RAFAEL ROJAS 8 ABR 2014
Rafael Rojas es historiador.
La crisis venezolana
afecta al futuro de la integración latinoamericana. Hay que dar voz a los
gobernados en las negociaciones internacionales si se desea asegurar la
democracia y la gobernabilidad en la región
Poco después de una cumbre de la
Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en La Habana, que
intentó proyectar la imagen de un consenso bolivariano regional y poco antes
del primer aniversario de la muerte de Hugo Chávez, estalló en Venezuela una
ola de protestas populares en contra del Gobierno de Nicolás Maduro que, luego
de dos meses, más de 40 muertos, cientos de heridos y miles de arrestados,
obliga a repensar el presente y el futuro de la región. América Latina vive hoy
un momento de diversificación civil y política, que ha dejado atrás la
posibilidad de cualquier consenso ideológico, de izquierda o derecha.
La crisis venezolana acentúa la
pérdida de influencia del bloque de la Alianza Bolivariana para las Américas
(ALBA) en América Latina, que ya comenzaba a percibirse desde la convalecencia
de Hugo Chávez; y merma, aún más, la capacidad del Estado venezolano para
intervenir en procesos internos de otros países, como hemos visto en las
últimas contiendas electorales. Esa depresión de la corriente bolivariana pudo
constatarse en la propia cumbre de la CELAC, en La Habana, donde Brasil, México
y Colombia tuvieron mayor relieve, y se ha confirmado en el impacto regional de
las manifestaciones en Venezuela.
Una lectura sosegada del papel de
América Latina en el conflicto venezolano demuestra que el Gobierno de Nicolás
Maduro no ha recibido el apoyo que esperaba de sus aliados. Para empezar, antes
de viajar a La Habana, el mandatario venezolano tuvo que postergar por tercera
vez la cumbre de Mercosur, programada para los días siguientes a la reunión
habanera, donde se buscaba relanzar el liderazgo de Venezuela. Ya en febrero,
la explosión interna impidió al Gobierno de Maduro concentrarse en la agenda
latinoamericana.
Caracas tuvo que destinar sus mayores
energías a evitar que otros Gobiernos mostraran, públicamente, preocupación por
la situación de los derechos humanos en Venezuela. El canciller Elías Jaua
realizó una gira maratoniana por varias capitales (La Paz, Asunción,
Montevideo, Buenos Aires, Brasilia…), en la que reiteró el relato de la crisis,
manejado por los medios oficiales del ALBA: las protestas son construcciones
artificiales de poderes foráneos (Álvaro Uribe, el imperio, la CIA…) y de sus
agentes internos (la derecha “fascista” y “escuálida”), destinadas a provocar
un golpe de Estado, según el guion de lasrevoluciones de colores y
la primavera árabe.
La celebración del aniversario de la
muerte de Chávez, en medio de las protestas, no tuvo el impacto que auguraba el
Gobierno. La maquinaria sentimental del duelo no daba más de sí y los propios
presidentes aliados, empezando por Raúl Castro —quien solo estuvo en Caracas
unas horas y tuvo que soportar un recibimiento de consignas contra la
injerencia cubana en Venezuela y hasta el desvanecimiento de la bandera de la
isla en el aeropuerto—, aportaron poco a la legitimación del Gobierno. Además
de Castro, asistieron al aniversario Daniel Ortega y Evo Morales, pero no
Rafael Correa, quien, a pesar de su apoyo a Maduro, ha mantenido una actitud
poco protagónica.
Algunos han interpretado el papel de
la CELAC y de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en la crisis
venezolana desde la óptica de la “complicidad”, pero esa interpretación cae,
con frecuencia, en el espejismo de atribuir al chavismo y al castrismo un
predominio mayor del que poseen.
La declaración de la CELAC, por
ejemplo, emitida por el canciller de Costa Rica, Enrique Castillo, manifestó
“solidaridad con el pueblo de Venezuela” y alentó a su Gobierno a “propiciar un
diálogo entre todas las fuerzas políticas del país” y a “garantizar la
institucionalidad democrática, el respeto a la ley, a la información fidedigna
y veraz y a todos los derechos humanos”. No hace mucho, Fidel o Chávez habrían
considerado esa declaración un insulto.
