Francisco Fernández-Carvajal 31 de octubre de 2024
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—
Actuación clara de Jesús.
— Los
respetos humanos no son propios de un cristiano de fe firme.
— El
ejemplo de los primeros cristianos.
I. Era
costumbre entre los judíos convidar a comer a quien había disertado aquel día
en la sinagoga. Un sábado fue invitado Jesús a casa de uno de los principales
fariseos de la ciudad1.
Y le estaban espiando, le acechaban a ver en qué podían sorprenderlo. A pesar
de esta situación tan poco grata, el Señor –comenta San Cirilo– «aceptaba sus
convites para ser útil con sus palabras y milagros a los que asistían a ellos»2.
El Maestro no desaprovecha ninguna ocasión para redimir a las almas, y los
banquetes eran una buena oportunidad para hablar del Reino de los Cielos.
En este día, cuando ya estaban sentados a la mesa, se puso delante de Él un hombre hidrópico; este hombre aprovecha probablemente una costumbre que permitía entrar a todos en la casa donde se daba un agasajo. El enfermo no dice nada, no pide nada, simplemente está delante del Médico divino. «Esta bien podría ser nuestra postura, nuestra actitud interior: ponernos así ante Jesús. Ponernos así, con nuestra hidropesía, con nuestra miseria personal, con nuestros pecados... Ante Dios, ante la mirada compasiva de Dios. Podemos tener la absoluta seguridad de que Él nos tomará de la mano y nos curará»3.
Jesús,
al ver al enfermo ante Él, se llena de misericordia, y le cura, a pesar de los
que estaban al acecho para ver si sanaba en sábado. Actúa con claridad y no se
deja llevar por respetos humanos, por lo que murmuraron aquellos que se
consideraban a sí mismos como maestros e intérpretes de la Ley. Después, el
Señor les hace ver que la misericordia no quebranta el sábado, y les pone un
ejemplo lleno de sentido común: ¿quién de vosotros, si se le cae al
pozo un burro o un buey, no lo saca enseguida en día de sábado? Y no pudieron
responderle a esto, porque todos se darían buena prisa en salvarlo.
Nuestra
actitud al vivir la fe cristiana en un ambiente en el que existan recelos,
falsos escándalos o simples incomprensiones por ignorancia, sin mala fe, ha de
ser la misma de Jesús. Nunca debemos ser oportunistas; nuestra actitud debe ser
clara, consecuente con la fe que profesamos. Muchas veces esa actuación
decidida, sin tapujos ni miedos, será de una gran eficacia apostólica. Por el
contrario, «asusta el daño que podemos producir, si nos dejamos arrastrar por
el miedo o la vergüenza de mostrarnos como cristianos en la vida ordinaria»4.
No dejemos de manifestarnos cristianos, con sencillez y naturalidad, cuando la
situación lo requiera. Nunca nos arrepentiremos de ese comportamiento
consecuente con nuestro ser más íntimo. Y el Señor se llenará de gozo al
mirarnos.
II. Toda
la vida de Jesús está llena de unidad y de firmeza. Jamás se le ve vacilar. «Ya
su modo de hablar, las repetidas expresiones: Yo he venido, Yo no he
venido, traducen perfectamente ese sí y ese no,
consciente e inquebrantable, y esa sumisión absoluta a la voluntad del Padre,
que constituye la ley de su vida (...). Jamás en todo su ministerio, ya sea en
sus palabras o en su modo de obrar, se le ve vacilar, permanecer indeciso, y
menos volverse atrás»5.
Él pide a quienes le seguimos esa voluntad firme en cualquier situación. El
dejarse llevar por el respeto humano es propio de personas con una formación
superficial, sin criterios claros, sin convicciones profundas, o débiles de
carácter. Los respetos humanos son consecuencia de valorar más la opinión de
los demás que el juicio de Dios, sin tener en cuenta las palabras de Jesús: si
alguien se avergüenza de Mí y de mis palabras..., el Hijo del Hombre también se
avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus
santos ángeles6.
Los
respetos humanos pueden venir respaldados por la comodidad de no querer
llevarse un mal rato, pues es más fácil seguir la corriente; o por el miedo a
poner en peligro un cargo público, por ejemplo; o por el deseo de no
distinguirse de los demás, de permanecer en el anonimato. Quien sigue al Señor
no debe olvidar que ha de ser como los demás buenos cristianos y que está
íntimamente comprometido con Cristo y con su doctrina. «Brille el ejemplo de
nuestra vida y no hagamos ningún caso de las críticas», aconsejaba San Juan
Crisóstomo. «No es posible –añadía– que quien de verdad se empeñe por ser
santo, deje de tener muchos que no le quieran. Pero eso no importa, pues hasta
con tal motivo aumenta la corona de su gloria. Por eso, a una sola cosa hemos de
atender: a ordenar con perfección nuestra propia conducta. Si hacemos esto,
conduciremos a una vida cristiana a los que andan en tinieblas»7,
y seremos el apoyo firme para muchos que vacilan. Una vida coherente con las
propias convicciones atrae profundamente a muchos y merece el respeto de todos.
