Plinio Apuleyo Mendoza 21 de Marzo del 2014
La primera vez me pareció que Caracas
tenía un aire rural y en todo caso provinciano. Bajo los tamarindos de la plaza
de Bolívar había gente tomando el fresco. Grillos que latían en el crepúsculo,
faroles antiguos y un capitolio con su cúpula blanca y elevada como una torta
de bodas parecían pertenecer a otros tiempos; quizás a los de Juan Vicente
Gómez.
Yo era todavía un adolescente y aquel
fue mi primer viaje solo fuera de Colombia. Caminaba por El Silencio, cuando un
amigo de mi padre, Vicente Gerbasi, me reconoció por casualidad y me llevó a
una fuente de soda, El Lido. Situado en un confín de la ciudad, era un islote
de luz en medio de prados donde titilaban de noche las luciérnagas y los
grillos hilvanaban una letárgica sinfonía rural.
No podía sospechar yo en aquel momento
que Caracas iba a ser sacudida por tres décadas de vértigo; que la paz de sus
patios y crepúsculos iba a saltar en añicos y que enjambres de inmigrantes
españoles, italianos y portugueses llegarían a una ciudad de recientes autopistas,
que se abrían o se enroscaban como pulpos y arañas, con derroches de neón,
artificios de vidrio y acero. Todo aquello iba a darle a Caracas otro
perfil, sin dejar casi nada de lo antiguo, salvo el Ávila y un vago perfume de
flores que todavía sigue sintiéndose cuando anochece.
Tampoco podía yo imaginar entonces
hasta qué punto Venezuela sería una carta constante en mi destino personal.
Allí viviría por toda una década, dejando amigos, nexos, recuerdos que
cualquier efímero regreso hacen revivir con intensidad. A los 22 años,
cuando dejé a París, donde adelantaba estudios de Ciencias Políticas, para
radicarme en Caracas y acompañar a mi padre en su exilio, mi protector y guía
fue Ramón J. Velásquez. Historiador, periodista, senador y muchos años más
tarde Presidente de la República, es el venezolano nacido en el Táchira que
mejor conoce a Colombia.
Hoy tiene más de 90 años y yo lo
conocí cuando no había cumplido 30. Entonces era un abogado pobre y flaco, que
conspiraba contra la dictadura de Pérez Jiménez.
Recuerdo su casa en el barrio El
Conde, muy modesta, y los artículos suyos firmados con un seudónimo que yo iba
a recoger para publicarlos en un suplemento del diario La Esfera, casi
clandestinamente, pues su firma era rehuida entonces por muchos directores de
diarios para no tener problemas con la dictadura.
El día que agentes de la Seguridad
Nacional irrumpieron en su casa a las cinco de la mañana y se lo llevaron
preso, yo lo reemplacé en la dirección de la revista Élite, entonces la más
importante del país, dirección que él ejercía de hecho, pero no nominalmente. Me
sentí muy extraño ocupando el escritorio de aquel amigo y protector que en ese
momento, quizás con esposas en las muñecas, era llevado a una cárcel de Ciudad
Bolívar, de donde saldría años más tarde, en la mañana del 23 de enero de 1958.
El
regreso de la democracia
¡Qué día inolvidable! Tras años de
vivir en un país hermético, donde nadie se atrevía a dar opiniones sobre el
régimen, vi aparecer otra Venezuela. Luego de un frustrado levantamiento de una
base militar de Maracay, durante tres semanas estallaron en las calles gritos y
protestas –como los que hoy vemos– hasta que en aquella madrugada histórica del
23 de enero cayó Pérez Jiménez.
Gabo y yo vimos desde el balcón de mi
apartamento, a las tres de la madrugada, el avión que lo llevaba a la República
Dominicana. Yo no estaba en Élite, sino en la revista Momento. Había conseguido
que Gabo dejara de pasar hambres en París para trabajar conmigo. Nos veo
en una sala de redacción desierta escribiendo un editorial –el primero de la
democracia–, mientras la ciudad vivía, en la primera luz de la madrugada y en
medio de pitos y sirenas, el delirio por la caída del dictador.
“En esta primera hora de la
democracia, los venezolanos celebramos...” Tan cercanos estábamos a Venezuela
que podíamos escribirlo así, impunemente.
Vivimos muy de cerca la reaparición de
los partidos, el regreso de su exilio de grandes dirigentes como Rómulo
Betancourt, Jóvito Villalba y Rafael Caldera, los entrevistamos y escribimos
muchos informes políticos, hasta que el propietario de la publicación decidió
confiar aquella sección de la revista a un joven diputado de Copei, esbelto y
de rotundo bigote negro: Luis Herrera Campins. ¿Podíamos imaginar que años
después sería Presidente de la República? “¿Te acuerdas cómo lo regañabas por
sus retrasos?”, me decía Gabo con risa.
