Francisco Fernández-Carvajal 1 de junio de 2022
@hablarcondios
— Amar
la voluntad de Dios. Dios tiene los mejores proyectos posibles para cada
hombre. Serenidad ante las contradicciones.
— Abandono
en Dios y responsabilidad.
— Omnia
in bonum. Para quienes aman a Dios, todo ocurre para su bien.
I. Todo, aun lo más pequeño del universo, existe porque Dios lo sostiene en su ser. Él es quien cubre el cielo de nubes, el que prepara la lluvia para la tierra. Quien hace brotar hierbas de los montes para pasto de los que sirven al hombre; quien da el alimento al ganado y a los polluelos del cuervo que claman1. La creación entera es obra de Dios, que además cuida amorosamente de todas las criaturas, empezando por mantenerlas constantemente en la existencia. «Este “mantener” es, en cierto sentido, un continuo crear (conservatio est continua creatio)»2. Este cuidado y providencia se extiende muy particularmente al hombre, objeto de su predilección.
Jesucristo
nos da a conocer constantemente que Dios es nuestro Padre, que quiere lo mejor
para sus hijos. Lo que podríamos imaginar, para nosotros mismos y para aquellos
a quienes más queremos, se queda muy lejos de los planes divinos. Él sabe muy
bien lo que necesitamos, y su mirada alcanza esta vida y la eternidad; la
nuestra es corta y muy deficiente. Es lógico que la felicidad, y la santidad,
consistan esencialmente en conocer, amar y realizar la voluntad de Dios, que se
nos manifiesta de formas diversas, pero con la suficiente claridad, a lo largo
de la vida. En el Evangelio de la Misa, el Señor nos hace una recomendación
para que se llenen de paz nuestros días: no andéis agobiados por la
vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando qué os vais a vestir.
¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo
las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro
Padre celestial las alimenta3.
Es una invitación a vivir con alegre esperanza el quehacer diario. Es lógico
que encontremos sufrimientos, preocupaciones, trabajos, pero debemos llevarlos
como hijos de Dios, sin agobios inútiles, sin la sobrecarga de la rebeldía o de
la tristeza, porque sabemos que el Señor permite esos sucesos, esta enfermedad,
aquello que parece un desastre, para purificarnos, para convertirnos en
corredentores. Los padecimientos, la contradicción, deben servirnos para
purificarnos, para crecer en las virtudes y para amar más a Dios. «¿No has oído
de labios del Maestro la parábola de la vid y los sarmientos? —Consuélate: te
exige, porque eres sarmiento que da fruto... Y te poda, “ut fructum plus
afferas” —para que des más fruto.
»¡Claro!:
duele ese cortar, ese arrancar. Pero, luego, ¡qué lozanía en los frutos, qué
madurez en las obras!»4.
No nos desconcertemos con los planes divinos; Él sabe bien lo que hace o
permite.
Examinemos
hoy si llevamos con paz la contradicción y el dolor y el fracaso; si nos
quejamos, o si dejamos paso, aunque sea por poco tiempo, a la tristeza o a la
rebeldía. Veamos junto al Señor si los quebrantos –físicos o morales– nos
acercan verdaderamente a nuestro Padre Dios, si nos hacen más humildes. No
andéis agobiados por la vida..., nos dice hoy de nuevo el Señor en este
rato de oración.
II. Con
frecuencia los hombres no sabemos lo que es bueno para nosotros; «y lo que hace
aún peor la confusión es que creemos saberlo. Nosotros tenemos nuestros propios
planes para nuestra felicidad, y demasiado a menudo miramos a Dios simplemente
como alguien que nos ayudará a realizarlos. El verdadero estado de las cosas es
completamente al contrario. Dios tiene Sus planes para nuestra felicidad, y
está esperando que Le ayudemos a realizarlos. Y quede bien claro que nosotros
no podemos mejorar los planes de Dios»5.
Tener la certeza práctica de estas verdades, vivirlas en el acontecer diario,
lleva a un abandono sereno, incluso ante la dureza de aquello que no
comprendemos y que nos causa dolor y preocupación. Nada se derrumba si estamos
amparados en el sentido de nuestra filiación divina: pues si a una
hierba que hoy está en el campo, y mañana se echa al fuego en el horno, Dios
así la viste, ¿cuánto más a vosotros...?6.
A
veces nos ocurre –dice Santo Tomás– lo que al profano en medicina que ve al médico
recetar a un enfermo agua y a otro vino, según le sugiere su ciencia: al no
saber medicina, piensa que el médico receta estos remedios al azar. «Así pasa
con respecto a Dios. Él, con conocimiento de causa y según su providencia,
dispone las cosas que necesitan los hombres: aflige a unos que quizá son
buenos, y deja vivir en prosperidad a otros que son malos»7.
