Por Armando Rojas Guardia 2
de Abril, 2013
Ante los intentos de transformar el
chavismo en una especie de nueva religión, utilizando e instrumentalizando
elementos y contenidos cristianos, resulta para mí un imperativo moral
deslindar esa suerte de inédita expresión religiosa del cristianismo genuino,
al menos tal como lo entendemos e intentamos vivirlo muchos hombres y mujeres
en nuestro país y nuestro tiempo.
1.
Lo primero que tengo que decir es que,
como radioescucha y televidente, como lector de la prensa y usuario de
Internet, llevo semanas sintiendo una profunda nostalgia de la modernidad y del
espíritu crítico del pensamiento ilustrado. El exceso de religión, de
manifestaciones rituales, de ceremonias sacras y discursos devotamente
homiléticos que han sobreabundado en la vida pública venezolana desde hace
meses viene a mostrarse incompatible con una de las más indispensables
conquistas del mundo moderno: el Estado laico, la total laicidad de los asuntos
públicos. Esta laicidad, que ha sido característica esencial de nuestra vida
republicana desde 1830 y por lo tanto ha permeado decisivamente todo nuestro
talante histórico como nación ha venido ser violentada hasta límites entre
nosotros insospechados por una avalancha de simbología religiosa mezclada de
modo indisoluble con excrecencias de pensamiento mágico. Creo que, a excepción
de algunas teocracias islámicas, eso no sucede hoy en ningún otro país del
mundo. La sobriedad, la austeridad simbólica, que impone la secularización
moderna de la vida pública en el abordaje del hecho religioso, ha llegado a ser
en Venezuela eso mismo: una nostalgia.
Pero ocurre que la propuesta ética de
Jesús de Nazaret es de suyo incompatible con la religión. Una frase
históricamente indiscutida de Cristo es: “Anden y aprendan lo que significa:
quiero misericordia y no sacrificio” (Mt 9,13-12,7). Allí, en esa frase, ya se
sugiere una crítica demoledora contra la religión (el sacrificio, el culto)
para privilegiar, como alternativa antropológica, la solidaridad, la compasión
y la fraternidad humanas. El proyecto religioso tiene su razón de ser en
“lo sagrado” (un espacio, un tiempo, unos utensilios, unos ritos, unas normas),
y en “lo sagrado” como contrapuesto a “lo profano”, a lo laico y secular. Por
el contrario, el proyecto de Jesús opera un desplazamiento radical: la vía de
acceso a Dios no es la de lo sagrado, sino la vía profana de la relación con el
prójimo, la relación ética del servicio al otro hasta la entrega y el olvido de
sí mismo. Cristo no solo nos mostró, sino que encarnó una manera ―otra―,
inédita, de vivir la religiosidad humana. Es de sobra conocido su
distanciamiento crítico de las dos instancias religiosas que mediaban, para los
hombres y mujeres de su país y de su hora, la relación con Dios: el Templo y la
Ley. Con respecto al primero, en los evangelios nunca se dice que Jesús
acudiera al Templo para orar o para participar en alguna ceremonia litúrgica.
Su conducta en ningún aspecto fue ritualista: no encontraba al Padre en el
espacio sagrado del Templo ni en el tiempo sagrado del culto religioso. Acudía
al Templo porque allí se reunía la gente y es a ella a la que dirigía su
mensaje. Jesucristo habló con el Padre y del Padre en el espacio y el tiempo
profanos, seculares, de la vida misma, la vida cotidiana de la ciudad y del
campo. La única acción violenta que realizó Jesús fue la que llevó a cabo en el
Templo (Mc. 11,15-19; Mt. 21,12-17; Lc. 19,45-48; Jn. 2,13-22) y sus
contemporáneos juzgaron esa acción como un “ataque” contra el Templo mismo y
todo lo que él representaba en la vida israelita de su tiempo. En el Evangelio
de Juan (4,20-24) se nos dice, como enseñanza emanada del mismo Cristo, que ni
el espacio sagrado, ni las ceremonias religiosas que se celebran dentro del él,
constituyen el lugar adecuado para encontrar a Dios. A éste se lo halla cuando
se lo invoca “en espíritu y en verdad” a lo largo y ancho de la secularidad
concreta de la existencia. Y, con respecto al conflicto de Jesús con la Ley, él
no dio ninguna importancia a las normas de pureza ritual (Mc 7,1-17), a las
prohibiciones sobre alimentos (Mc 7,18-23), a lo estipulado sobre el ayuno (Mc.
