Por Cristina
Marcano, 03/04/2013
Miles de venezolanos, dos millones según el Gobierno, asistieron hace un
mes a las pompas fúnebres del presidente Hugo Chávez en Caracas. Otros cientos
de fieles lo lloraron en las principales plazas de toda la nación. Durante
varios días ese fue el retrato de Venezuela: el de una multitud unida en el
dolor por la pérdida de su líder, el de un país huérfano y desolado.
En esa imagen de teleobjetivo no había cabida para otra multitud, casi
invisible, ausente, como si se hubiera convertido en “polvo cósmico” para
cumplir un deseo recurrente del difunto. Pero, por más que pretenda
desconocerlo el Gobierno, existen más de seis millones y medio de venezolanos
que no comulgan con su proyecto y lo resisten activa o pasivamente, a pesar de
ser degradados desde el poder día tras día.
Pasado el prolongado duelo oficial, esos millones vuelven a escena. Y,
una vez más con el viento en contra, participarán en las elecciones
presidenciales del 14 de abril. Sin mayores recursos frente a la aplastante
maquinaria del Estado activada en la campaña del candidato oficial, en una
dinámica inconstitucional que ya es rutina. El Gobierno no solo tratará de
vencerlos, sino de humillarlos.
Políticamente segregados y estigmatizados como escuálidos, oligarcas,
apátridas y pitiyanquis por disentir, millones de ciudadanos
—más del 44% de quienes votaron en octubre de 2012— no se resignan y siguen
resistiendo tercamente. Con líderes que van y vienen, que tienen cada vez menos
espacio en los medios audiovisuales, menos propaganda y ninguna posibilidad de
que sus demandas de equidad sean atendidas por un árbitro electoral sesgado.
Tal vez vivirían mejor con un pequeño gesto de sumisión o algo de
oportunismo. Cooperando, como una vez sugirió el Gobierno a los empresarios. Lo
que no logra comprender el chavismo es que no se trata de un problema de
masoquismo ni de una perversa afición a la derrota. Lo que no se explica es
cómo la oposición se levanta y sigue en pie después de haber sufrido una
pérdida tras otra en más de una docena de elecciones, durante un vía crucis de
14 años.
No ha sido fácil. Para comenzar, se han cometido errores tremendos:
subestimar a Chávez, jugar la carta del golpe en 2002, la de la huelga
petrolera, la del retiro de las parlamentarias en 2005 y los años de
fragmentación antes de forjar una alianza. Pero, sobre todo, han sufrido los
excesos de la popularidad de Chávez y el abuso de poder.
Millones de opositores comunes fueron fichados en una lista negra que
los excluye de empleos públicos o contratos simplemente por solicitar un
referendo. Sus dirigentes han sido y son espiados, grabados ilegalmente,
neutralizados con juicios por presunta corrupción y claro tinte político. Han
sido vetados de cargos públicos con ardides legalistas, como sucedió al
exalcalde Leopoldo López para bloquear su candidatura presidencial;
encarcelados sin juicio, como el candidato presidencial Henrique Capriles, o
despojados de atribuciones y recursos, como le ocurrió a Antonio Ledezma tras
ganar una alcaldía clave.
Han padecido la eliminación del financiamiento público de los partidos
desde 1999, el control chavista de todos los poderes; manotazos y chantajes a
los medios de comunicación privados, la veda en los públicos, y cambios en las
reglas de juego electorales como el que permitió al Gobierno hacerse de más
escaños con menos votos y sin el cual no controlaría el Parlamento. Son
verdaderos expertos en adversidades. Han competido y compiten en condiciones
absolutamente desiguales, con un ventajismo oficial tan descarado que hoy siete
ministros, entre ellos el de Energía y Petróleo y el de Finanzas, integran el
comando de campaña de Nicolás Maduro.
Y, sin embargo, no han hecho otra cosa que crecer. Lenta pero
sostenidamente, como destacó una vez el político izquierdista y editor Teodoro
Petkoff. No es obra de la CIA ni consecuencia del crecimiento de la población.
Entre 2006 y 2012, la oposición conquistó 2.298.838 votos nuevos, casi
tres veces más que el Gobierno, con 882.052. En seis años, la ventaja de Chávez
cayó más de 15 puntos porcentuales: de 25,9% a 10,7%. Más aún, esa caída se
registró en el periodo de mayor bonanza petrolera, de mayor gasto público, de
más misiones sociales, de ofertas cada vez más tentadoras como casas amobladas,
equipadas y decoradas con una gran foto del comandante-presidente.
Detrás de esa perseverancia, incomprensible para el Gobierno, respira un
espíritu crítico y una resistencia al sometimiento forjados tanto en los años
de lucha contra los muchos regímenes militares que ha vivido el país como en
las pocas décadas de democracia y alternancia política.
En una ocasión, tras unos comicios en los que la oposición mostró
avances, el presidente contó que Fidel Castro le había dicho: “Chávez, en Venezuela
no puede haber cuatro millones de oligarcas”. El viejo zorro cubano se refería
al espejismo favorito del chavismo: pensar que todos los pobres los apoyan
automáticamente, por conciencia de clase o por conveniencia; que solo los ricos
y la clase media cuestionan su gestión, su manera de gobernar autocráticamente
y su intención manifiesta de perpetuarse en el poder.
Son más que conocidas las razones por las cuales “la burguesía” adversa
al chavismo. Algo visto como natural e ideológicamente propicio por el
Gobierno. Lo que no está tan claro, lo que resulta un enigma para el chavismo,
es por qué hay pobres que no se dejaron cautivar por los cantos de Chávez, por
las misiones de asistencia social o por los electrodomésticos que se han
regalado en varias campañas.
¿Por qué? En la pasada campaña presidencial, durante un recorrido
periodístico por barriadas pobres del interior del país con una caravana del
candidato Henrique Capriles, hice esa pregunta repetidamente y las dos
respuestas más frecuentes fueron: inseguridad y cambio. Aun teniendo tantos
problemas concretos además de la violencia —inflación, desempleo,
desabastecimiento, servicios públicos— hablaban de cambio, de alternancia
política.
Chávez fue reelegido hace unos meses por 8,1 millones de un total de
18,9 millones de electores. No hay en Venezuela 11 millones de oligarcas, entre
opositores y abstencionistas. Si esos pobres de la provincia que apoyaban a
Capriles no se engancharon al carismático líder o se desencantaron ante la
ineficacia del Gobierno, ¿qué puede esperar su desangelado sucesor?
El presidente interino arrancó la campaña prometiendo acabar con la
inseguridad que en la última década ha llevado al país a convertirse en el
campeón del crimen en Suramérica, pero no podrá representar ni un ligero cambio
mientras siga andando con la fotografía de su mentor bajo el brazo, tratando de
imitarlo. Montado sobre el duelo, Maduro confía en ganar con el mito de Chávez
como aval. Pero ese mito puede resultarle también bastante pesado.
El excanciller no solo carece del carisma de su glorificado “padre”, con
quien no podrá evitar ser comparado, sino que heredará una crisis económica,
una enorme e incompetente burocracia, una industria petrolera estancada por
decir lo menos y problemas acuciantes. Tendrá que atender además los apetitos
dentro su partido, de las fuerzas armadas y de Cuba, y afrontar la pugnacidad
que se avecina si persiste en la radicalización de la autodenominada revolución
bolivariana. No habrá luna de miel para él.
Tampoco para Capriles, si se produjera una sorpresa. Pero, en medio del
delirante clima de santificación de Chávez, pocos creen que logre ganar. Es
probable que mantenga el respaldo de hace seis meses o que disminuya, incluso,
si no alcanza a reanimar a los votantes en esta campaña relámpago. Puede que la
oposición pierda de nuevo y se desmoralice, que culpe al candidato, que se
flagele y se hunda en la frustración por un tiempo. Pero no se convertirá en
polvo cósmico. Las aguas volverán a su cauce. Y seguirán siendo millones de
venezolanos, aunque el chavismo pretenda ignorarlo y prefiera regodearse en su
país de teleobjetivo.
Cristina Marcano es periodista y escritora. Ha publicado,
junto a Alberto Barrera Tyszca, Hugo Chávez sin uniforme. Una historia personal
(Debate), una biografía del expresidente de Venezuela
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