En realidad, ninguno de los más
emblemáticos personajes de esa nueva democracia nos fue ajeno. La primera
entrevista con Rómulo Betancourt, cuando fue elegido Presidente, se la hice yo
en su casa para este diario. A Carlos Andrés Pérez lo acompañé en un avión
privado a sus parajes natales, en el Táchira. El día que fue elegido Presidente
por primera vez desayuné en su casa.
De Gustavo Machado, fundador y dirigente
del Partido Comunista venezolano, fui cercano amigo. Escribí, tras muchas horas
de conversaciones con él, una completa biografía suya. Fue reeditada cuando
cumplió 80 años y él me la envió con una nota, que todavía conservo, en la cual
me llama “testigo y actor del periodismo venezolano”.
Personajes
inolvidables
Son muchos. Por petición de su madre,
me convertí en protector paternal de una jovencita venezolana de cuya vocación
de cineasta me hice cargo haciéndola viajar a París para estudiar en el Idhec.
Hoy es famosa directora de cine: Fina Torres.
Nunca he podido olvidar a dos grandes
figuras del periodismo venezolano, cercanos amigos: Miguel Ángel Capriles y
Miguel Otero Silva, el famoso escritor y director de El Nacional. Miguel
Henrique, su hijo, libra hoy una heroica batalla contra el régimen chavista.
Teodoro Petkoff, el fundador del MAS y
también valeroso director del diario Tal Cual, tiene para mí una connotación
familiar. Hace muchos años –no recuerdo cuántos– hicimos un largo viaje en su
automóvil por las riberas del lago de Maracaibo y luego por los Andes y los
llanos. Nunca olvidó él, años más tarde, que, gracias a una intervención mía,
Gabo le dio a su partido, el MAS, los dineros del premio Rómulo Gallegos.
Luego de vivir en Venezuela en los años
cincuenta, regresé a Colombia y luego a Francia, pero jamás perdí contacto con
este, mi segundo país. Volví allí cada año. Dos hermanas permanecían en
Caracas dirigiendo conocidas publicaciones. Sí, a medida que se aproximaba el
fin del siglo XX no dejaba de inquietarme cierto deterioro de la democracia por
culpa de una clase política, vinculada a los dos grandes partidos, que iba
encerrándose, como la nuestra, en sus exclusivos intereses. El fervor
popular de otros días había desaparecido.
La
Venezuela de hoy
¿Pude imaginar el desastre que iba a
representar para Venezuela, incluso para el continente, la llegada de Chávez al
poder? Francamente, no. Incluso, cercanos amigos, hoy perseguidos por Maduro,
lo vieron en su momento como una nueva y promisoria alternativa. Quince años
después, el desastre dejado por el régimen chavista es monumental. Puede
expresarse en tres palabras: despilfarro, corrupción y autoritarismo. El
chavismo tiene a la vez sesgos propios del fascismo y del castrismo.
Con su desaforado populismo, logró por
primera vez en Venezuela y en los países que han seguido el mismo rumbo, una
peligrosa fractura social. De un lado, aparecen las maltrechas clases
populares que se beneficiaron de manera efímera con las prebendas obtenidas por
la renta petrolera.
Del otro lado, las clases media y alta
y sectores sindicales, que miran con toda lucidez las funestas políticas que
han arrasado al país: la manera abusiva como el Estado ha puesto su mano en la
actividad económica con su control de precios, de cambios, del comercio
exterior, y el clima ingrato que ha creado para los inversionistas locales e
internacionales. Baja producción, obligada importación de productos básicos,
delirante escasez, la inflación más alta del continente (56 por ciento), creciente
devaluación de la moneda, y las divisas agotándose cada día más.
Un desastre, al cual se agrega la
grave crisis hospitalaria con ausencia de medicamentos básicos, cortes
eléctricos y una inseguridad que hace de Caracas la ciudad más peligrosa del
planeta, con más de 25.000 homicidios por año, además de robos y secuestros.
La Venezuela que ahora sale a las
calles para impugnar el régimen de Maduro me recuerda a la Venezuela de ayer,
la que apareció repentinamente en los primeros días de 1958, con mítines y
protestas que acabaron produciendo la caída de Pérez Jiménez. Tal fenómeno, que
hierve en las raíces históricas del país, ha vuelto a estallar en las calles
con más fuerza que nunca. Sí, es el grito de un bravo pueblo que cuando aparece
no se rinde.
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