Roberto Follari. 25 de enero de 2014
R.F.:–¿Puede afirmarse que el
populismo es un modo de recuperación de la política?
E.L.: –Sí y no. Evidentemente hay
formas de accionar político que no son populistas. La especificidad del
populismo como forma de la política es que es un discurso dicotomizante que
divide a la sociedad en dos campos opuestos, que constituye al “pueblo” sobre
la base de interpelar a los de abajo contra el poder institucional constituido.
Pero un discurso que hiciera lo opuesto, que desarticulara las identidades
populares mediante la absorción institucional de demandas particulares, no
dejaría por eso de ser político. Lo que sí cabe preguntarse es si esta
dicotomización del campo social a la que acabo de referirme no es inherente a
todo antagonismo social y si, en tal sentido, no hay algo de populismo en todo
discurso político. Incluso el más institucionalista de los discursos tiene que
constituir agentes sociales que lo apoyen, y presumiblemente lo hace
oponiéndose a formas alternativas del accionar político. Vistas las cosas desde
este ángulo, podría decirse que, si bien lo político no es sinónimo de
populismo, la operación política mínima, que consiste en plantear alternativas
a la situación existente, tiene una dimensión que es populista.
R.F.: –Los institucionalistas atacan a
los populismos calificándolos de antiinstitucionales. ¿Qué podría responderse a
ello?
E.L.: –Creo que populismo e
institucionalismo se oponen en un punto decisivo. La tendencia del populismo es
crear la equivalencia entre una pluralidad de demandas sociales, en tanto que
el institucionalismo tiende a su absorción diferencial y, en su forma más
acabada, a reemplazar a la política por la administración. La forma extrema de
institucionalismo sería un gobierno puramente tecnocrático. Ya en el siglo XIX
Saint-Simon preconizaba el reemplazo del gobierno de los hombres por la
administración de las cosas. Esta mentalidad administrativista es la que dominó
ideológicamente a las elites políticas latinoamericanas en las últimas décadas
del siglo XIX y los comienzos del siglo XX. El lema del general Roca en
Argentina era ‘Paz y administración’. Y en la bandera brasileña todavía puede
leerse ‘Ordem e progresso’, que era lo fórmula acuñada por el templo
positivista de Río de Janeiro.
Lo que es preciso entender es que las
instituciones políticas no son nunca neutrales, sino una cristalización de las
relaciones de fuerza entre los grupos y que, por tanto, todo proyecto de cambio
social, cualquiera sea su orientación ideológica, chocará necesariamente, en
cierto punto, con el orden institucional vigente. Podríamos decir que, por
reducción al absurdo, institucionalismo total y populismo total son los dos
extremos ideales de un continuo, dominado el primero por la lógica de la
diferencia y el segundo por la de la equivalencia. En la práctica, todo régimen
político se construye en algún punto al interior de este continuo y combina, en
proporciones diversas, a ambas lógicas. No puede existir un régimen tan
puramente institucionalista que haga en un ciento por ciento imposibles las
equivalencias populares, ni uno tan puramente populista que carezca de todo
anclaje institucional.
R.F.: –¿Tiene pertinencia aún –a su
juicio– la referencia a cambio de modo de producción, o cambios como los
producidos por Evo o por Chávez están en el máximo horizonte de lo posible?
