Marta de la Vega 03 de enero de 2022
Con
44% de participación del padrón electoral, la Constitución venezolana de 1999
fue rechazada por casi 30% de los votantes el 15 de diciembre de ese año, en
medio de un trágico desastre natural de grandes proporciones en el litoral de
Vargas, el descrédito del sistema democrático de partidos políticos y la
imposición de esta iniciativa para “refundar la república” después de varias
violaciones flagrantes a la Constitución vigente de 1961.
Aprobada por 71,78% de los sufragantes, con casi 60% de abstención total según los datos del Consejo Nacional Electoral, la nueva Constitución ha sufrido desde sus inicios permanentes transgresiones, algunas tan graves que han desvirtuado su significado como el espacio público donde todos cabemos, al punto de no arropar ni proteger verdaderamente a los ciudadanos ni asegurar la legalidad política ni la legitimidad en muchas de sus acomodaticias interpretaciones.
Sin
entrar aquí en detalles de las causas sin duda legítimas de repudio a esta
nueva Carta Magna o pacto social de convivencia, ella fue impuesta contra las
instituciones y el ordenamiento jurídico por la avasallante arremetida que
llevó a cabo el outsider militar recién llegado a la política
nacido en Sabaneta, Barinas, con la complacencia casi resignada de quienes
tenían el poder de impedirlo y de quienes acolitaron entonces esta siniestra
farsa “revolucionaria”.
A
partir de abril de 2017, luego de haberse roto el hilo constitucional debido a
las sentencias de fines de marzo del tribunal supremo de justicia al servicio
del heredero chavista, no solo comenzaron las protestas reprimidas
sanguinariamente, sino que fue instalada una espuria asamblea nacional
constituyente en contra de la Constitución de 1999.
Desde
entonces, esta se ha convertido en escudo y soporte de las fuerzas opositoras
en su lucha para recuperar la institucionalidad democrática contra el
conglomerado criminal tiránico que domina las instituciones y usurpa funciones
de gobierno hoy en Venezuela, con el apoyo geopolítico cómplice de regímenes
antidemocráticos como los de Cuba, Rusia, China, Irán, Turquía, Bielorrusia o
Nicaragua. Y otros gobiernos de América Latina se suman embriagados por la
utopía del “socialismo del siglo XXI”, que en la práctica es para la mayoría de
la población una dolorosa pesadilla cotidiana.
Después
de la fraudulenta, extemporánea e ilegítima elección presidencial del 20 de
mayo de 2018, el mandato constitucional abrió un camino para asegurar la
continuidad institucional desde enero de 2019 mediante los artículos 231, 233,
236 y 333, con la figura de un presidente interino, encargado de asumir
políticamente el poder presidencial hasta tanto no se produjeran elecciones
presidenciales justas, legítimas, transparentes, libres, competitivas,
verificables y garantizadas por los estándares internacionales. Es así como
surge la presidencia encargada de Juan Guaidó, entonces presidente de la Asamblea
Nacional electa en 2015 por 14 millones de votantes y único órgano legítimo
residual del poder público venezolano.
El
régimen de transición hacia la democracia que decretó la AN en febrero de 2019,
como destaca A. Brewer-Carías en reciente entrevista de E. Sequera en Politiks,
“tuvo su motivo fundamental en el hecho de que al inicio del período
constitucional 2019-2025 no existía presidente legítimamente electo que pudiera
asumir la presidencia de la República”.
Reformado
el Estatuto de Transición en diciembre de 2020, que regulaba la presidencia
encargada, con el reconocimiento internacional de muchos Estados democráticos e
instituciones supranacionales, para él la actual reforma impulsada el 27 de
diciembre de 2021 en primera discusión por la Comisión Delegada de la AN
persigue la abolición inconstitucional del régimen de transición.
Otros
juristas también han alertado sobre la grave alteración de la estructura de
gobierno establecida en la Constitución. Por ejemplo, “solo puedo constatar que
la propuesta de reforma aprobada en primera discusión disminuye
inconstitucional y subversivamente las funciones del presidente Guaidó” ha
sostenido E. Sánchez Falcón.
Tal
reforma implicaría el solapamiento de tareas en detrimento del ejecutivo, que
violenta la separación de poderes del régimen democrático prevista en la
Constitución, como señaló J. I. Hernández y a la vez liquida el mecanismo
constitucional de transición democrática para asegurar la continuidad
institucional frente a la crisis provocada por el vacío absoluto de poder que
la misma AN declaró al considerar inexistente la elección de Maduro en 2018 por
ilegítima y calificar su desempeño presidencial como usurpación.
Han
hecho mucho daño entre las fuerzas democráticas el poder corruptor del régimen,
el inmediatismo, la codicia por obtener parcelas de poder de algunos políticos
marcados por prácticas demagogas o populistas o viciados por el clientelismo,
el amiguismo, la falta de probidad y el oportunismo como motores para acceder
al poder político en dictadura.
Han
caído en la trampa del pragmatismo sin dimensión ética muchos de los dirigentes
que han dado la espalda a los principios y valores democráticos, pese a la
dominación del régimen para neutralizar acciones políticas independientes o a
favor del bien común cuando estas contrarían los intereses parcializados o
personalistas de los usurpadores.
En
este contexto, los ataques al presidente encargado Guaidó han sido feroces, así
como las zancadillas contra la independencia de las actuaciones que exige su
responsabilidad presidencial por encima de la disciplina partidista o de los
intereses de facciones de los partidos que integran la AN de 2015. La
legitimidad de esta sigue vigente mientras no cese la usurpación y no haya
verdaderas elecciones parlamentarias.
Rendición
de cuentas, transparencia y necesidad de ejercer el poder sin los vicios del
pasado que contribuyeron a destruir la democracia son indispensables para el
presidente encargado J. Guaidó. Nada justifica, en cambio, los intentos por
eliminar la figura del interinato como institución constitucional. Si bien la
AN debe ejercer sus competencias y funciones de control político y
administrativo, resulta inaceptable que el poder legislativo pretenda
convertirse en gobierno de asamblea para sustituir el papel que por ley
corresponde al poder ejecutivo.
Esperemos
que prevalezcan el buen sentido y la grandeza de miras de nuestros dirigentes
políticos a favor de la democracia decente a fin de que 2022 sea un amanecer y
no el ocaso de la esperanza.
Marta
de la Vega
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