión
del amigo Arístides Hospedales. Arístides ha dicho que después de leer las
“aclaratorias” y las glosas de las cartas, hemos terminado descubriendo que
estamos de acuerdo y que el levantamiento de las sanciones los ven ambos grupos
de “abajo firmantes” como un tema a ser planteado en la mesa de negociación y
que no se busca con ello derrocar a Maduro.
Por
supuesto que el propósito de escribir esta nota no es la de dar buenos consejos
para que seamos todos mejores. Normalmente esas iniciativas son idealismos
superfluos que tienen la pelea perdida de antemano. Una pelea tan inútil como
la del hombre contra las cucarachas: Nunca la ganaremos.
El
verdadero objetivo es que volvamos a ganar centralidad y que volvamos a poner
en el debate los verdaderos problemas apremiantes y
que nos dotemos de una agenda común que nos saque de la ociosidad y el
inmovilismo. Ociosidad que, como decían nuestros abuelos, es la madre de todos
los vicios.
Ganar
centralidad no quiere decir que olvidaremos nuestras diferencias. Tenemos
muchas y muy importantes, pero si significa que nos pongamos de acuerdo en como
dirimirlas. Tampoco aquí cabrían las buenas intenciones. Estamos obligados a
recurrir, como hacen las sociedades civilizadas, al método de buscar un juez
que diga quién tiene razón, cuando se enfrentan intereses contrapuestos o, por
lo menos, disimiles.
Aquí
es donde vuelve a tomar pertinencia la propuesta de avanzar en un proceso de
relegitimación social, popular, integral (como queramos llamarlo) de la
dirección política de la oposición.
Las
primarias o las consultas se han señalado como mecanismo para hacer frente a un
eventual desafío electoral, pero es que antes de eso, es necesario encontrar
una manera de tener una dirección política de las fuerzas democráticas. Ya
sabemos que no es fácil escoger un método que satisfaga a todos, pero en ese
tema deberíamos estar centrados en este momento.
Sabemos
también que hay opiniones diversas sobre quién es y quien no es oposición. Cada
quien, y nos incluimos, tiene una opinión sobre esto. Pero está visto que no
podremos dirimir esto en un diálogo de sordos o de profesionales del
tirapiedrismo.
¿Qué tal si nos decidimos en dar el paso audaz de organizar un proceso que
culmine en la legitimacion de una dirección política por parte de los
venezolanos? ¿Qué tal, si como dimos un ejemplo al mundo el 2015 con la
estupenda victoria parlamentaria y con las movilizaciones multitudinarias de
años recientes, damos también el ejemplo de que conseguimos un camino para
escoger a esa dirección política?
La situación geopolítica mundial ha cambiado con la invasión de Putin a
Ucrania. Las viejas divisiones “ideológicas” son un periódico de ayer. El mundo
se enfrentara ahora al dilema democracia o tiranía. En este nuevo ecosistema,
tenemos una oportunidad de ensayar un camino diferente que nos permita avanzar.
Si franqueamos ese paso, con éxito podremos abordar, en mejor posición, los
desafíos que están por venir.
Una dirección política legitimada, sería un paso de gigante y pondría
sindéresis en este torneo de diatribas estériles y de dibujo libre en el que se
solazan los responsables de la pesadilla que vivimos.
Ojala intentáramos algo en ese terreno.
Julio
Castillo Sagarzazu
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