MICHAEL PENFOLD 03 de septiembre de 2021
@penfold_michael
Si el
chavismo y la oposición fijan por consenso un cronograma de elecciones más
competitivas, la posibilidad de que el drama se repita sigue siendo altísima y
sin árbitros creíbles ningún acuerdo será definitivo
En una
encuesta reciente, la opinión pública venezolana revela un fuerte deseo de ver
un cambio democrático en el país, pero sus ciudadanos persisten en el
escepticismo sobre poder observar esa transformación en el corto plazo. No es
para menos. Venezuela ha tratado todo tipo de malabarismos, desde protestas
masivas, votaciones, abstenciones electorales, insurrecciones e incluso el
apoyo a un Gobierno interino, que se ha venido debilitando tanto
internacional como domésticamente sin lograr ese viraje democrático. Dos
terceras partes de la población dicen abiertamente querer un cambio político, y
más de la mitad de las personas aceptan que cualquier salida pasa por una
negociación entre el chavismo y la oposición. Esa misma mayoría piensa que la
probabilidad de que un proceso de esa naturaleza pueda llegar a ocurrir, con
Maduro en el poder, es verdaderamente baja. Este es sin duda el mayor triunfo
del chavismo: la gente optó, en medio de una destrucción económica y una crisis
de servicios públicos nunca vista en la historia moderna de América Latina, por
asumir que el cambio político de una nación petrolera en ruinas es más una
aspiración que una certeza.
Es por
ello que la opinión pública reaccionó con una absoluta incredulidad cuando las
delegaciones de Maduro y de la oposición se reunieron sorpresivamente en Ciudad de México a
principios de agosto, después de varios meses de conversaciones secretas, para
iniciar un nuevo proceso de negociación. Aunque también dejó transpirar un
deseo oculto que la negociación pudiese poner un punto final a tantas penurias.
El acto en el Museo de Antropología de México, en el que ambas partes
firmaron unos principios y unas reglas, así como un objetivo común
de buscar restaurar el orden constitucional para promover una convivencia
pacífica -en un acto sobrio y corto-, parecía más bien un verdadero milagro.
¿Puede realmente este proceso de negociación en México resultar exitoso? ¿No
será el mismo círculo vicioso al que ya hemos asistido en el pasado?
Las delegaciones, que se vuelven a reunir del 3 al 6 de septiembre, ahora deben
demostrar que esta vez el proceso va en serio y que aquello no fue una simple
ceremonia protocolar.
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Hay
indicios para ser moderadamente optimistas. Para empezar, la oposición, en
especial su ala más dura, que ha sido fuertemente reprimida y tiene a sus
líderes más representativos en el exilio, ha terminado por aceptar que la negociación es inevitable y que sus alternativas
para subvertir por la fuerza a los militares y a otros factores del chavismo, a
través de sanciones y la máxima presión internacional, es un camino que
fracasó. El chavismo y las fuerzas armadas se mantienen cohesionados frente a
esas amenazas externas y tienen la disposición de seguir profundizando un
modelo autoritario si es necesario. El ala más moderada de la oposición, en
cambio, en conjunto con la sociedad civil venezolana, realizó una serie de
negociaciones en Caracas con el chavismo, que permitió una renovación del Consejo Nacional Electoral en mayo
de este año, sin que fuera bombardeada por Estados Unidos y que fue declarada
por Europa como un primer paso en la dirección correcta. También terminó por
convencer a sus detractores, en especial al interinato de Guaidó, de la
conveniencia de retomar negociaciones más amplias e integrales con la facilitación del Reino de Noruega.