E.L.: –“Modo de producción” es una
categoría en buena medida perimida. En su apogeo, significó una combinación
estrictamente necesaria entre un estadio determinado en el desarrollo de las
fuerzas productivas y un sistema –también preciso– de las relaciones de
producción, que constituiría la infraestructura de la sociedad. Hoy ya nadie
piensa en estos términos. Ya en los años 60 había dudas crecientes acerca de la
pertinencia del concepto. La escuela althusseriana, por ejemplo, trató de
enfrentar estas dificultades introduciendo lo político y lo ideológico en el
interior mismo del concepto y, algunos años más tarde Etienne Balibar, miembro prominente
de esa escuela, sostuvo que había que subsumir al modo de producción en
formaciones sociales más amplias, con lo que perdía toda función de
determinación infraestructural. En los hechos, la noción de “formación
hegemónica debería tomar la centralidad que en el discurso marxista tradicional
correspondía al concepto de modo de producción. Es decir, que un socialismo del
siglo XXI, para usar la expresión de Chávez, no puede consistir en la
socialización total de los medios de producción. Lo que se dará en todos los
casos será una combinación entre las relaciones de Mercado y la función
regulatoria del Estado, que es capital. Acentuar este último aspecto es lo que
define a un socialismo viable y lo diferencia de los enfoques neoliberales, que
postulan la ilimitada capacidad autorregulatoria de los mercados.
R.F.: –¿Cómo podría responderse a
quienes conciben el liderazgo personalista de los populismos como una condición
antidemocrática?
E.L.: –Afirmando que esa deriva
antidemocrática es en buena medida una ficción. Desde luego que siempre es
posible que un régimen populista degenere en autoritarismo –no hay más que
pensar en el Zimbawe de Mugabe– pero la deriva autoritaria también puede darse
a partir de regímenes altamente institucionalistas –es el caso de las
tecnocracias, a que antes nos refiriéramos. El régimen de Mugabe es, sin duda,
autoritario, pero por eso mismo ha dejado hace mucho de ser populista: carece
de toda capacidad de movilizar auténticamente a las masas. En otros casos
africanos, por el contrario, la ecuación ha sido diferente: han sido capaces de
combinar un liderazgo con interpelación populista y un desarrollo equivalencial
democrático de las demandas sociales, con alta participación de las masas en la
gestión política. Tal fue el caso de la Tanzania de Nyerere. En general,
podemos decir que un populismo sano combina la dimensión horizontal de la
expansión de la democracia popular con la dimensión vertical ligada a la acción
del Estado.
R.F.: –¿Tiene Ud. alguna hipótesis
sobre por qué el populismo ha tenido –tal cual tiene también hoy– una especial
vigencia en Latinoamérica, en comparación con otras regiones del mundo?
E.L.: –No creo que el populismo sea un
fenómeno restringido a América Latina. En los últimos años hemos visto una
proliferación de movilizaciones populistas de distinto signo ideológico (de
derecha o de izquierda) en distintas partes del mundo. En África, en el sudeste
asiático, en el mundo árabe. En Europa Oriental hemos asistido al surgimiento
de populismos étnicos profundamente reaccionarios y la historia de los Estados
unidos está surcada por movilizaciones populistas que han definido redefinido
en varias etapas la fisionomía de la política. Las razones de la larga vigencia
de la forma populista de la política en América Latina se vinculan al modo en
que los Estados latinoamericanos se constituyeron. Hablando de la Europa de
comienzos del siglo XIX C.B.Macpherson observa que, al comienzo de ese siglo
“liberalismo” y “democracia” eran conceptos con connotaciones evaluativas
diferentes: el liberalismo era un régimen político perfectamente respetable en
tanto que la democracia era una denominación peyorativa porque se la asociaba
con el gobierno de la turba y el odiado jacobinismo. Se necesitó todo el largo
y torturado proceso de revoluciones y reacciones del siglo XIX para establecer
un puente que permitiera una integración entre ambos. Pues bien, ese puente
nunca se estableció en América Latina. Los Estados liberales se constituyeron
en la segunda mitad del siglo XIX, pero ellos fueron la forma de organización
política que se dieron las oligarquías terratenientes locales, con escasa
capacidad para absorber las demandas democráticas de las masas. Por eso cuando
las movilizaciones de estas últimas adquieren una intensidad creciente al
comenzar el nuevo siglo, ellas se expresaron a través de formas políticas que
rompían con las reglas del liberalismo –en muchos casos a través de dictaduras
militares de carácter nacionalista (que eran democráticas porque respondían a
las aspiraciones de las masas, pero que definitivamente no eran liberales). En
las décadas subsiguientes vemos la aparición de fenómenos políticos tales como
el varguismo en Brasil, el peronismo en Argentina, el MNR en Bolivia y el
primer ibañismo en Chile, por citar sólo los casos más evidentes. Se da así una
bifurcación en la tradición latinoamericana entre una corriente
liberal-democrática y otra nacional-popular. Esta dualidad dominará el conjunto
de la historia latinoamericana del siglo XX y está aún viva, con la
peculiaridad de que, los nuevos regímenes nacional-populares latinoamericanos
son respetuosos de las formas estatales liberales de un modo que no lo habían
sido los populismos de viejo cuño.