2,18-22), al rechazo social, también legislado, que recaía sobre pecadores
públicos, que eran sus amigos y compartían la mesa con él (Mc. 2,15-17) y sobre
las prostitutas (Mt. 21,4-31s); prescindió también de lo normativizado sobre el
trato y la convivencia con las mujeres, un grupo de las cuales lo acompañaba
permanentemente (Lc. 8,1-3), siendo algunas de ellas de mala reputación (Lc.
8,2). En resumen, el axioma crístico en torno a la Ley es el siguiente: no está
hecho el hombre para la ley sino la ley para el hombre (Mc. 2,27).
De modo, pues, que esta catarata
nacional de rituales y discursos políticos, que pretenden usufructuar la
simbólica cristiana entendida de forma “religiosa”, no solo atenta contra la
sana laicidad de nuestra vida republicana, que debemos afanarnos para que sea
lo más moderna (o posmoderna) posible sino que es uno de los pivotes de lo que
el cristianismo proyecta para nosotros como antropología.
2.
Creo que nada ni nadie son menos
cristianos que un caudillaje y un caudillo. Probablemente ambos funcionen en
Venezuela y en los países vecinos al nuestro como una funesta herencia
hispano-árabe, aunque otras latitudes han conocido y conocen también la
dominación política de un hombre supuestamente providencial que se presenta
como el galvanizador de una movilización colectiva. Hay exegetas y teólogos muy
serios que afirman que ese fue el meollo de una de las grandes tentaciones de
Jesús; tal parece ser el sentido de una de las pruebas ―la tercera y decisiva―
que enfrentó en el desierto durante el preámbulo de su actividad pública (Mc.
1,12s; Mt 4,8-10; Lc. 4,1-13): estos textos sobre las tentaciones constituyen
un relato, no histórico, sino claramente redaccional y simbólico, el cual
quiere ilustrarnos acerca de lo que acechó como posibilidad de extravío a la
conciencia de Jesús sobre sí mismo a lo largo de su vida. Se trata de la
tentación del poder. Pero con esta característica crucial: la tentación del
poder para hacer el bien. Es conocido que Israel esperaba un mesías político,
guerrero, que iba a acabar para siempre con el oprobio y la opresión seculares
del país y de su cultura. Los cuatro evangelios canónicos nos indican
explícitamente que todos los discípulos cercanos de Jesús pensaban, y lo
siguieron creyendo hasta el momento mismo de la pasión, que Cristo encarnaba
ese mesianismo político, basado en el poder y en el triunfo humano. Después del
prodigio de la multiplicación de los panes (Mt. 14,13-23; Mc. 6,30-46; Jn.
6,1-15), la multitud, entusiasmada, pensó que Jesús era el aguardado mesías
político (Jn. 6,4) y, en consecuencia, quisieron proclamarlo rey. Jesús,
entonces, se retira “de nuevo al monte, él solo” (Jn. 6,15). Los discípulos
identificados con el entusiasmo popular, no desearon perder la ocasión de que
Cristo fuera proclamado rey político. Por eso, tanto Mateo como Marcos señalan
que Jesús tuvo que “obligarlos” (anagkáso) a montar en la barca para
irse allí (Mt. 14,22; Mc 6,45).
Esa es la tentación a la que me
refería: la tentación del poder. Y es una tentación que, como he dicho, puede
revestirse de una falsa conciencia: se trata del poder, sí, pero para
convertirlo en factor multiplicador del bien. Y Jesús rechaza esa tentación
específica desde una convicción inexpugnable que no dejó de explicar a sus
seguidores más íntimos, los que él creía singularmente aptos para entenderla:
el camino del poder y el prestigio conduce a mantener una “razonable”
convivencia con los agentes y factores que organizan en este mundo el
sufrimiento y la opresión de los hombres. La sociedad no se transforma desde
arriba (desde el poder y la fama) sino desde abajo (desde la desarmada
solidaridad con los crucificados de la historia) (Cfr. Mt. 16,22; Mc. 8,33). De
esa convicción brota una denuncia implacable contra el poder político: “Saben
(…) que los que son tenidos por gobernantes dominan a las naciones como si
fueran sus dueños y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre
ustedes, más bien quien de ustedes quiera llegar a ser grande que se haga
servidor de los demás” (Mc. 10,42-43). Y brota igualmente una enorme libertad
frente a él, frente al poder: cuando le avisan a Jesús que Herodes ―quien era
rey de Galilea y por lo tanto jefe político de la región de Israel a la que
pertenecía Jesús― quería matarlo (Lc. 13,31) les dice: “Vayan y díganle a ese
zorro (…) que no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén” (Lc. 13,32). En
la cultura judía de ese tiempo “zorro” era considerado el animal que no
representaba nada. Así, fue como si dijera: “Vayan y díganle a nadie ― ¡y era
el rey!…”.