Es así
como la oposición democrática asiste a Ciudad de México, con todas sus
distintas facciones presentes, sabiendo que las sanciones internacionales y el
aislamiento diplomático ya no sirven para cambiar de régimen, pero sí, quizás,
para negociar una “apertura” político-electoral del sistema. Llegan a la mesa
un poco tarde, aunque con un mayor sentido de las ásperas restricciones que
enfrentan, con heridas internas profundas entre radicales y moderados que aún
deben ser sanadas. Ambos grupos ya dan por descontado que la lucha es electoral
y que una transición rápida por la vía de la fuerza pareciera haberse
evaporado. Los partidos del llamado G4, sin una unidad política verdadera que
conecte con los sufrimientos de la población y aun obteniendo condiciones
electorales más favorables, corren el riesgo de perder los comicios, incluyendo las elecciones regionales y locales que se están
organizando para noviembre de este año y que pueden llegar a contar con la
observación europea.
El
chavismo también llega a la conclusión de que la negociación es necesaria.
Acepta que no tiene manera de desmontar las sanciones internacionales ni
obtener ningún tipo de reconocimiento político –aún sin ser legitimado– sin
pasar por alguna transacción con la oposición que sea a su vez validada por la
comunidad internacional. También entiende que requiere de un marco
institucional que lo proteja, al menos en la jurisdicción venezolana, de los
procesos judiciales que algunos altos personeros mantienen abiertos en EE UU y
de otro que sigue en curso en la Corte Penal Internacional. El chavismo ha
invertido muchos recursos en dividir a la oposición y también en tratar de
negociar directamente con EE UU sin ningún tipo de intermediación opositora.
Todos estos esfuerzos han fracasado. Al final, el chavismo ha tenido que
admitir que solo una solución negociada con la oposición democrática, con la
facilitación de Noruega en México, le puede permitir una “normalización”
política, su reinserción internacional y una mayor protección judicial.
Lamentablemente,
la idea de una negociación exitosa también es frágil. La razón: la oposición no
lleva ninguna alternativa real a la mesa y su poder de negociación es más bajo.
Por el contrario, el chavismo puede optar por abandonar la mesa y seguir
resistiendo en el poder tal como lo viene haciendo, aún si eso supone incurrir
en algunos riesgos en el mediano y largo plazo. Esto va a plantear serios dilemas
para la oposición, quienes van a tener que convivir con un acuerdo en el caso
de que se produzca una solución, y en el que deberán otorgar muchas garantías a
los chavistas y también muchos controles sobre los tiempos y la forma de
ejecución de cualquier acuerdo político-electoral. La idea de que Maduro va a
abandonar el poder en el corto plazo o que si pierde alguna elección no va a
buscar resguardarse política y judicialmente es más una aspiración que un dato
objetivo. Uno de los problemas que va a enfrentar la oposición es que la
amenaza de las sanciones como instrumento de negociación es menos efectiva que
hace unos años atrás, en parte porque el régimen ha aprendido a convivir con
ellas. Eso no quiere decir que no prefieran que sean removidas, pero en cualquier
caso tendrán que hacerlo más en los términos que ellos aspiran que en los que a
la oposición le hubiese gustado conceder para garantizar la “irreversibilidad”
de una transición democrática.
Afortunadamente,
la hábil facilitación de Noruega, con el aval tanto de Europa como de EE UU, ha
fabricado ciertos cambios a la arquitectura de la negociación que permiten
darle mayor flexibilidad al proceso. Esta arquitectura también se ha construido
con el apoyo de Rusia, China y Turquía. Las partes han concedido que en
principio la negociación debe ser integral, es decir, que los puntos de la
agenda solo se dan por concluidos cuando todo esté negociado. Pero también
aceptan que podrán ir avanzando por fases o por acuerdos parciales en la medida
en que las partes así lo acepten. EE UU ha respaldado esta posición al anunciar
públicamente que las sanciones se podrán ir removiendo progresivamente de
acuerdo a cada una de los acuerdos parciales que las partes hayan ido
alcanzando, siempre que estos sean definitivos.