Nunca podemos olvidar que Dios nos quiere felices aquí, pero nos quiere aún más
felices con Él para siempre en el Cielo.
La
santidad consiste en el cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios, que se
manifiesta en los deberes de cada día, en las propias circunstancias, contando
con los incidentes de toda vida normal y abandonándonos en Dios con total
confianza. Pero este abandono ha de ser activo y responsable, poniendo los
medios que cada situación requiera: acudir al médico cuando estamos enfermos,
hacer todas las gestiones necesarias para conseguir ese empleo que tanto
necesitamos y por el que hemos rezado a Dios, trabajar esforzadamente para
salir adelante, estudiar las horas necesarias y con hondura para aprobar esa
asignatura difícil... El abandono en Dios ha de ir íntimamente unido a la
responsabilidad, que lleva a poner los oportunos remedios humanos, pues en
muchas ocasiones lo que se disfraza con excusas («mala suerte», ambiente
adverso, etc.) es mediocridad oculta, pereza, imprudencia por no haber previsto
todas las posibilidades y no haber puesto los medios precisos que la situación
requería. Un trabajo hecho a conciencia, con orden, acabado, santificado, lo
mismo que el apostolado constante y sacrificado, da sus frutos con el tiempo. Y
si esos frutos tardan en llegar es señal de que Dios los dará por caminos
insospechados para nosotros y que quiere que nos santifiquemos en esas
circunstancias.
III. El
sentido de la filiación divina nos ayuda a descubrir que todos los
acontecimientos de nuestra vida son dirigidos, o permitidos para nuestro bien,
por la amabilísima Voluntad de Dios. Él, que es nuestro Padre, nos concede lo
que más nos conviene y espera que sepamos ver su amor paternal tanto en los
acontecimientos favorables como en los adversos8.
Dice
San Pablo que todas las cosas cooperan para el bien de quienes aman a
Dios9. El que ama a Dios con obras sabe que, pase lo que pase, todo
será para bien, si no deja de amar. Y, precisamente porque ama, pone
los medios para que el resultado sea bueno, para que el trabajo
acabado y hecho con rectitud de intención dé frutos de santidad y de
apostolado. Y, una vez que ha puesto los medios a su alcance, se abandona en
Dios y descansa en su providencia amorosa. «Fíjate bien –escribe San Bernardo–
que no dice que las cosas sirvan para el capricho, sino que cooperan al bien.
No al capricho, sino a la utilidad; no al placer, sino a la salvación; no a
nuestro deseo, sino a nuestro provecho. En este sentido, cooperan siempre las
cosas a nuestro bien, aun incluyendo la misma muerte, aun el mismo pecado
(...). ¿Acaso no cooperan los pecados al bien de aquel que con ellos se vuelve
más humilde, más fervoroso, más solícito, más precavido, más prudente?»10.
Después de poner los medios a nuestro alcance, o ante acontecimientos en los
que nada podemos hacer, diremos en la intimidad de nuestro corazón: Omnia
in bonum, todo es para bien.
Con
esta convicción, fruto de la filiación divina, viviremos llenos de optimismo y
de esperanza y superaremos así muchas dificultades: «Parece que el mundo se te
viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez,
superar las dificultades.
»Pero,
¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente
sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te
conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.
»Omnia
in bonum!; Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima
Voluntad!»11.
Omnia
in bonum! ¡Todo es para bien! Todo lo podemos convertir en algo
agradable a Dios, y en bien del alma. Esta expresión de San Pablo puede
servirnos para repetirla a modo de jaculatoria, como una pequeña oración, que
nos dará paz en momentos difíciles.
La
Santísima Virgen, Nuestra Madre, nos enseñará a vivir confiadamente en las
manos de Dios, si a Ella acudimos frecuentemente cada día. En el Corazón
Dulcísimo de María –cuya fiesta celebramos en este mes de junio– encontramos
siempre paz, consuelo y alegría.
1 Sal 147,
8-9. —
2 Juan
Pablo II, Audiencia general 29-I-1986. —
3 Mt 6,
25-26. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 701. —
5 E.
Boylan, El amor supremo. vol. II, p. 46. —
6 Mt 6,
30. —
7 Santo
Tomás, Sobre el Credo, 1, en Escritos de Catequesis,
Rialp, Madrid 1975, p. 35. —
8 Cfr. Sagrada
Biblia, Carta a los Romanos, EUNSA, Pamplona 1986, nota a Rom 8,
28. —
9 Rom 8,
28. —
10 San
Bernardo, Sobre la falacia y brevedad de la vida, 6.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IX, n. 4.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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