Trino Márquez Jue Abr 04, 2013
@trinomarquezc
Nicolás Maduro desarrolla su campaña
como si se tratase de que los venezolanos fuésemos a elegir el 14 de abril al
sucesor del fundador de una secta religiosa, fallecido. Invoca a Hugo Chávez de
forma ritual. Se declara su hijo, su elegido, su encarnación. Sugiere que fue
tocado por el dedo divino del santo protector. Oye mensajes de ultratumba.
Habla con pajaritos en sus sueños extraviados. El chavismo se transformó en un
grupo confesional, similar a los milenaristas de la Edad Media, necesitado de
un pastor que continúe la obra evangelizadora de su creador. Maduro no se
postula para ser el Presidente de una República secular, sino el monaguillo de
una religión civil. Perdió el sentido de lo que significa ser el Jefe de Estado
de una nación laica.
Lo más parecido que conozco en la historia reciente a semejante aberración es el proceso de Corea del Norte, donde Kim Il Sung inventó el Pensamiento Juche (una supuesta adaptación del marxismo a las condiciones particulares de ese país) y, con ella, fundó una dinastía cuyos sucesores han sido Kim Jon-Il y Kim Jon-Un, su hijo y nieto, respectivamente. A la muerte de Sung, este fue nombrado Presidente Eterno por el Partido Comunista. A sus sucesores solo les corresponde ejecutar las directrices inmutables y perennes establecidas por el jefe supremo. No hay margen para la innovación, la creatividad, la diferencia. En el poder su reproducen los clones del patriarca.
En las declaraciones de Maduro se mezclan el halo religioso con la herencia monárquica en proporciones equivalentes. Hay que elegirlo Presidente, no porque muestre cualidades especiales para dirigir una nación compleja y moderna como Venezuela, sino porque fue escogido por el Sumo Sacerdote para que condujera al pueblo hasta el destino trazado por él. Cumple la sumisión de manera desvergonzada, inescrupulosa. Vampirisa la imagen del líder desaparecido sin ningún rubor. Renunció a lo que ningún ser digno puede renunciar: su propia personalidad. En términos marxistas, se alienó. Se despojó de todo rasgo individual para asumir la personalidad del otro. Acepta que los publicistas que manejan la campaña lo marginen. Lo coloquen a un lado, sin mostrar siquiera el rostro del aspirante. Uno de los lemas fundamentales reza:
“Maduro, desde mi corazón”, con la cara de Chávez, sin que la figura del candidato aparezca por ningún lado, como si su imagen les causara vergüenza a los seguidores del caudillo malogrado.
Esta cruzada inmoral, que humilla al abanderado del oficialismo y al pueblo chavista, ha sido aceptada, sin objeciones, por el Presidente encargado. Maduro admite que carece de méritos propios para llegar a Miraflores. Que necesita apoyarse en Chávez para transitar el camino que lo conduzca a la presidencia.
Sus propios atributos son insuficientes. Flota sin peso específico en la política nacional. No es un líder, sino el mero reflejo del guía que se extinguió. Se viste con ropa prestada. El pergamino que muestra solo tiene los trazos que su jefe escribió. No tiene con qué ser Jefe de Estado de una República seglar. En medio de su enorme debilidad abusa, al igual que su antecesor, de los privilegios que otorga el poder. Habla a través de los medios de comunicación encadenados porque sabe que a su mensaje le falta pegada. Presiona a sus acólitos del CNE para que avalen sus desmanes. Se confabula con el mediocre y obsecuente Ministro de la Defensa para atemorizar a los votantes. Amenaza con desatar la violencia si no recibe el favor popular. Inventa rebeliones y golpes de Estado ficticios.
Lo contrario sucede con Henrique Capriles, quien no necesita de luz artificial. El joven gobernador de Miranda no se ha refugiado en la Mesa de la Unidad Democrática, ni en Primero justicia, el exitoso partido en el cual milita. No invoca los fantasmas del pasado. Acude a su propia historia para demostrar que posee pasta de Presidente. En medio de la adversidad, demuestra ser un dirigente con madera para enfrentar un Estado abusador y un grupo de forajidos déspotas que desprecian la democracia.
