Carolina Gómez-Ávila 03 de julio de 2021
El 13
de marzo de 2020 supimos de los dos primeros casos de covid-19 en Venezuela.
Tres días después, todo el país comenzó a recorrer una montaña rusa:
cuarentenas radicales, radicalísimas, flexibles o flexibilísimas que
convergieron, todas, en peajes, trampas, ardides o burlas.
Pasados
15 meses, creo que todo venezolano puede contar al menos una víctima mortal en
su entorno cercano, pero le horroriza más no poder salir a la calle a generar
ingresos. El problema es que la desesperación por sobrevivir, económicamente
hablando, no es el mejor estado emocional para cuidarse y sobrevivir
biológicamente hablando. Así que, a pesar de que el pueblo se da cuenta de que
está en riesgo, prefiere fingir que no lo está y echarse a la calle, aunque eso
signifique que la familia entera se contagie, como ha pasado, y descubra, por
las malas, que la enfermedad no solo puede ser mortal, sino que en el mejor de
los casos es muy cara.
La
política —no la ciencia— ha sido protagónica en la atención que el poder le ha
dado a la pandemia. Los menjurjes, en infusión o en gotas, han servido para
esquilmar a un pueblo que, además de la pobreza, vive la tragedia de la
ignorancia.
Por
falta de escrúpulos, el poder prohibió la vacuna más barata del planeta y
negoció, porque lo hacía con los rusos y los chinos, las más caras disponibles.
Tratando de torcerle el brazo al castigo internacional, intentó que el
mecanismo Covax les reconociera dineros de cuentas sancionadas. Prefirieron no
pagar un pequeñísimo saldo deudor pero sí contratar millones de una candidata vacunal
para convertirnos en cobayas.
Sedujo
a unos empresarios torpes para que nos hicieran creer que un futuro económico
en esta distopía es posible. Los empresarios torpes creyeron que tendrían
aseguradas vacunas para sus trabajadores. El poder encontró que el bien era
apetecible y permitió el mercado negro y la falsificación.
Disponiendo
de un mecanismo efectivo de control social, pudo establecer un correcto plan de
vacunación —con las prioridades que la ciencia y la sensatez exigen— pero
prefirió que reinara el desmadre —con SMS o sin ellos, con la edad o sin ella,
con causa o sin causa alguna— lo que genera más y mejor sumisión.
Ordenó
a sus recién adquiridos opositores que tacharan de «excusa para la abstención»
el hecho de no estar vacunados, sin detenerse en la gravedad de lo que esa
aseveración implica en la salud y en lo ético, lo social, lo político y lo
económico. Una agresión al pueblo que solo se explica por la necesidad que
tienen de alta participación electoral en su evento privado del 21 de
noviembre.
Entonces,
justo entonces, el problema de la vacunación pasó a estar en nuestras manos.
Sabemos que las colas son sitios de contagio, así que tenemos una razón de vida
o muerte para negarnos a menos que se implemente un verdadero plan de
vacunación masivo, que debería arrancar a la brevedad para que el 21 de
noviembre el 80% de la población adulta ya haya cumplido las necesarias tres
semanas desde la segunda dosis de cualquier vacuna, reduciendo (no eliminando)
los riesgos.
Si a
usted le parece que negarse a ofrecer su vida en sacrificio, para darle poder a
quienes ya lo tienen, es una excusa, usted no quiere su vida, usted no será
capaz de respetar la de otros si llega a tener poder, ni entiende bien que no
hay bondad alguna que esperar de las partes. Niéguese a contagiarse. Tiene
usted ese derecho.
Carolina
Gómez-Ávila
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