No voy a hacerle perder el tiempo a mi
posible lector abundando en lo obvio: así como Jesús fue un laico, no un
sacerdote ni un teólogo profesional (como lo eran los llamados “letrados” y los
escribas) tampoco quiso ser un caudillo. A pesar de su ascendencia dentro de
las masas más depauperadas de Israel no deseó instrumentalizarlas con un
objetivo político porque para él a Dios no lo mediaba el poder, ningún tipo de
poder, solo el amor (esa prostituida pero imprescindible palabra). Todos
sabemos lo que ocurrió al final: fue asesinado como “blasfemo” y “criminal
político” por las autoridades civiles, militares y religiosas de su tiempo. Las
masas que no quiso instrumentalizar lo dejaron solo. Íngrimo, este hombre de
impronunciable inocencia, torturado y ejecutado como malhechor y peligroso
revolucionario por el poder institucional, por la ortodoxia pensante y sus
esbirros, ya había advertido un día a sus seguidores ―los de entonces y los de
ahora―: “Miren que los envío como ovejas entre lobos: por tanto sean cautos
como serpientes e ingenuos como palomas. Pero tengan cuidado con la gente,
porque los llevarán a los tribunales, los azotarán en las sinagogas y los
conducirán ante gobernadores y reyes por mi causa; así darán testimonio (…)”
(Mt. 10,16-18). Jesús no vivió para la cruz; cuando la dinámica de la realidad
se la impuso, la aceptó y la asumió transfigurándola en la opción del amor, es
decir, en afirmación de la vida. Aquella ejecución, aquel asesinato operado por
razones religiosas y políticas, que coronó infamantemente una vida consumida en
el servicio desinteresado a los demás, quedó convertida para siempre en una
contundente requisitoria, en la más honda y entrañable denuncia de cualquier
poder, por más que éste intente ser canonizado.
Del Evangelio heredamos los cristianos
una sospecha radical ante las pretensiones de mando, de cargos importantes, del
aura supuestamente majestuosa, encandilante, que parece rodear al triunfo
político y social. Si alguien tenía dudas de que el presidente Chávez fuera un
caudillo de la más rancia y triste estirpe hispanoamericana observe lo que se
quiere hacer de su paso por la historia: Chávez ascendiendo al cielo, Chávez
entronizado en el altar de una capilla del 23 de Enero (llamada la “Capilla de
San Hugo Chávez”), Chávez multiplicado en estampitas que se venden a la entrada
de las iglesias y en bustos de yeso que, se informa, mucha gente busca para
rezarle en la intimidad de su hogar, Chávez el segundo Simón Bolívar, Chávez el
nuevo libertador, Chávez el Redentor, Chávez el “Cristo de los pobres”. Todo
ello sería cómico si no fuera trágico. Porque se trata de una mezcla
inextricable de la credulidad e ingenuidad mágicas de muchos con una
deificación, una mitificación, una sacralización orquestadas desde el poder.
Hablando bíblicamente, es en dos palabras, una idolatría. Desde el punto de
vista cristiano, un contrasentido. Los cristianos creemos que únicamente ha
habido, hay y habrá un solo mesías. Y es un mesías crucificado. Y crucificado
significa que la “utópica” (en el sentido de Ernst Bloch) fraternización
radical de las relaciones humanas, que es la propuesta central del
cristianismo, solo se realiza desde la “topía” de la cruz: ese fracaso total
que implica el grito postrero de la agonía de Jesús, abandonado por unos y por
otros, y que expresa la solidaridad de Dios con los humillados y ofendidos de
la historia, no desde la majestad del poder que instrumentaliza a los pobres
para dominarlos ―convirtiéndolos en objetos de mercadeo político― sino desde la
solidaridad inerme, desamparada y a la intemperie con ellos. El fracaso de la
cruz contrapesa la imagen heroico-prometeica que nos hacemos del mesías. No
ostenta ningún rasgo épico. La muerte de Jesús no fue la de Sócrates, bebiendo
parsimoniosamente la cicuta, acompañado de discípulos y amigos. La suya estuvo
envuelta por los signos de un profundo espanto: un auténtico horror al
sufrimiento, a la tortura, a la soledad y a la muerte misma que no podía sino
parecerle también la de su causa y la misión de su vida.
Esa identificación de Chávez y Cristo,
con ser una idolotría y un contrasentido, fue propiciada en más de un aspecto
por el propio Chávez. No se cansó de pregonar que él obedecía al “primer y más
grande socialista de la historia”. En vano se le replicó que esa afirmación
contenía un imperdonable anacronismo: Jesús no fue socialista como tampoco
aviador: el socialismo implica una teoría de organización política, social y
económica que data del siglo XIX, es decir, a una distancia temporal considerable
de la vida de Cristo. Fue inútil. Hasta el fin de su existencia Chávez siguió
creyendo y propalando el disparate. Como también resulta disparatado, pero esta
vez se trata de un dislate peligroso por sus consecuencias políticas, afirmar
―como ahora lo hace el pretendido émulo del presidente fallecido― que “el
socialismo es el reino de Dios en la tierra”. Al respecto viene a ser necesaria
la precisión siguiente: ese sueño “utópico” (en el peor sentido, el
etimológico, de la palabra: “no hay tal lugar”) se encuentra a su manera en la República de
Platón, en los visionarios de la Quinta Monarquía, en los apocalípticos
medievales, en los anabaptistas, en los teócratas puritanos, en los sectores
religiosos del movimiento anarquista: todos los que no han creído y no creen
―cito casi de memoria a George Steiner― en la falibilidad constitutiva del
hombre, en la permanente imperfección de los mecanismos del poder, en la
presencia de la inhumanidad y del mal dentro de la condición existencial del
hombre y de sus realizaciones históricas. Han creído y creen que la “civitas
Dei” debe construirse ahora sobre la tierra y para ello es indispensable un
cierto rigor fanático al servicio del ideal revolucionario: de allí a sostener
que el fin justifica los medios y que alguna dosis de terror político se hace
indispensable para conseguir el objetivo edénico de la supresión de toda
opresión no hay más que un paso.
El Reino de Dios, bíblicamente
considerado, es una realidad cuya plenitud es meta y transhistórica, cuando
Dios, como dice Pablo de Tarso, “sea todo en todas las cosas”. A los seres
humanos nos compete aproximarnos progresiva y siempre parcial e inacabadamente
a aquella plenitud, organizando la dinámica histórica de tal manera que se
acerque a ella. A alguien puede no gustarle el apelativo Reino de Dios.
Hace muchos años un amigo me dijo que los cristianos deberíamos hablar, no de
Reino sino de República de Dios. Para aclarar las cosas, invito al lector a
recordar que el primer poemario de Ramón Palomares se titula El Reino. Y
es que Reino de Dioses una designación mito-poética para aludir a
una meta ―la soberanía de Dios como casa fraternal del desamparo humano, casa
definitiva que es él mismo hecho presencia viva entre nosotros― y que
ciertamente debemos esforzarnos por empezar a construir aquí y ahora, siempre y
en todo momento bajo la acechanza de esas potestades que, según el Evangelio de
Lucas (22,25), “quitan la libertad y se hacen llamar bienhechores” y que son el
dinero y los poderes políticos y religiosos. Desde el futuro esa meta actúa
como una constante instancia crítica que interpela y cuestiona nuestro logros
siempre limitados y parciales, impidiendo que la historia y la sociedad que
edificamos no permanezcan abiertas, convocándonos a la cita ontológica a la que
hemos sido llamados al nacer: “Les secará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá
muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado” (Ap 21,4).
Pretender que esa convocatoria
ontológica la realice el socialismo constituye, por decir lo menos, una
insensatez: “El Reino de Dios debe ser comprendido como el Reino del Hombre:
esta es la teología de las utopías totalitarias” (Georg Steiner).
Armando Rojas Guardia Poeta, crítico y ensayista
venezolano, tuvo un papel fundamental en la fundación del Grupo Tráfico, y ha
publicado numerosos poemarios y colecciones de ensayos, entre ellos "Del
mismo amor ardiendo" (1979), "Yo supe de la vieja herida"
(1985), "Poemas de Quebrada de la Virgen" (1985), "Hacia la
noche viva" (1989), "La nada vigilante" (1994) y "El
esplendor y la espera" (2000).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico