Francisco Fernández-Carvajal 03 de marzo de 2022
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— El
ayuno y otras muestras de penitencia en la predicación de Jesús y en la vida de
la Iglesia.
—
Contemplar la Humanidad Santísima del Señor en el Vía Crucis. Afán
redentor.
— La
fuente de las mortificaciones pequeñas que nos pide el Señor está en la tarea
cotidiana. Ejemplos. Las mortificaciones pasivas. Importancia del
espíritu de penitencia en la mortificación de la imaginación, de
la inteligencia y de los recuerdos.
I.
Narra el Evangelio de la Misa1 que
los discípulos de Juan el Bautista le preguntaron a Jesús: ¿Por qué nosotros y
los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?
El ayuno era, entonces y siempre, una muestra más del espíritu de penitencia que Dios pide al hombre. «En el Antiguo Testamento se descubre, cada vez con una riqueza mayor, el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término el amor y el abandono en Dios»2. Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios3: el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y de abandono totales. En la Sagrada Escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil4, para implorar el perdón de una culpa5, obtener el cese de una calamidad6, conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión7, prepararse al encuentro con Dios8, etc.
Juan
el Bautista, conocedor de los frutos del ayuno, enseñó a sus discípulos la
importancia y la necesidad de esta práctica de penitencia. En esto coincidía
con los fariseos piadosos y amantes de la Ley, a quienes les sorprende que
Jesús no lo haya inculcado a los Apóstoles. Pero el Señor sale en defensa de
los suyos: ¿Acaso los amigos del esposo pueden andar afligidos mientras
el esposo está con ellos?9.
El esposo, según los Profetas, es el mismo Dios que manifiesta su
amor a los hombres10.
Cristo
declara aquí, una vez más, su divinidad y llama a sus discípulos los amigos del
esposo, sus amigos. Están con Él y no necesitan ayunar. Sin embargo, cuando
les sea arrebatado el esposo, entonces ayunarán. Cuando Jesús no esté
visiblemente presente, será necesaria la mortificación para verle con los ojos
del alma.
Todo
el sentido penitencial del Antiguo Testamento «no era más que sombra de lo que
había de venir. La penitencia –exigencia de la vida interior confirmada por la
experiencia religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la
revelación divina– adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas,
infinitamente más vastas y profundas»11.
La
Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el
espíritu definido por Jesús. Los Hechos de los Apóstoles mencionan
celebraciones del culto acompañadas de ayuno12.
San Pablo, durante su desbordante labor apostólica, no se contenta con padecer
hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos
ayunos13. Y siempre la Iglesia ha permanecido fiel a esta práctica
penitencial, determinando en cada época los días en que los fieles deben ayunar
y recomendando esta práctica piadosa, con el consejo oportuno de la dirección
espiritual.
Pero
el ayuno es solo una de las formas de penitencia. Existen otras formas de
mortificación corporal que hemos de practicar, que nos facilitan la conversión
y la unión con Dios. Podemos preguntarnos hoy cómo vivimos el sentido
penitencial en toda nuestra vida, y de modo singular en este tiempo litúrgico
de Cuaresma en que nos encontramos.
II. Haced
penitencia, dice Jesús al comienzo de su vida pública, como había predicado
ya el Bautista, y como luego hicieron los Apóstoles en el comienzo de la
Iglesia. Tenemos necesidad de ella para nuestra vida de cristianos, y para
reparar por tantos pecados propios y ajenos. Sin un verdadero espíritu de
penitencia y de conversión sería imposible el trato con Jesucristo, y nos
dominaría el pecado. No debemos rehuirla por miedo, por considerarla inútil,
por falta de sentido sobrenatural. «¿Tienes miedo a la penitencia?... A la
penitencia, que te ayudará a obtener la vida eterna. —En cambio, por conservar
esta pobre vida de ahora, ¿no ves cómo los hombres se someten a las mil
torturas de una cruenta operación quirúrgica?»14.
Rehuir la penitencia significaría también rehuir la santidad y quizá, por sus
consecuencias, la misma salvación.
Nuestro
afán por identificarnos con Cristo nos llevará a aceptar su invitación a
padecer con Él. La Cuaresma nos prepara a contemplar los acontecimientos de la
Pasión y Muerte de Jesús. Sobre todo, los viernes de Cuaresma, que tienen un
recuerdo especial del Viernes Santo en que Cristo consumó la Redención, podemos
meditar los acontecimientos de aquel día, que han quedado recogidos en la
tradicional devoción del Vía Crucis. Por eso aconseja San Josemaría Escrivá:
«El Vía Crucis. —¡Esta sí que es devoción recia y jugosa! Ojalá te habitúes a
repasar esos catorce puntos de la Pasión y Muerte del Señor, los viernes. —Yo
te aseguro que sacarás fortaleza para toda la semana»15.
