Humberto García Larralde 13 de enero de 2022
La
animación de algunas actividades comerciales y la superación del
desabastecimiento de muchos bienes–siempre que se tenga dólares–, ha sembrado
la ilusión en más de uno de que, al fin, la economía empieza a recuperarse. La
mayoría de los analistas coinciden en señalar que el año pasado hubo un ligero
crecimiento o que, al menos, se detuvo la caída que venía ocurriendo desde
2013. Como sabemos, no se publican cifras oficiales al respecto.
Después de siete años consecutivos de contracción, habríamos tocado, entonces, fondo –muy profundo, por cierto–, ya que el PIB de 2021 fue menos de la cuarta parte del de 2013. Correspondería, ahora, la recuperación. En una sociedad acostumbrada en el pasado a que contingencias externas –la subida de los precios internacionales del crudo—la rescatasen de sus penurias, la ilusión de un esperado rebote no debe sorprender. ¿Pero, de qué «recuperación» se trata? Examinemos los motores de crecimiento de nuestra economía en el pasado para ver.
Los
años de fuerte crecimiento en la segunda mitad del siglo XX se asocian a altas
tasas de inversión, sostenidas por la captación de ahorro externo en la forma
de rentas petroleras. Cifras del Banco Central muestran que, entre 1950 y 1978,
la formación bruta de capital fijo promedió un 27% del PIB (precios
corrientes), superando, en algunos años, el 30%. Son tasas comparables a las de
los llamados «tigres asiáticos» en sus buenos años. La eficiencia o calidad de
esa inversión puede discutirse, pero se registra un incremento sostenido y
robusto de la productividad laboral durante el período.
Distintos
gobiernos invirtieron en infraestructura física, la provisión de servicios de
cobertura nacional, la educación y la salud, que, junto a un mercado doméstico
protegido e incentivos fiscales y financieros, estimularon la inversión
productiva. Dependía, sin embargo, de la ampliación sostenida del mercado
local, proveniente de un ingreso petrolero en alza.
Invertir
para exportar estaba vedado por la sobrevaloración del bolívar, salvo en pocos
rubros con fuertes ventajas comparativas. Cuando los proventos del crudo
llegaron a su nivel máximo, no pudieron ser absorbidos productivamente por la
limitación del mercado interno –como señaló Asdrúbal Baptista–, disuadiendo
nuevas inversiones.
El
motor del crecimiento (la inversión) se apagó. Las actividades económicas se
estancaron y se fue abatiendo la productividad. Al caer los precios del crudo,
el pesado fardo de la deuda externa sumergió al país en la llamada “década
perdida”. Se había agotado el modelo de desarrollo hacia adentro, tan
dependiente de la renta petrolera.
Cuando
el siguiente gobierno (el segundo de Carlos Andrés Pérez, 1989-93) quiso
revertir esta situación, buscó, de nuevo, activar la inversión productiva, pero
ahora bajo condiciones que estimularan su competitividad. Significaba
«destetar» al aparato productivo interno de los incentivos que habían ayudado
su crecimiento en el pasado, financiados por una renta petrolera en aumento. El
imperativo de un programa de estabilización que estimulase el emprendimiento,
la innovación y la transformación competitiva de la economía implicaba eliminar
las transferencias de renta que ya el Estado no podía sostener. Chocó con los
intereses de aquellos que se habían beneficiado, de distintas formas, del
anterior rentismo.
Resultó
en un cambio de cultura política y económica muy difícil de digerir. Lo
combatieron frontalmente, logrando la defenestración de Pérez. El segundo
gobierno de Rafael Caldera, su sucesor, a pesar de su intención inicial de
volver al pasado, terminó aplicando la estrategia de aquél (con ligeras
modificaciones, como el anclaje del tipo de cambio) para evitar el colapso. En
vísperas del nuevo milenio, parecía estar claro que el país no tenía
alternativa para resolver sus necesidades.
Lamentablemente,
las ansias de controlar todo de Hugo Chávez, reforzadas posteriormente por sus
ínfulas de instrumentar un “socialismo del siglo XXI”, destruyeron las
instituciones que amparaban la iniciativa privada, provocando una situación de
creciente incertidumbre y de acoso o expropiación de actividades productivas.
La
vulneración creciente de derechos humanos y la polarización deliberada de la
contienda política por parte del caudillo, sumó a ello un clima de
conflictividad política que sirvió de excusa para un mayor intervencionismo
estatal en la economía. Le sacó las patas del barro a Chávez la segunda gran
bonanza petrolera de nuestra historia –la primera fue durante el gobierno de
CAP, 1974-78—que posibilitó programas extensivos de reparto, bajo su égida
personal. Los precios del crudo frisaron los 100 dólares o más entre 2008 y
2014, salvo en 2009. El motor de la expansión económica (¿crecimiento?) pasó a
depender de la ampliación de la demanda que deparó tan significativa renta, no
de la inversión.
Si
bien ésta promedió 20% del PIB durante los años de gobierno de Chávez, su
calidad fue más que dudosa. Fue notorio la cantidad de proyectos públicos no
culminados –tren centro occidental, el de Guarenas, autopista a Cumaná, segundo
puente para Maracaibo—, los sobreprecios y otras corruptelas (Odebrecht), cuyos
montos fueron registrados como tal.
Aun
así, el socialismo petrolero de Chávez logró aumentar el consumo privado por
habitante un 37% entre 2005 y 2014, gracias a los altísimos precios del crudo y
la cuadruplicación de la deuda pública externa. Sin embargo, la productividad
laboral apenas se movió durante estos diez años y los salarios reales cayeron.
Maduro,
sin entendederas en materia económica, se refugió en las políticas de su
mentor. Pero no puede prosperar el rentismo si cae la renta. El desplome de los
precios del crudo en 2015 descubrió una economía arruinada por las políticas de
reparto, pero sobre todo por la esquilmación de los dineros públicos y por las
extorsiones y confiscaciones al sector privado, impulsadas bajo el
intervencionismo “socialista”.
Amplió
la entrega de empresas, recursos minerales y demás oportunidades de lucro a los
militares más corruptos, como a cómplices, de adentro y de afuera, en busca de
apoyo, mientras reprimía ferozmente a la población. Al destruir sus bases de
tributación, internas y externas (la industria petrolera), puso el pie en el
acelerador de la emisión monetaria para financiar sus gastos, provocando una de
las hiperinflaciones más severas y duraderas de la historia.
El
crédito internacional le estaba cerrado por el default que, de hecho, manifestó
la República y Pdvsa a partir de 2017, logró, así, el milagro de convertir una
de las economías más prósperas de América Latina en la más pobre, en escasos
años.
Al
desaparecer las oportunidades de expoliar al país, más todavía con las
sanciones impuestas contra su régimen, hizo saltar el socialismo del siglo XXI
del “eterno”. Eliminó controles, permitió la dolarización de las transacciones
y empezó a liquidar activos públicos a la sombra de una “Ley Antibloqueo”.
Aplicó el peor ajuste posible para reducir la hiperinflación, reduciendo
fuertemente el gasto público y achicando aún más la actividad financiera con
encajes del 85%. Condenó, así, a los empleados públicos a sueldos de hambre, a
la población entera al deterioro aún mayor de los servicios públicos y a las
empresas a autofinanciarse. Mientras, invitó al ELN y otras bandas criminales,
en complicidad con militares corruptos y Estados cómplices, a saquear las
riquezas minerales de Guayana: oro, diamantes, coltán.
Maduro
no ha instrumentado reformas para atraer la inversión y fomentar el empleo
productivo. Si bien algunas empresas sobrevivientes han aprovechado la
liberalización de la economía para importar insumos y otros incursionan
tímidamente en la exportación –la mano de obra nacional es la más barata de la
región–, lo que los optimistas ven como “recuperación” son los negocios
montados para vender productos importados –bodegones—que deben pagarse en
dólares. ¿De dónde vienen? Del saqueo de Guayana, de las remesas enviadas por
los millones de exiliados a sus familiares, y por una subida coyuntural en los
precios del crudo que pudo haber generado, en 2021, unos 10 millardos de
dólares en ingresos por exportación. Son los estertores del rentismo: seguir
consumiendo sin producir.
Humberto
García Larralde
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