Muchas veces es el camino del que Dios se vale para atraer a otros a la fe. El
buen ejemplo siempre deja una buena semilla sembrada que, más o menos pronto,
dará su fruto. «Y esto de hacer uno –advierte Santa Teresa– lo que ve
resplandecer de virtud en otro pégase mucho. Este es un buen aviso; no se os
olvide»8.
Es
cierto que cualquier persona tiende a rehuir las actuaciones que le acarrearían
cierto desprecio o burla de amigos, compañeros de trabajo, colegas..., o
sencillamente la incomodidad de ir contra corriente. Pero también es bien
cierto que el amor a Cristo, ¡a quien tanto debemos!, nos ayuda a superar esa
tendencia, para recuperar la «libertad de los hijos de Dios» que nos lleva a
movernos con soltura y sencillez, como buenos cristianos, en los ambientes más
adversos.
III. Los
cristianos de la primera hora actuaron con esa valentía propia de quien tiene
fundamentada su vida en un cimiento firme. José de Arimatea y Nicodemo, que
habían sido discípulos menos conocidos de Jesús a la hora de los milagros, no
tuvieron reparo en presentarse ante el Procurador romano y hacerse cargo del
Cuerpo muerto del Señor: «son valientes declarando ante la autoridad su amor a
Cristo –“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía»9.
De modo semejante se comportaron los Apóstoles ante la coacción del Sanedrín y
ante las persecuciones posteriores, bien convencidos de que la doctrina
de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se
salvan, para nosotros, es fuerza de Dios10.
No olvidemos que para muchos será una necedad el mantener firmes los vínculos
de la fidelidad matrimonial, el no participar en negocios rentables poco
honestos, la generosidad en el número de hijos, que llevará a algunas
privaciones económicas, el ayuno, la abstinencia, la mortificación corporal
(¡que tanto ayuda al alma a entenderse con Dios!)... San Pablo afirma que nunca
se avergonzó del Evangelio11,
y así se la aconseja vivamente a Timoteo: porque Dios no nos dio un
espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. Así, pues,
no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al
contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el evangelio con fortaleza de
Dios12.
El
Señor, cuando se encuentra con aquel hombre enfermo en casa del fariseo que le
ha invitado, no deja de curarlo, a pesar de que era sábado y de las críticas
que resultarían del milagro, En medio de aquel ambiente hostil, lo cómodo
hubiera sido esperar otra situación, otro día de la semana. Nos enseña hoy a
nosotros a llevar a cabo lo que debamos hacer, con independencia del «qué
dirán», de los comentarios adversos que quizá provoquen nuestras palabras o
nuestra actuación. Una cosa debe importarnos ante todo: el juicio de Dios en aquella
situación. La opinión de los demás, muy en segundo lugar. Si alguna vez debemos
callar u omitir una obra ha de ser porque así lo dicta la verdadera prudencia,
y no la cobardía y el miedo a sufrir una contrariedad. ¿Qué menos podemos
padecer por Quien sufrió por nosotros la muerte, y muerte de Cruz?
¡Qué
bien tan grande haremos a los demás si nuestra vida es coherente con nuestros
principios cristianos! ¡Qué alegría la del Señor cuando nos vea como verdaderos
discípulos suyos, que no se esconden ni se avergüenzan de serlo! Pidamos a
Nuestra Señora la firmeza que Ella tuvo al pie de la Cruz, junto a su Hijo,
cuando las circunstancias eran tan hostiles y dolorosas.
1 Lc 14,
1-6. —
2 San
Cirilo de Alejandría, en Catena Aurea, vol. VI, p. 160, —
3 I.
Domínguez, El tercer Evangelio, Rialp, Madrid 1989, p. 205.
—
4 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 36. —
5 K.
Adam, Jesucristo, Herder, Barcelona 1970, pp, 94-95.
—
6 Mc 8,
38. —
7 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 15, 9. —
8 Santa
Teresa, Camino de perfección, 7, 8. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 841. —
10 1
Cor 1, 18-19. —
11 Cfr. Rom 1,
16. —
12 2
Tim 1, 7-8.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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