Valentina Verbal 11 abril, 2014
El siglo XX fue testigo de dos grandes
regímenes totalitarios: el nazismo y el comunismo. Sin embargo, la ideología en
que se sustentó el primero se encuentra absolutamente desprestigiada en el
mundo. En cambio, y aunque un fenómeno similar se dé en algunos países que la
sufrieron en carne propia, no sucede lo mismo con la ideología que sirvió de
soporte al segundo.
Ante lo anterior, cabe preguntarse: si
la causa principal para rechazar la libre expresión y participación política
del nazismo es el haber sido responsable de la violencia en masa —lo que en
lenguaje de derechos humanos se denomina crímenes contra la humanidad—, ¿por
qué no se aplica la misma vara al comunismo, ideología política también
responsable del exterminio de millones de personas?
Si atendemos a cifras aproximadas, las
víctimas del nazismo ascenderían a los 25 millones, sumando civiles de países
ocupados, judíos, prisioneros de guerra soviéticos, entre otros grupos humanos.
Por su parte, las víctimas del comunismo ascenderían a los 100 millones,
llevando la delantera la China maoísta (65 millones) y la ex URSS (20
millones).
Es importante aclarar que la expresión
crímenes contra la humanidad —así como la de genocidio, entendida en un sentido
amplio— se refiere a la destrucción total o parcial, a partir de una política
sistemática, de un determinado grupo humano, sea por razones étnicas,
religiosas o políticas, entre otras. Es decir, la principal característica de
estos crímenes es que se basan en una determinada identidad social. En lenguaje
más actual, se trata de delitos de odio, pero a escala masiva.
Pues bien, y más allá de las cifras,
¿cuál es la diferencia cualitativa entre los crímenes del nazismo y del
comunismo? En mi concepto, ninguna. En 1918, el líder de la Cheka (la policía
política soviética) señalaba: “No hacemos la guerra contra las personas en
particular. Exterminamos a la burguesía como clase”. Es, en otras palabras, la
consideración de que los burgueses, los cosacos, los kulaks, etc. —así como los
judíos y discapacitados, para los nazis— no poseen dignidad, no son seres
humanos.
En este sentido, el historiador
francés Stéphane Courtois, editor del Libro Negro del Comunismo (1997) —obra no
refutada de manera sustantiva— señala que “los mecanismos de segregación y exclusión
del ‘totalitarismo de clase’ se asemejan singularmente a los del ‘totalitarismo
de raza’. La sociedad nazi futura debía ser construida alrededor de la ‘raza
pura’, la sociedad comunista futura alrededor del proletario purificado de toda
escoria burguesa”. En una palabra, el “hombre nuevo”.
Otra gran pregunta es: ¿por qué el
nazismo es considerado como el símbolo por excelencia de la barbarie humana y
el comunismo, por el contrario, de los más altos ideales humanos? Una respuesta
puede ser que la fuerza en la construcción de la memoria colectiva de grupos
étnicos o religiosos (como los judíos) es extraordinariamente mayor que la de
grupos políticos diversos y sin lazos tan sólidos. Tampoco existió nunca una
suerte de Tribunal de Núremberg en contra de los dirigentes comunistas, por
ejemplo, de la ex Unión Soviética.
Una respuesta mucho más compleja
atiende a la propaganda comunista, que persiste hasta el día de hoy: la mentira
presentada como verdad, sólo porque responde a los intereses de la ideología
que se busca defender. Bajo esta lógica, las fotos de Trostky al lado de Lenin
fueron borradas. Y, lo que es más grave, en Cuba no se violan los derechos
humanos, sino que se defiende un proceso revolucionario al servicio del pueblo.
Que más popular, incluso hoy, que el Che Guevara, un fusilador racista y
homofóbico, como él mismo se vanagloriaba de serlo. Pero también hay razones
más prácticas, como la participación de los soviéticos en la derrota de la
Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial, lo que les dio una suerte de
“superioridad moral”. “El antifascismo —agrega Courtois— se convirtió para el
comunismo en una etiqueta definitiva y le ha sido fácil, en nombre del
antifascismo, hacer callar a los recalcitrantes”. Los mismos jerarcas
comunistas fueron acusadores de sus pares nazis en los juicios de Núremberg.
Un libro completo que intenta
responder a la pregunta de por qué el comunismo, pese a sus enormes crímenes,
sigue gozando de aceptación es La gran mascarada de Jean François Revel (2000).
Un par de razones aportadas por Revel son que la izquierda nunca asume errores,
es decir nunca se equivocaría sino sólo contra sí misma, y que siempre está
mediatizada por la utopía: por la sociedad perfecta que nunca llega. Esto
último se aplica a todos los planos: la izquierda nunca es juzgada por sus
resultados, sino por sus metas.
Sin embargo, y aunque pueda afirmarse,
como “justificativo”, que los regímenes comunistas nunca llegaron a construir
la sociedad comunista —sin Estado y sin clases—, lo cierto es que bajo la
bandera del comunismo se ha llevado adelante la más grande máquina de
exterminio, probablemente de toda la historia de la humanidad. Que los
comunistas chilenos —como Guillermo Teillier o Karol Cariola— no sean
responsables directos de estos crímenes, no quita que, en los mismos términos
del ex Presidente Sebastián Piñera, referidos a la dictadura de Pinochet, sean
cómplices pasivos. Por negar la existencia de crímenes contra la humanidad
bajos los regímenes comunistas, incluyendo a la Cuba de los hermanos Castro, en
que la cantidad de ejecutados y desaparecidos, según el Archivo Cuba, superaría
la cifra de 8.000. Pero también por no solidarizar con las víctimas y sus
parientes, como hace poco lo hizo Margot Honecker al tachar de idiotas a las personas
que intentaron escapar del muro de Berlín. Todo lo cual implica, en una frase,
pensar que hay seres humanos que no merecen vivir. Tal como ayer lo pensaron
Lenin, Stalin, Hitler o Pol Pot.
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