La inmensa mayoría de los prisioneros políticos que purgaba en las cárceles de la dictadura delitos que nunca cometieron, inventados en leyes represivas dictadas exprofeso, han sido liberados, puestos en un avión chárter, y enviados de madrugada al destierro, de la misma manera arbitraria en que fueron capturados y sometidos a procesos que nunca tuvieron ningún valor jurídico, y mantenidos en condiciones inicuas en celdas de aislamiento, unos pocos de ellos confinados en sus casas.
Acabo de ver el video donde un magistrado togado, presidente del Tribunal de Apelaciones de Managua, lee con voz cavernaria, en una sala desierta de público en el Complejo Judicial, la sentencia donde se cambia a los prisioneros las largas penas a que habían sido sentenciados por la pena de destierro, y se les despoja, además, a perpetuidad, de todos sus derechos políticos y ciudadanos por traición a la patria, otra arbitrariedad sin asidero alguno.
Poco después, la Asamblea Nacional, reunida de emergencia, ha aprobado por obediente unanimidad un decreto para despojar de la nacionalidad nicaragüense a los traidores a la patria, es decir, a los desterrados en vuelo, en contra de la Constitución. Más arbitrariedad todavía. Y olvidan que las leyes no son retroactivas por principio universal, aunque se tratara de una ley constitucional, pero en Nicaragua han dejado de valer los principios universales.
Les quitan la nacionalidad para buscar como contentar los oídos de los furibundos fanáticos, militantes a ciegas, paramilitares comprometidos con sangre en la represión, que deben hallarse confundidos, acostumbrados como están al rabioso discurso, martillado cada día, de que esos traidores a la patria, terroristas responsables de un frustrado golpe de estado en 2018, no verían jamás la luz del sol. Ese ha sido el discurso oficial. Traidores, terroristas, basura, vendepatrias. Y la vieron. Vieron la libertad. Como la verá un día el país entero.
Todos los presos políticos bajo la dictadura, los que subieron al avión que los llevó al destierro, igual que los 38 que se quedaron, son nicaragüenses ejemplares, que resistieron con dignidad por largos meses el aislamiento en celdas de castigo, e hicieron de la cárcel su trinchera de lucha, la cárcel donde nunca debieron haber estado. Dirigentes políticos, sindicales y campesinos, abanderados de los derechos humanos, directivos empresariales, líderes estudiantiles, juristas, académicos, sacerdotes católicos.
Y hasta un obispo, cabeza de las diócesis de Matagalpa y Estelí, monseñor Rolando José Álvarez, una voz de verdad profética, quien se negó a ser expatriado, y prefirió la cárcel: “que sean libres, yo pago la condena de ellos”, ha dicho.
Todos ellos, reos de un delito sacado de la manga leguleya, “menoscabo a la soberanía nacional”; la soberanía apropiada por una pareja, una familia en el poder, un viejo partido revolucionario convertido en remedo de un sueño hace tanto tiempo fracasado.
Nunca fueron doblegados. Nunca bajaron la cabeza frente a los jueces mequetrefes en las audiencias orwellianas. Vistieron los uniformes de prisioneros sin detrimento de su dignidad, y dieron un ejemplo de decoro a un país acallado a la fuerza, que mientras tanto veía salir a miles por puntos ciegos a través de sus fronteras, huyendo de la represión, del silencio, del miedo. Un país que todavía no despierta de su larga pesadilla, tras una dictadura otra, aún más feroz, pero que al despegar el avión que se lleva a los prisioneros desterrados, lo celebra en lo íntimo, como una pequeña alegría, aun sabiéndose lejos aún de la meta final de la libertad y de la democracia.
Siempre estuvo claro que esos prisioneros políticos eran rehenes. La dictadura, frente a su creciente aislamiento político internacional, quería guardarse esta carta de negociación, la única posible a mano, los presos a cambio de algo: las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, Suiza, Inglaterra, tanto a entidades de gobierno como empresas públicas y empresas privadas afines al régimen, así como a policías, funcionarios y miembros de la familia dictatorial. ¿Han conseguido algo de eso? Aun no se sabe qué obtuvieron a cambio. El vuelo especial en que viajaron tuvo como destino el aeropuerto Dulles de Washington, pero el departamento de estado se ha apresurado en aclarar, en una comunicación destinada a los congresistas, que se ha tratado de una decisión unilateral de Ortega, “su propia decisión”, y lo instan a dar otros pasos para el restablecimiento de la democracia y la libertad en Nicaragua, sin reconocer ninguna transacción.
Ortega, en su comparecencia pública después que los prisioneros desterrados habían llegado a Washington, dijo también que se trató de una decisión unilateral de su gobierno, y que no medió ninguna negociación. Sólo pidió el embajador de Estados Unidos que se los llevaran, y punto.
Muy extraño, y paradójico. En el pasado reciente desairó al presidente Andrés Manuel López Obrador de México y al presidente Alberto Fernández de Argentina, igual que desairó al presidente Gustavo Petro de Colombia, cuando le pidieron lo mismo, sacar de las cárceles a los presos; y lo hizo de malas maneras, acusándolos de injerencia, a pesar de las identificaciones ideológicas que alega guardar con ellos. Y ahora concede lo que les negó, al implacable enemigo imperialista. ¿Cómo puede entenderse?
De cualquier manera, la dictadura se ha quedado con las manos vacías. Su mejor estrategia habría sido negociar a los rehenes por lotes, y no soltarlos de una vez, para conservar cartas en la mano. Mala señal, en lo que les concierne. Y liberarlos no es una muestra de fortaleza, sino de debilidad. Lo demuestra al declararlos apátridas, una venganza final, ya lejos del alcance de sus garras, como si sus decretos, y las sentencias y leyes de sus comparsas, jueces y diputados, tuviera valor a perpetuidad, y Nicaragua fuera a continuar bajo su férula para siempre.
Esos desterrados son más nicaragüenses que nunca.
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Sergio Ramírez formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que se creó tras el triunfo de la Revolución Sandinista el 19 de julio de 1979 formada por cinco miembros, tres del Frente Sandinista de Liberación Nacional (Daniel Ortega Saavedra, que hacía las funciones de coordinador de la Junta, Sergio Ramírez y Moisés Hassan) y dos empresarios Alfonso Robelo Callejas y Violeta Barrios de Chamorro.
En el gobierno constituido el 10 de enero de 1985, surgido de elecciones del 4 de noviembre de 1984, ejerció como vicepresidente bajo el mandato de Daniel Ortega hasta el 25 de abril de 1990, día en el que se constituyó el gobierno surgido de las elecciones del 25 de febrero de 1990 que ganó la Unión Nacional Opositora (UNO) liderado por Violeta Barrios de Chamorro.
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