RAFAEL LUCIANI sábado 1 de marzo de 2014
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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En 1967 el Che Guevara explicaba en su
mensaje a los pueblos del mundo (Tricontinental) que un revolucionario
debía optar por «el odio como factor de lucha, el odio intransigente contra el
enemigo que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo
convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar». Y
matizó: «nuestros soldados tienen que ser así».
Aquel joven lleno de ilusiones por la construcción de un mundo más humano, había cambiado. Ya no era el amor al pobre lo que lo movía, sino un deseo sin medida por conquistar el poder político e imponer su ideología revolucionaria. Para el Che, «un pueblo sin odio no puede triunfar», por lo que debe esforzarse en «impedir [al enemigo] tener un minuto de tranquilidad; y hacerlo sentir una fiera acosada». Así «su moral irá decayendo».
¿Cómo es posible que una persona que predicó ideales nobles y justos, pasara a ser como uno de esos victimarios que tanto criticaba? ¿Cómo pudo justificar la muerte de inocentes en nombre de una ideología y ser arrastrado por el deseo del poder político en sí mismo? Aún más, ¿cómo pudo promover ese vil sentimiento que desfigura a lo humano?
El odio comporta una dinámica psicológica de autodestrucción que convierte a la víctima en victimario, alimentando resentimientos y envidias sociales. Pero no es una fuerza natural en los seres humanos. Tiene su origen en decisiones personales que traicionan a los ideales más nobles en prácticas viles e irracionales. Ante el odio es necesaria una conversión personal.
¿Es posible sanar el odio? Sí. Un ejemplo lo encontramos en las primeras comunidades cristianas que viviendo clandestinamente y padeciendo persecuciones y torturas, nunca respondieron a sus agresores con la misma moneda. No se convirtieron en victimarios. Entendieron que la cólera y el odio eran equivalentes a matar (1Jn 3,15), y que el odio se da tanto en quien humilla con palabras como en quien asesina (Mt 5,21ss). Odiar es renunciar a tener una calidad de vida como la divina (1Jn 2,11).
No basta con saber que tenemos que cumplir con preceptos morales como «no robarás» o «no matarás». Es necesario aprender a arrancar de nuestros corazones toda forma de violencia, como la agresividad, el desprecio y los insultos. Hay que sincerar los verdaderos deseos que se esconden detrás de nuestras palabras (Mc 7,15) para reencontrar el camino que nos lleva a la vida.
Jesús reconoce, con sinceridad, que siempre habrá enemigos, gente que nos hace mal, pero invita a amarlos (Lc 6,27-36). ¿Por qué? Amar a aquellos que tenemos por enemigos no significa que les demos afecto. Significa que «no actuemos como ellos», que no nos convirtamos en victimarios. En otras palabras, es un llamado a «detener» el odio, para que no alimente nuestros deseos, palabras y acciones. Solo una sociedad sin odio puede reencontrar paz y reconciliación. ¿Seremos capaces de sanar el odio?
Tomado de: http://www.eluniversal.com/opinion/140301/jesus-y-el-che-ante-el-odio
Aquel joven lleno de ilusiones por la construcción de un mundo más humano, había cambiado. Ya no era el amor al pobre lo que lo movía, sino un deseo sin medida por conquistar el poder político e imponer su ideología revolucionaria. Para el Che, «un pueblo sin odio no puede triunfar», por lo que debe esforzarse en «impedir [al enemigo] tener un minuto de tranquilidad; y hacerlo sentir una fiera acosada». Así «su moral irá decayendo».
¿Cómo es posible que una persona que predicó ideales nobles y justos, pasara a ser como uno de esos victimarios que tanto criticaba? ¿Cómo pudo justificar la muerte de inocentes en nombre de una ideología y ser arrastrado por el deseo del poder político en sí mismo? Aún más, ¿cómo pudo promover ese vil sentimiento que desfigura a lo humano?
El odio comporta una dinámica psicológica de autodestrucción que convierte a la víctima en victimario, alimentando resentimientos y envidias sociales. Pero no es una fuerza natural en los seres humanos. Tiene su origen en decisiones personales que traicionan a los ideales más nobles en prácticas viles e irracionales. Ante el odio es necesaria una conversión personal.
¿Es posible sanar el odio? Sí. Un ejemplo lo encontramos en las primeras comunidades cristianas que viviendo clandestinamente y padeciendo persecuciones y torturas, nunca respondieron a sus agresores con la misma moneda. No se convirtieron en victimarios. Entendieron que la cólera y el odio eran equivalentes a matar (1Jn 3,15), y que el odio se da tanto en quien humilla con palabras como en quien asesina (Mt 5,21ss). Odiar es renunciar a tener una calidad de vida como la divina (1Jn 2,11).
No basta con saber que tenemos que cumplir con preceptos morales como «no robarás» o «no matarás». Es necesario aprender a arrancar de nuestros corazones toda forma de violencia, como la agresividad, el desprecio y los insultos. Hay que sincerar los verdaderos deseos que se esconden detrás de nuestras palabras (Mc 7,15) para reencontrar el camino que nos lleva a la vida.
Jesús reconoce, con sinceridad, que siempre habrá enemigos, gente que nos hace mal, pero invita a amarlos (Lc 6,27-36). ¿Por qué? Amar a aquellos que tenemos por enemigos no significa que les demos afecto. Significa que «no actuemos como ellos», que no nos convirtamos en victimarios. En otras palabras, es un llamado a «detener» el odio, para que no alimente nuestros deseos, palabras y acciones. Solo una sociedad sin odio puede reencontrar paz y reconciliación. ¿Seremos capaces de sanar el odio?
Tomado de: http://www.eluniversal.com/opinion/140301/jesus-y-el-che-ante-el-odio
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