Con
esta devoción contemplaremos la Humanidad Santísima de Cristo, que se nos
revela sufriendo como hombre en su carne sin perder la majestad de Dios.
Acompañando a Jesús por la Vía Dolorosa, podremos revivir aquellos momentos
centrales de la Redención del mundo y contemplar a Jesús condenado a muerte que
carga con la Cruz (2ª estación) y emprende un camino que también nosotros
debemos seguir. Cada vez que Jesús cae al suelo por el peso del madero, hemos
de espantarnos, porque son nuestros pecados –los pecados de todos los hombres– los
que agobian a Dios; y los deseos de conversión acudirán a nuestro corazón: «La
Cruz hiende, destroza con su peso los hombros del Señor (...). El cuerpo
extenuado de Jesús se tambalea ya bajo la Cruz enorme. De su Corazón
amorosísimo llega apenas un aliento de vida a sus miembros llagados (...). Tú y
yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por qué pesa tanto la Cruz de Jesús.
Y lloramos nuestras miserias y también la ingratitud tremenda del corazón
humano. Del fondo del alma nace un acto de contrición verdadera, que nos saca
de la postración del pecado. Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos:
una vez y siempre»16.
La
contemplación de esos sufrimientos de Jesús, y las mortificaciones voluntarias
que hagamos deseando unirnos al afán redentor de Cristo, aumentarán también
nuestro espíritu apostólico en esta Cuaresma. Él dio su Vida para acercar los
hombres a Dios.
III. La
fuente de las mortificaciones que nos pide el Señor está casi siempre en la
tarea cotidiana. Muchas nacen con el día: levantarnos a la hora prevista,
venciendo la pereza en este primer momento; la puntualidad; el trabajo bien
acabado en los detalles; las molestias del calor o del frío; sonreír, aunque
estemos cansados o sin ganas; sobriedad en la comida y bebida; orden y cuidado
en las cosas que tenemos y usamos; rendir el propio juicio... Pero para eso es
preciso, ante todo, seguir este consejo: «Si de veras deseas ser alma penitente
–penitente y alegre–, debes defender, por encima de todo, tus tiempos diarios
de oración –de oración íntima, generosa, prolongada–, y has de procurar que
esos tiempos no sean a salto de mata, sino a hora fija, siempre que te resulte
posible. No cedas en estos detalles.
»Sé
esclavo de este culto cotidiano a Dios, y te aseguro que te sentirás
constantemente alegre»17.
Además
de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las
mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Entre estas, tienen
especial importancia para el progreso interior y para lograr la pureza de
corazón las mortificaciones que hacen referencia a nuestros sentidos
internos: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo
interior en el que se desborda la fantasía, y procurando convertirlo en diálogo
con Dios, presente en nuestra alma en gracia; también, cuando tendemos a dar
muchas vueltas en nuestro interior a un suceso en el que parece que hemos
quedado mal, a una pequeña injuria (probablemente hecha sin mala intención)
que, si no cortamos a tiempo, el amor propio y la soberbia van haciendo cada
vez mayor hasta quitarnos la paz y la presencia de Dios. Mortificación
de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo18 y
quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes. Mortificación
de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en
ese momento19; también, en muchas ocasiones, rindiendo el juicio, para
vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. En definitiva, se trata de
apartar de nosotros hábitos internos que veríamos mal en un hombre de Dios20,
en una mujer de Dios. Decidámonos a acompañar de cerca al Señor en estos días,
contemplando su Humanidad Santísima en las escenas del Vía Crucis: ver cómo
voluntariamente recorre el camino del dolor por nosotros.
1 Mt 9,
14-15. —
2 Pablo
VI, Const. Paenitemini, 17-II-1966. —
3 Cfr. Lev 16,
29-31. —
4 Cfr. Jue 20,
26; Est 4, 16. —
5 1
Re 21, 27. —
6 Jdt 4,
9-13. —
7 Hech 13,
2. —
8 Ex 34,
28; Dan 9, 3. —
9 Mt 9,
15. —
10 Cfr. Is 54,
5. —
11 Pablo VI,
Const. Paenitemini, 17-II-1966. —
12 Cfr. Hech 13,
2 ss. —
13 Cfr. 2
Cor 6, 5; 11, 27. —
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 224. —
15 Ibídem,
n. 556. —
16 ídem, Vía
Crucis, III. —
17 ídem, Surco,
n. 994. —
18 Cfr. ídem, Camino,
n. 13. —
19 Cfr. Ibídem,
n. 815. —
20 Cfr. ídem, Camino,
n. 938.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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