Hasta
el momento ningún actor ha precondicionado los resultados de ningún acuerdo a
un avance de elecciones, sino a un cronograma electoral que esté previamente
fijado y consensuado. En principio, ese cronograma, según la visión chavista,
incluye elecciones regionales y locales en 2021, revocatorio presidencial en
2022, elecciones presidenciales en 2024 y elecciones legislativas en 2025. De
acuerdo a la visión opositora, tanto las elecciones presidenciales como
legislativas deben ser repetidas, pues los últimos comicios han sido
fraudulentos e ilegítimos. Curiosamente, ningún país, y muy especialmente EE
UU, ha solicitado expresamente un adelanto de elecciones, sino que han sido
enfáticos en demandar la restauración de todos los derechos políticos y civiles
y el otorgamiento de garantías electorales como piso mínimo de la negociación.
No obstante, EE UU ha dicho que no dejará de reconocer a Guaidó como presidente
interino, así sea simbólicamente, ni tampoco reconocerá ningún poder público
chavista en tanto no haya elecciones libres y la renovación de los poderes
públicos haya ocurrido en su totalidad.
Lo que
sí está muy claro es que tanto el chavismo como la oposición, para poder a
travesar las peligrosas corrientes del “rubicón” venezolano en Ciudad de México,
van a tener que terminar convenciendo a la opinión pública con hechos
concretos. La única manera de hacerlo es dando señales muy claras de que les
importa el bienestar de la población, y que están realmente dispuestos a
enfrentar la crisis humanitaria de inmediato, ampliando el programa de
alimentación de las Naciones Unidas y dándole acceso a las organizaciones
multilaterales para resolver los problemas tan graves de servicios públicos. Lo
mismo con la creación de un programa nacional de vacunación para enfrentar la
pandemia. El chavismo también tendrá que mostrar, desde el inicio, su
disposición a que esa “normalización” de la vida política pase por la
liberación inmediata de todos los presos, el retiro de las inhabilitaciones y
la des-judicialización de los partidos políticos. Sin esos primeros acuerdos
parciales, que es lo que debería comenzar a dibujarse en esta próxima ronda de
negociación en Ciudad de México, la población continuará observando el proceso
con mucha cautela, por no decir sin interés.
Ambas
delegaciones también tendrán que aceptar que el proceso no podrá estar
circunscrito simplemente a lo electoral. Deben comprometerse a conceder que el
conflicto político existente es estructuralmente institucional. Aun cuando se
fije por consenso un cronograma de elecciones más competitivas, la posibilidad
de que el mismo drama se repita es altísima y sin árbitros creíbles ningún
acuerdo será definitivo. El país corre el riesgo que aún cuando la comunidad
internacional remueva sanciones, las mismas puedan volver a ser instauradas. En
una democracia, las elecciones generan ganadores pero lo que permite
verdaderamente la convivencia para los perdedores son las instituciones. En el
caso venezolano, la lista de reformas es larga porque la destrucción ha sido
completa: independencia de los poderes públicos, eliminación de la reelección
indefinida, garantías políticas y financieras a la gestión de alcaldes y
gobernadores y controles sobre la transparencia del presupuesto nacional y una
lucha abierta contra la corrupción. Sin un reconocimiento de estos problemas,
Venezuela seguirá condenada. Adicionalmente, está la necesidad de enfrentar los
temas de justicia transicional –que deben ser abordados rápidamente pues la
complejidad legal es enorme y nadie abandonará su poder, por más pequeño que
sea, sin ellas. Sin este tipo de reformas institucionales, que muy
probablemente pasen por enmiendas constitucionales puntuales, la oposición
puede que llegue a negociar su reinserción electoral, pero en ningún caso,
podrá asegurarse de un verdadero proceso de democratización. Es por ello que el
“rubicón” institucional venezolano es grande: pensar que esas negociaciones en
México serán cortas es ilusorio. Todos deberán aceptar que el proceso será
largo, tortuoso y que van a tener que comerse muchos sapos de distintos colores
y tamaños para poder llegar a algún acuerdo.
MICHAEL
PENFOLD
@penfold_michael
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