En cuanto a UNASUR, la posición del
bloque ha variado ligeramente desde la convocatoria a la primera reunión, que
hiciera Rafael Correa antes de la toma de posesión de Michelle Bachelet, y la
más reciente visita de los cancilleres a Caracas. A pesar de que los medios
bolivarianos, especialmente los cubanos y los venezolanos, se han empeñado en
fabricar una atmósfera de respaldo incondicional a Maduro —que reproducen
especularmente muchos opositores y críticos—, lo cierto es que las cancillerías
de Brasil, Chile, Colombia, Perú y Paraguay han entrado en contacto con
asociaciones de la oposición y la sociedad civil, como Provea, el Movimiento
Estudiantil, el Foro Penal Venezolano y la Mesa de la Unidad Democrática, y han
confirmado las denuncias de represión.
A diferencia de la CELAC o UNASUR, la
OEA es un foro que ofrece a la corriente bolivariana la ventaja de polarizar
fácilmente el Norte y el Sur de América. La resolución acrítica sobre la crisis
venezolana que propuso Bolivia en la OEA, en la que se extendía un cheque en
blanco a Caracas, fue fuertemente objetada por Estados Unidos y Canadá y, ante
la escisión, los latinoamericanos, con múltiples reservas, se inclinaron hacia
el polo bolivariano. Pero, como recuerda el periodista venezolano Fabio Rafael
Fiallo, las delegaciones de Chile, Colombia, Perú y Paraguay, además de la de
Panamá, votaron en la OEA a favor de que la sesión en la que intervendría la
diputada opositora, María Corina Machado, se abriera al público. El propio
secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, se ha manifestado en contra
del desafuero de Machado, promovido por la Asamblea venezolana, aduciendo que
es práctica común en ese foro interamericano que una delegación cobije a
políticos de otro país.
Tan solo la idea de una mediación,
como la ofrecida por UNASUR o el Vaticano, Brasil o Uruguay, implica un tipo de
intervención que parte de la premisa de que el conflicto venezolano se ha
quedado sin árbitro. El Estado es incapaz de desligarse del Gobierno, a pesar
de los esfuerzos que hacen algunas instituciones por recuperar la
imparcialidad. Ante ese escenario, sumamente cercano a una crisis de
gobernabilidad, los medios del ALBA alternan entre dos versiones: un país con
disturbios aislados, en el que la capacidad del Estado para preservar el
imperio de la ley sigue intacta, o un país siempre al borde de un golpe de
Estado, que nunca sucede.
Más allá de prudencias y vacilaciones
entendibles, la posición de América Latina ha contribuido a arrojar luz sobre
la complejidad de la crisis venezolana. Es equivocado atribuir esos escrúpulos
a intimidaciones o chantajes o a una subordinación económica o ideológica a
Caracas o a La Habana. La gobernabilidad es una condición a la que aspiran
todos los Gobiernos del área, aunque unos con mayor respeto a las normas
democráticas que otros. Si un Gobierno cualquiera interviene de manera
ostensible en la crisis interna de un vecino puede sentar un precedente
desfavorable para su propia gobernabilidad en el futuro. Y en América Latina no
hay gobernabilidad plenamente asegurada, dados los altos índices de pobreza,
desigualdad y violencia.
Las relaciones internacionales
latinoamericanas comienzan a regirse por un neorrealismo democrático, que
carece de una mínima institucionalización. De ahí la importancia de que
organismos regionales como la CELAC desarrollen herramientas de mediación y
resolución de conflictos, que establezcan, como premisa, la interlocución con
las oposiciones y las sociedades civiles de cada país. No pueden construirse
relaciones sólidas, en el siglo XXI, tomando en cuenta únicamente la forma en
que los Gobiernos interpretan los intereses nacionales. Es preciso dar voz a
los gobernados en las negociaciones internacionales, si se desea una América
Latina con democracia, gobernabilidad e integración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico