Francisco Fernández-Carvajal 09 de septiembre de 2021
@hablarcondios
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Generosidad de Dios, que ha querido hacernos hijos suyos.
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Consecuencias de la filiación divina: abandono en el Señor.
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«Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios»: fraternidad.
I.
Escribe San Pablo a Timoteo y, abriéndole confiadamente su corazón, le cuenta
cómo el Señor se fió de él y le hizo Apóstol, a pesar de haber sido blasfemo y perseguidor de
los cristianos. Dios –le dice– derrochó su gracia en
mí, dándome la fe y el amor cristiano1.
Cada uno de nosotros puede afirmar también que Dios ha derramado abundantemente
su gracia sobre él. Dios nos creó, y luego ha querido darnos gratuitamente la
dignidad más grande: ser hijos suyos, alcanzar la felicidad de ser domestici
Dei, de su propia familia2.
La
filiación divina natural se da en Dios Hijo: «Jesucristo, Hijo unigénito de
Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos..., engendrado, no hecho;
consustancial al Padre»3.
Pero Dios quiso, a través de una nueva creación, hacernos hijos adoptivos,
partícipes de la filiación del Unigénito: Ved qué amor nos ha mostrado
el Padre, que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos4;
ha querido que el cristiano reciba la gracia, de modo que goce de una
participación de la naturaleza divina: Divinae consortes naturae,
dice San Pedro en una de sus Epístolas5.
La vida que reciben los hijos en la generación humana ya no es de los padres;
en cambio, por la gracia santificante, la vida de Dios se da a los hombres. Sin
destruir ni forzar nuestra naturaleza humana, somos admitidos en la intimidad
de la Trinidad Beatísima por la vía de la filiación, que en Dios se da a través
del Unigénito del Padre. Toda la vida queda afectada por el hecho de la
filiación divina: nuestro ser y nuestro actuar6.
Y esto tiene múltiples consecuencias prácticas, por ejemplo: la oración será ya
la de un hijo pequeño que se dirige a su padre, pues descubrimos que Dios,
además de ser el Ser Supremo, Creador y Todopoderoso, es verdaderamente Padre
Amoroso de cada uno; la vida interior no es ya una lucha solitaria contra
los defectos o para «autoperfeccionarse», sino abandono en los brazos fuertes
del Padre... y deseo vivo –que se traduce en obras– de dar alegrías a nuestro
Padre Dios, de quien nos sabemos muy queridos.
Todos
los cristianos podemos decir verdaderamente: Dios derrochó su gracia en
mí; nos engendró a una nueva vida en Cristo Jesús7;
por ella nos hacemos semejantes a Cristo, y en esa medida somos hijos del
Padre. Y es precisamente el Paráclito el que nos enseña –incluso sin que nos
demos cuenta– esta grandiosa realidad, haciendo que reconozcamos a Jesús como
Hijo de Dios y que también nos reconozcamos a nosotros, no como extraños, sino
como hijos, y que obremos en consecuencia. Santo Tomás de Aquino resume esta
dichosa relación con la Trinidad Santísima, con estas breves palabras: «la
adopción, aunque pertenezca a toda la Trinidad, se adscribe al Padre como a su
autor, al Hijo como a su ejemplo, al Espíritu Santo como a quien imprime en
nosotros la semejanza a ese ejemplo»8.
Esta
realidad da a la vida una especial firmeza y un modo peculiar de enfrentarnos a
todo lo que lleva consigo. «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre
–¡tu Padre!– lleno de ternura, de infinito amor.
»—Llámale
Padre muchas veces, y dile –a solas– que le quieres, ¡que le quieres
muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo»9.
Dios es nuestro descanso y la fuerza que necesitarnos.
II. Y si
hacerse hijos de Dios significa identificarse con el Hijo, significa
también ver los acontecimientos y juzgarlos con los ojos del
Hijo, obedecer como Cristo, que se hizo obediente hasta la
muerte10, amar y perdonar como Él,
comportarse siempre como los hijos que se saben en presencia de su Padre Dios11,
confiados y serenos, comprendidos, perdonados, alentados siempre a seguir
adelante...
Quien
se sabe hijo de Dios no debe tener temor alguno en su vida. Dios conoce mejor
nuestras necesidades reales, es más fuerte que nosotros Y es nuestro Padre12.
Debemos hacer como aquel niño que en medio de una tempestad permanecía en sus
juegos, mientras los marineros temían por sus vidas; era el hijo del patrón del
barco. Cuando al desembarcar le preguntaron cómo pudo estar tan tranquilo en
medio de aquel mar embravecido, mientras ellos estaban espantados, respondió:
«¿Temer? ¡Pero si el timón estaba en manos de mi padre!». Cuando tratamos de
identificar nuestra voluntad con la de Dios, el timón de la vida lo lleva Él,
que conoce bien el rumbo que conduce al puerto seguro, Está en buenas manos, en
la calma y en la tempestad.
Porque
Dios lo permita, puede ocurrir a un alma que lucha seriamente por la santidad
que, en medio de las dificultades, se sienta como perdida, inepta,
desconcertada; que no entienda, a pesar de su deseo de ser toda de Dios,
lo que ocurre a su alrededor. «En esos momentos en que ni siquiera se sabe cuál
es la Voluntad de Dios, y uno protesta: ¡Señor, cómo puedes querer esto, que es
malo, que es abominable ab intrínseco! -como la Humanidad de
Cristo se quejaba en el Huerto de los Olivos-, cuando parece que la cabeza
enloquece y el corazón se rompe... Si alguna vez sentís este caer en el vacío,
os aconsejo aquella oración que yo repetí muchas veces junto a la tumba de una
persona amada: Fiat, adimpleatur, laudetur atque in aeternum
superexaltetur iustissima atque amabilissima...»13.
«Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y
amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. –Amén. –Amén»14.
Es el
momento de ser muy fieles a la Voluntad de Dios, y de dejarnos exigir y ayudar
en la dirección espiritual personal con docilidad total -aunque no entendamos
Si Él, que es nuestro Padre, permite esa situación y ese estado de oscuridad
interior, también nos otorgará las gracias y ayudas necesarias. Ese abandono,
sin poner límite alguno, en las manos de Dios, nos dará una paz inquebrantable,
y en medio del vacío más completo sentiremos poderoso y suave el brazo de Dios
que nos sostiene. También nosotros repetiremos entonces, despacio, con un dulce
paladeo, esa confiada oración: Hágase, cúmplase, sea alabada...
III. Me
enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de
alegría perpetua a tu derecha15,
proclama el Salmista. Y no existe alegría más profunda –también en medio de la
necesidad y del vacío, cuando el Señor lo permite–, que la del hijo de Dios que
se abandona en manos de su Padre, porque ningún bien puede compararse a la
infinita riqueza de ser familiares de Dios, hijos de Dios; esta alegría sobrenatural,
tan relacionada con la Cruz, es el «gigantesco secreto del cristiano»16.
Quien se siente hijo de Dios no pierde la paz, ni siquiera en los momentos más
duros; la conciencia de su filiación divina le libera de sus tensiones
interiores y cuando, por su debilidad, se descamina, si verdaderamente se
siente hijo, vuelve arrepentido y confiado a la casa del Padre.
«La
filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está
muy por encima del vínculo de solidaridad que une a los hombres entre sí»17.
Los cristianos nos sentimos, sobre todo, hermanos, porque somos hijos del único
Padre, que ha querido establecer con nosotros el vínculo sobrenatural de la
caridad. Las manifestaciones que esta fraternidad debe tener en la vida
corriente son innumerables: respeto mutuo, delicadeza en el trato, espíritu de
servicio y ayuda en el camino que nos lleva a Dios... En el Evangelio de la
Misa el Señor pide a los suyos una mirada limpia para ver a sus hermanos. ¿Por
qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga
que llevas en el tuyo? (...) Saca primero la viga de tu ojo, y
entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano18.
El Maestro nos invita a ver a los demás sin los prejuicios que forjamos con las
propias faltas y con la soberbia, en definitiva, por la que tendemos a aumentar
las flaquezas ajenas y a empequeñecer las propias; nos exhorta el Señor «a
mirar a los demás desde más dentro, con mirada nueva (...), hace falta quitar
la viga de nuestro propio ojo. Estamos a veces ocupados en la tarea superficial
de querer siempre quitar a todo el mundo la mota de su ojo. Y lo que hace falta
es renovar nuestra forma de contemplar a los demás»19,
mirarles como a hermanos, a quienes Dios tiene un amor particular. «Piensa en
los demás –antes que nada, en los que están a tu lado– como en lo que son:
hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.
»Hemos
de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un
amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio
silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi,
el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la
fe: ¡Mirad cómo se aman!»20.
Portarnos
como hijos de Dios con los hijos de Dios, ver a las gentes como Cristo
las veía, con amor y comprensión; a quienes están cerca y a quienes parece que
se alejan, pues la fraternidad se extiende a todos los hombres, porque todos
son hijos de Dios –criaturas suyas– y también todos están llamados a la
intimidad de la casa del Padre. Esta misma fraternidad nos impulsará al
apostolado, no dejando de poner ningún medio para acercar las almas a Dios.
Siguiendo
ese camino ancho de la filiación divina, pasaremos por la vida con serenidad y
paz, haciendo el bien21 como
Jesucristo, el Modelo en el que hemos de mirarnos continuamente, en quien
aprendemos a ser hijos de Dios Padre y a comportarnos como tales. Si acudimos a
Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos enseñará a abandonarnos en el
Señor, como hijos pequeños que andan tan necesitados. Nunca dejará de
atendernos.
1 Primera
lectura. Año 1. 1 Tim, 1, 12-14. —
2 Ef 2,
19. —
3 Conc.
de Nicea, a. 325. Denz-Sch, 125. —
4 1
Jn 3, 1. —
5 2
Pdr 1, 4. —
6 Cfr. F.
Ocáriz, El sentido de la filiación divina, Pamplona 1982,
p. 178. —
7 Gal 3,
28. —
8 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q, 23, a. 2, ad 3. —
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 331. —
10 Cfr. Flp 2,
8. —
11 Cfr.
Mª. C. Calzona, Filiación divina y vida cristiana en
medio del mundo, en La misión del laico en la Iglesia y en el mundo,
EUNSA, Pamplona 1987, p. 304. —
12 Cfr. V.
Lehodey, El santo abandono, Católica Casals, Barcelona
1951, II, 3. —
13 Postulación
de la Causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios, Josemaría
Escrivá de Balaguer, Sacerdote, Fundador del Opus Dei, Artículos del Postulador,
Roma 1979, n. 452. —
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 691 —
15 Salmo
responsorial. Año I. Sal 15, 11. —
16 Cfr. G.
K. Chesterton, Ortodoxia, Madrid 1917, pp. 308-309. —
17 Mª.
C. Calzona, o. c., p. 303. —
18 Lc 6,
41-42. —
19 A.
Mª. Gª. Dorronsoro, Dios y la gente, Rialp, Madrid 1974,
pp. 134-135. —
20 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 36. —
21 Cfr. Hech 10,
38.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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