DAVID WILKINSON 16 ABR 2014
Daniel
Wilkinson es subdirector para las Américas de Human Rights Watch. Este artículo
fue publicado en inglés por el New York Review of Books.
Para que se produzca un
diálogo genuino, el Gobierno deberá dejar atrás las tácticas autoritarias que
ha estado empleando para dirigir el país
Recientemente, el presidente
venezolano, Nicolás Maduro, publicó una columna de opinión en el periódico The
New York Times en un intento por contrarrestar la cobertura desfavorable que ha
recibido su Gobierno en la prensa tras la represión de múltiples protestas en
los dos últimos meses. Acusó a los medios internacionales de haber
“distorsionado la realidad” de Venezuela al describir las protestas como
pacíficas y a la democracia del país como “deficiente”. Sin embargo, las
medidas que adoptó para responder a las protestas en el país demostraron que
las deficiencias de la democracia venezolana son absolutamente palpables. No
sólo las fuerzas de seguridad han cometido abusos contra manifestantes que no
estaban armados, sino que además su Gobierno ha censurado la transmisión
informativa de las manifestaciones y encarcelado a un dirigente opositor que
apoyó las movilizaciones.
El presidente Maduro ha enfrentado
dificultades importantes desde que triunfó por una ajustada diferencia en las
elecciones presidenciales celebradas hace un año. Fiel discípulo de Hugo
Chávez, fallecido en marzo pasado, Maduro heredó el apoyo de cerca de la mitad
de los votantes del país, muchos de los cuales se han beneficiado con los
programas sociales gestionados por el Gobierno durante la última década. Pero
también heredó una de las tasas de homicidio más altas del mundo y una economía
que atraviesa serios problemas, con un índice de inflación que el año pasado
sobrepasó el 56%, al cual se agrega una escasez crónica de alimentos,
medicamentos y otros artículos de primera necesidad.
Las actuales protestas comenzaron a
principios de febrero, cuando estudiantes universitarios del Estado de Táchira
se congregaron para exigir mayor seguridad pública. Las protestas se propagaron
rápidamente por el país, y a las demandas iniciales se fueron sumando otras,
como críticas a la inflación y al desabastecimiento. Poco después se sumaron
también miembros de la oposición política venezolana, cuyo candidato moderado,
Henrique Capriles, casi había conseguido derrotar a Maduro en los comicios de
abril pasado. El posterior intento de Capriles por convertir las elecciones
regionales de diciembre en un referendo sobre la continuidad de Maduro fracasó,
y los candidatos oficialistas finalmente se impusieron. Luego, varios de los
líderes más combativos de la oposición llamaron a sus simpatizantes a
participar en las marchas y declararon que no abandonarían la protesta hasta
conseguir “la salida”, o sea, que Maduro dejara de ser presidente.
El 12 de febrero, Caracas fue
escenario de sucesos violentos en los que algunos manifestantes arrojaron
piedras y miembros de las fuerzas de seguridad dispararon municiones. Tres
personas murieron a causa de los disparos, incluidos dos manifestantes y un
partidario del Gobierno, lo cual suscitó una nueva ola de protestas en más de
20 ciudades. Si bien la mayoría de las protestas se han desarrollado
pacíficamente, en muchos lugares los manifestantes han instalado barricadas, y
algunos han lanzado piedras y cócteles Molotov. Las fuerzas de seguridad fueron
movilizadas para contener las manifestaciones, y hay numerosas acusaciones de
abusos, incluidos casos en que se abrió fuego contra manifestantes que no
estaban armados y de personas que sufrieron palizas mientras permanecieron
detenidas. Bandas de civiles armados afines al Gobierno han circulado en
motocicletas por distintas ciudades y han atacado a manifestantes e infundido
temor para evitar que nuevas personas se sumaran a las protestas. Gran cantidad
de personas han resultado heridas y más de 30 han perdido la vida, incluidos
civiles, policías y miembros de la Guardia Nacional.
En su columna en el Times, Maduro
reconoció que las fuerzas de seguridad cometieron abusos, pero insistió en que
habían sido muy aislados y que su Gobierno “había respondido con la detención
de los presuntos responsables”. Las autoridades han arrestado, en efecto, a más
de una decena de miembros de las fuerzas de seguridad en las últimas semanas
(si bien lo hicieron a raíz de que se trascendieran grabaciones de vídeo que
mostraban el uso de armas de fuego contra manifestantes). Sin embargo, su
primera reacción a los asesinatos del 12 de febrero consistió en arrestar a
políticos de la oposición.
El primero fue Leopoldo López, líder
del partido Voluntad Popular y uno de los actores que más enérgicamente ha
exigido la salida de Maduro. El ministro de Relaciones Exteriores, Elías Jaua,
señaló a López como el “autor intelectual” de los acontecimientos violentos del
12 de febrero, y la Fiscalía General gestionó rápidamente una orden de
detención en su contra por diversos cargos, incluido el de homicidio. Consiguió
asimismo que se librara una orden de arresto contra Carlos Vecchio, también
dirigente de Voluntad Popular, y otras dos figuras de la oposición. Después de
ocultarse varios días, López finalmente se entregó y fue trasladado a una
prisión militar, donde lleva detenido casi dos meses. Vecchio y los otros
opositores se mantienen en la clandestinidad. El Gobierno aún no ha presentado
evidencias creíbles que vinculen a López o los demás con hechos de violencia u
otros delitos.
En marzo, las autoridades también
comenzaron a perseguir a alcaldes opositores. El 19 de marzo arrestaron a
Daniel Ceballos, alcalde de la ciudad de Táchira, donde comenzaron las primeras
protestas, quien había denunciado el uso de la fuerza contra manifestantes por
el Gobierno, y a Enzo Scarano, alcalde de uno de los municipios de la ciudad de
Valencia donde también se habían producido protestas. El mismo día de las
detenciones, el Tribunal Supremo condenó al alcalde Scarano a más de diez meses
de prisión por no acatar una orden judicial que disponía el levantamiento de
cortes de vías de circulación organizados por los manifestantes, y la semana
siguiente condenó al alcalde Ceballos a un año de prisión por el mismo delito.
Desde entonces, el Tribunal ha dictado órdenes de detención contra otros cuatro
alcaldes, y confirmó la decisión de la mayoría oficialista en la Asamblea
Nacional que destituyó a la legisladora María Corina Machado, aliada política
de López, para que ella también fuera procesada.
Estas causas penales alertan sobre uno
de los problemas más flagrantes de la democracia venezolana en la actualidad:
la ausencia de un poder judicial independiente. Desde que el Tribunal Supremo
fue copado por magistrados chavistas en 2004, sus miembros han rechazado
abiertamente la noción de separación de poderes y se han comprometido
públicamente a apoyar las políticas del Poder Ejecutivo. Numerosos jueces de
tribunales inferiores han recibido fuertes presiones para no emitir
pronunciamientos que vayan contra intereses del Gobierno. El juez que reconozca
los derechos de López y otros líderes de oposición se expone a ser destituido
de manera sumaria por el Tribunal Supremo, o incluso sufrir represalias más
severas. En 2009, cuando la jueza María Lourdes Afiuni, para dar cumplimiento a
una recomendación de la ONU (y a lo dispuesto por el Derecho venezolano),
otorgó la libertad condicional a un opositor del Gobierno, el presidente Chávez
exigió que fuera encarcelada. Permaneció más de un año en prisión, al cual se
añadieron otros dos bajo arresto domiciliario.
El presidente Maduro y su ministro de
Justicia han señalado en varias oportunidades que corresponde al sistema
judicial determinar si los políticos que fueron encarcelados son culpables de
los delitos que se les atribuye. Sin embargo, a la luz del control que ejerce
el Gobierno sobre la justicia, estas garantías pierden plausibilidad, al igual
que la afirmación de Maduro de que los funcionarios públicos que han cometido
abusos responderán por sus actos.
Los esfuerzos del Gobierno por
controlar la información sobre las protestas han sido igualmente alarmantes. El
11 de febrero, antes de que se produjeran víctimas fatales, el director del
órgano del Estado que regula a los medios de comunicación les advirtió que
podrían sufrir consecuencias legales por sus transmisiones de los sucesos
violentos en el marco de las protestas. La advertencia era válida. Durante la
presidencia de Chávez se dictaron normas que prohíben difundir mensajes que
“fomenten zozobra en la ciudadanía” u “ofendan” a funcionarios gubernamentales,
y autorizan al Gobierno a cerrar canales de televisión y estaciones de radio
cuando lo considere “conveniente a los intereses de la Nación”.
Pocas horas después de las primeras
muertes el 12 de febrero, el presidente Maduro obligó a proveedores de
televisión por cable a interrumpir la señal de NTN24, un canal internacional de
noticias que se transmite en toda América Latina, debido a su amplia cobertura
de los hechos violentos. Al día siguiente, anunció que su Gobierno “tomar[ía]
medidas” contra la agencia de noticias France Presse por haber “distorsionado
la verdad de los acontecimientos ocurridos el miércoles 12 de febrero”. El 16
de febrero, la ministra de Comunicaciones e información anunció que el Gobierno
“tomar[ía] acciones judiciales” contra periódicos nacionales e internacionales
por utilizar “fotografías manipuladas” para la cobertura informativa.
El presidente Maduro se dirigió luego
a CNN, y anunció el 20 de febrero que había iniciado los procedimientos para
sacar del aire al canal en Venezuela. Según afirmó, CNN participaba en
“propaganda de guerra” con la intención de “justificar la guerra civil en
Venezuela y la intervención del ejército gringo [en el país]”. Siete
periodistas de CNN informaron que les fueron revocadas sus licencias de prensa.
Al día siguiente, Maduro cambió repentinamente el rumbo y declaró con tono
victorioso que CNN había “rectificado” su cobertura y, por lo tanto, se le
permitiría seguir transmitiendo desde el país.
Las embestidas contra estos canales
internacionales no constituyeron simples actos de improvisación ante la
inminencia de una crisis, sino la más reciente medida de presión de una
estrategia que, desde hace una década, pretende controlar el contenido de las
noticias de la televisión venezolana. Cuando Chávez fue separado brevemente del
poder en 2002 durante un fugaz golpe de Estado, los cuatro principales canales
privados de televisión dieron amplia cobertura a la intentona golpista, y luego
suspendieron la transmisión cuando partidarios de Chávez se movilizaron
masivamente para exigir que fuera restablecido en el cargo. Tras el golpe,
Chávez adoptó medidas enérgicas para reducir el acceso de sus opositores a las
señales de radio y televisión, incluso advirtiendo reiteradamente a los canales
y estaciones que podrían perder su licencia. Dos de los cuatro canales privados
redujeron su programación crítica, un tercer canal fue obligado a salir del
aire y el cuarto fue acosado mediante sanciones administrativas y acciones
penales, hasta que su titular finalmente lo vendió a inversionistas
aparentemente vinculados con el Gobierno, que han limitado significativamente
su programación crítica.
El Gobierno también aumentó de uno a
seis la cantidad de canales de televisión gestionados por el Estado y ejerció
asiduamente su facultad de transmitir "cadenas" o emisiones
obligatorias. Así, ha exigido a todos los canales de televisión y estaciones de
radio del país que interrumpieran su programación habitual para transmitir
cientos de mensajes presidenciales: en estas transmisiones, Chávez anunciaba
nuevas políticas, inauguraba escuelas, se dirigía a los asistentes de reuniones
políticas, tocaba la guitarra, celebraba su cumpleaños y, casi sin excepción,
increpaba a sus detractores.
Estas tácticas continúan con la
presidencia de Maduro. Los canales venezolanos han evitado transmitir en vivo
protestas contra el Gobierno, pero sí lo hacen cuando se trata de
manifestaciones a favor del actual mandatario. Desde el 12 de febrero, el
Gobierno ha ordenado más de 30 cadenas nacionales, que suman más de de 45 horas
de transmisión, algunas de las cuales han sido usadas por Maduro para denunciar
que los manifestantes intentaban instigar un golpe “fascista”. Si bien algunos
programas de noticias han entrevistado a dirigentes opositores y críticos del
Gobierno, lo hacen acatando restricciones legales y políticas. Un defensor
local de derechos humanos que fue invitado a un programa me comentó, por
ejemplo, que el conductor le advirtió antes de salir al aire que el canal había
recibido instrucciones del Gobierno de tratar el tema de las barricadas con
suma cautela. Esta semana, un presentador de noticias de uno de los principales
canales renunció mientras estaba al aire debido a las restricciones impuestas a
la cobertura que, según indicó posteriormente, incluían “instrucciones
específicas” de no usar las palabras “barricada”, “desbastecimiento” ni
“protesta pacífica”.
Maduro interrumpió la señal del canal
latinoamericano NTN24 y amenazó con sacar del aire a CNN
Las amenazas contra CNN y la censura
de NTN24 también han enviado un mensaje a los medios venezolanos, según señalan
defensores locales de la libertad de prensa, quienes aseveran también que
miembros de las fuerzas de seguridad han intimidado a periodistas que informan
sobre los enfrentamientos en las calles. El Sindicato Nacional de Trabajadores
de la Prensa de Venezuela ha documentado más de 170 “actos de agresión”
cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad contra periodistas,
incluidas agresiones físicas, amenazas y detenciones. Por ejemplo, el fotógrafo
de la revista Exceso Rafael Hernández fue detenido luego de captar con su
cámara el momento en que un policía golpeaba a una mujer, y recibió varias
palizas durante las nueve horas que permaneció retenido. La policía confiscó su
cámara y las imágenes.
Las cifras del Sindicato Nacional de
Trabajadores de la Prensa serían más alarmantes si tomaran en cuenta las
agresiones contra ciudadanos comunes que han documentado por su propia
iniciativa la violencia contra manifestantes. Marvinia Jiménez, de profesión
costurera, fue atacada por una oficial de la Guardia del Pueblo cuando intentó
filmar con su teléfono a miembros de la Guardia Nacional mientras disparaban a
manifestantes. Jiménez fue arrojada al asfalto, y una vez allí la oficial la
inmovilizó sentándose encima de ella y la golpeó en la cabeza con su casco, a
raíz de lo cual sufrió graves contusiones en el rostro. Pasó la noche detenida
y actualmente enfrenta cargos por resistirse a la detención. Afortunadamente,
varias personas filmaron la golpiza con sus teléfonos celulares y pudieron
mostrar al mundo lo sucedido.
Los defensores de Chávez y Maduro a
menudo intentan restar gravedad a las preocupaciones sobre la situación de la
libertad de prensa en Venezuela, mostrando para ello ejemplos de información
crítica con el Gobierno que se publica en varios periódicos del país. Es cierto
que el Gobierno no ha atacado a la prensa escrita con la misma determinación
con la que arremetió contra medios televisivos, posiblemente debido a que los
venezolanos que leen periódicos son sólo un pequeño sector comparado con
quienes ven televisión. Sin embargo, varios periódicos han sido objeto de
sanciones administrativas —e incluso acciones penales— por su cobertura
informativa. En noviembre pasado, el director de El Mundo, un diario de baja
circulación, fue despedido después de que Maduro fustigara públicamente la “perversidad
de los dueños”, en reacción a un titular donde se criticaba a su Gobierno.
Y desde que empezaron las protestas,
Últimas Noticias, el periódico de mayor circulación del país, ha recibido
presiones por su línea informativa independiente. Tal vez su artículo más
importante haya sido un análisis de grabaciones de vídeo tomadas el 12 de
febrero, que captaron imágenes de policías uniformados acompañados por hombres
vestidos de civil mientras disparaban contra manifestantes que intentaban
escapar del lugar, y en las cuales incluso se ve cómo uno de ellos cae abatido
a causa de un balazo mortal en la cabeza. Cuando este material se difundió por
Internet el 19 de febrero, se convirtió en la primera evidencia firme de que
los agentes de las fuerzas de seguridad habían empleado fuerza letal contra
manifestantes que no estaban armados, y para el Gobierno se tornó más difícil
atribuir esa violencia a la oposición. Sólo después de este informe comenzaron
los arrestos de miembros de las fuerzas de seguridad, y la fiscalía se sintió
obligada a retirar los cargos de homicidio contra Leopoldo López.
Sin embargo, pronto se hizo evidente
que no sería fácil para el periódico seguir publicando estas revelaciones. Poco
después de la difusión del informe, el presidente del grupo de medios al cual
pertenece Últimas Noticias renunció a su cargo y fue reemplazado por un
exgobernador y abierto partidario del Gobierno de Maduro. La vicepresidenta del
grupo renunció una semana después, y explicó que su decisión se debió a que el
nuevo presidente le había pedido que politizara el contenido del periódico. Y a
fines de marzo, la directora de la Unidad de Investigación del periódico, que
había preparado el informe del 19 de febrero, renunció a modo de protesta
cuando este medio decidió en el último momento no publicar otro artículo sobre
las manifestaciones debido a que era demasiado “político”.
Ese artículo —que desde entonces ha
sido publicado de manera independiente— es obra de la experimentada periodista
Laura Weffer, quien estuvo presente y dialogó con manifestantes y también con
miembros de la Guardia Nacional durante enfrentamientos en la Plaza Altamira,
la principal plaza de Caracas donde se han congregado los manifestantes desde
el 12 de febrero. El artículo de Weffer describe a los manifestantes como
personas de origen humilde que se vuelcan al activismo debido a la difícil
situación económica. También ofrece a varios soldados la oportunidad de contar
su perspectiva. Un joven soldado de la Guardia Nacional cuenta: “Mi mamá, del
Zulia, tiene que calarse la misma cola que la que hacen estos chamos, para
comprar cualquier pote de aceite. Yo creo que ellos tienen razón, pero a veces
se pasan”.
Pero esta información no coincide con
la versión que ofrece el Gobierno de la realidad, según la cual, como Maduro
escribió en el Times, “las protestas son organizadas por personas de los
sectores más privilegiados de la sociedad” que no están en contacto con las
aspiraciones del pueblo venezolano.
De hecho, para Maduro y sus
seguidores, la verdadera ofensa cometida por López y otros opositores es haber
usado “la salida” como su eslogan. En su opinión, el reclamo de que el
presidente renuncie al poder equivale a un golpe de Estado. Sin embargo, exigir
la salida no constituye un golpe de Estado; tampoco es, ni debería ser, un
delito. Un golpe se produce cuando se toma el poder por la fuerza, y no cuando
simplemente se reclama la dimisión. En una sociedad democrática, las personas
deberían tener la libertad de tomar un megáfono, marchar por las calles y pedir
lo que quieran a sus líderes electos.
Si la salida es o no una estrategia
política acertada, eso ya es otro asunto. Algunos líderes de oposición han
criticado esta retórica. El ex candidato presidencial Capriles ha instado a la
oposición a que se ocupe de problemas concretos que afectan a la mayoría de la
población. Difícilmente la oposición pueda sumar a sus filas a expartidarios de
Chávez si estos creen que un nuevo golpe está en ciernes. También es menos
probable que los manifestantes puedan estar seguros en las calles si miembros
de las fuerzas de seguridad y bandas afines al Gobierno también creen en la
posibilidad de un golpe de Estado. Y no debería sorprendernos que esta creencia
esté extendida: durante más de una década, el Gobierno se ha ocupado de
mentalizar a sus partidarios para que vislumbren el riesgo de un golpe de
Estado prácticamente en cualquier situación. También lo hace Maduro en su
artículo en The New York Times, cuando pone de relieve que algunos opositores
apoyaron el breve golpe de 2002.
Ese evento se produjo hace doce años.
En cambio, el daño que el Gobierno venezolano le está causando a la democracia
en el país está sucediendo ahora: encarcela a opositores políticos, controla al
Tribunal Supremo, intimida a jueces, golpea a manifestantes, comete abusos
contra detenidos, tolera a violentas bandas de civiles armados que defienden al
Gobierno, cierra canales de televisión, censura a periodistas y llena las ondas
con transmisiones obligatorias en las cuales el presidente califica de
criminales y ”fascistas” a sus críticos.
Algunas voces sensatas, tanto dentro
de Venezuela como en el exterior, han señalado que la única salida a la crisis
actual es a través del diálogo entre el Gobierno y sus opositores, y el 8 de
abril el presidente y líderes de la oposición acordaron iniciar conversaciones.
Para que se produzca un diálogo genuino, la oposición deberá, casi sin ninguna
duda, abandonar la exigencia de que el Gobierno deje el poder. Pero, sobre
todo, el Gobierno deberá dejar atrás las tácticas autoritarias que ha estado
empleando para dirigir el país.
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