R.F.: –Desde su teorización en La
razón populista acerca de la cadena equivalencial de demandas, ¿queda algún
lugar para retomar su primer noción sobre el populismo –cuando escribió
Política e ideología en la teoría marxista– como respuesta a la interpelación
producida por el discurso del líder?
E.L.: –El momento de la interpelación
por parte del líder continúa teniendo una importancia central. Pero debemos
estar claros acerca de un punto: el líder no crea la cadena equivalencial sino
que la ayuda a consolidarse. Procesos subyacentes de equivalencias entre
demandas deben preexistir y constituir algo así como la infraestructura de la
interpelación populista. Una cierta solidaridad difusa debe existir entre, por
ejemplo, demandas concernientes a la vivienda, a la salud, al transporte, a la
escolaridad, a la seguridad, etc., que la palabra del líder ayuda a cristalizar
en torno a ciertos símbolos y a avanzar hacia objetivos políticos claramente
definidos. Si el discurso del líder es un factor activo en la constitución del
pueblo como sujeto político, las demandas populares no son tampoco creadas de
la nada: están ya allí y una interpelación que no se vinculara a ellas no
tendría el menor eco.
R.F.: –En Debates y combates ud.
discute a Negri, entendiendo que hay en él una cierta negación de la política.
¿Qué respondería Ud. a los marxistas que afirman que la política realizada en
torno al poder del Estado sería sólo “la forma burguesa (actual) de la
política”, y que por ello hay una forma de política posible que no se rige por
lo que hoy solemos llamar “política”? Es decir, una noción de la política como
extinción de la forma/Estado.
E.L.: –Yo respondería que la extinción
del Estado es una idea enteramente perimida. Es interesante ver cómo surgió.
Para Hegel la burocracia (entendida como conjunto de los aparatos estatales)
constituía la clase universal, en tanto que la sociedad civil era el mundo del
particularismo y de los intereses sectoriales. Marx pone en cuestión esta
división. Para él el Estado está también dominado por el particularismo de los
intereses privados, es tan sólo un instrumento de la clase dominante. Lo
universal tiene que emerger del seno de la sociedad civil, para lo cual se
requiere la constitución de una clase que, al emanciparse a sí misma, emancipe
también al conjunto de la sociedad. La función de clase universal es así
transferida del Estado al proletariado. Y en la sociedad reconciliada que el
marxismo postulaba, el Estado y la política no tenían lugar alguno. El destino
del Estado, por tanto, era su progresiva extinción. Desde este punto de vista
Gramsci representa una superación tanto de la visión de Hegel como de la de
Marx. Coincide con Marx en que la localización exclusiva de lo universal en la
instancia estatal es incorrecta –la drástica separación entre Estado y sociedad
civil debía ser eliminada (según afirmaba: la construcción de la hegemonía
comienza en la fábrica). Pero coincide con Hegel en que el momento de lo
universal es político –es lo que llamó “hegemonía”–. En tanto que Marx hablaba
de la extinción del Estado, Gramsci hablaba de la constitución de un “Estado
integral”. Y está claro que este último no tiene nada que ver con la forma
burguesa de la política.
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