El 14-A los venezolanos tendremos la oportunidad de elegir entre el candidato de una secta de iluminados mediocres que ha hundido al país en la ruina durante catorce años y un líder que representa la Venezuela moderna, con deseos de cambio. El voto representa el arma para lograr el cambio. No desperdiciemos esta extraordinaria oportunidad de comenzar a transformar el país.
Lo más parecido que conozco en la historia reciente a semejante aberración es el proceso de Corea del Norte, donde Kim Il Sung inventó el Pensamiento Juche (una supuesta adaptación del marxismo a las condiciones particulares de ese país) y, con ella, fundó una dinastía cuyos sucesores han sido Kim Jon-Il y Kim Jon-Un, su hijo y nieto, respectivamente. A la muerte de Sung, este fue nombrado Presidente Eterno por el Partido Comunista. A sus sucesores solo les corresponde ejecutar las directrices inmutables y perennes establecidas por el jefe supremo. No hay margen para la innovación, la creatividad, la diferencia. En el poder su reproducen los clones del patriarca.
En las declaraciones de Maduro se mezclan el halo religioso con la herencia monárquica en proporciones equivalentes. Hay que elegirlo Presidente, no porque muestre cualidades especiales para dirigir una nación compleja y moderna como Venezuela, sino porque fue escogido por el Sumo Sacerdote para que condujera al pueblo hasta el destino trazado por él. Cumple la sumisión de manera desvergonzada, inescrupulosa. Vampirisa la imagen del líder desaparecido sin ningún rubor. Renunció a lo que ningún ser digno puede renunciar: su propia personalidad. En términos marxistas, se alienó. Se despojó de todo rasgo individual para asumir la personalidad del otro. Acepta que los publicistas que manejan la campaña lo marginen. Lo coloquen a un lado, sin mostrar siquiera el rostro del aspirante. Uno de los lemas fundamentales reza:
“Maduro, desde mi corazón”, con la cara de Chávez, sin que la figura del candidato aparezca por ningún lado, como si su imagen les causara vergüenza a los seguidores del caudillo malogrado.
Esta cruzada inmoral, que humilla al abanderado del oficialismo y al pueblo chavista, ha sido aceptada, sin objeciones, por el Presidente encargado. Maduro admite que carece de méritos propios para llegar a Miraflores. Que necesita apoyarse en Chávez para transitar el camino que lo conduzca a la presidencia.
Sus propios atributos son insuficientes. Flota sin peso específico en la política nacional. No es un líder, sino el mero reflejo del guía que se extinguió. Se viste con ropa prestada. El pergamino que muestra solo tiene los trazos que su jefe escribió. No tiene con qué ser Jefe de Estado de una República seglar. En medio de su enorme debilidad abusa, al igual que su antecesor, de los privilegios que otorga el poder. Habla a través de los medios de comunicación encadenados porque sabe que a su mensaje le falta pegada. Presiona a sus acólitos del CNE para que avalen sus desmanes. Se confabula con el mediocre y obsecuente Ministro de la Defensa para atemorizar a los votantes. Amenaza con desatar la violencia si no recibe el favor popular. Inventa rebeliones y golpes de Estado ficticios.
Lo contrario sucede con Henrique Capriles, quien no necesita de luz artificial. El joven gobernador de Miranda no se ha refugiado en la Mesa de la Unidad Democrática, ni en Primero justicia, el exitoso partido en el cual milita. No invoca los fantasmas del pasado. Acude a su propia historia para demostrar que posee pasta de Presidente. En medio de la adversidad, demuestra ser un dirigente con madera para enfrentar un Estado abusador y un grupo de forajidos déspotas que desprecian la democracia.
El 14-A los venezolanos tendremos la oportunidad de elegir entre el candidato de una secta de iluminados mediocres que ha hundido al país en la ruina durante catorce años y un líder que representa la Venezuela moderna, con deseos de cambio. El voto representa el arma para lograr el cambio. No desperdiciemos esta extraordinaria oportunidad de comenzar a transformar el país.
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