Francisco Fernández-Carvajal 11 de febrero de 2023
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— El depósito de la fe. Un
tesoro que recibe cada generación de manos de la Iglesia, quien lo guarda
fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad.
— Evitar todo lo que atenta a la virtud de
la fe.
— Prudencia en las lecturas.
I. Nos dice el Señor en el Evangelio de la Misa1 que Él no viene a destruir la Antigua Ley, sino a darle su plenitud; restaura, perfecciona y eleva a un orden más alto los preceptos del Antiguo Testamento. La doctrina de Jesús tiene un valor perenne para los hombres de todos los tiempos y es «fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta»2. Es un tesoro que cada generación recibe de manos de la Iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad. «Al adherirnos a la fe que la Iglesia nos propone, nos ponemos en comunicación directa con los Apóstoles (...); y mediante ellos, con Jesucristo, nuestro primer y único Maestro; acudimos a su escuela, anulamos la distancia de los siglos que nos separan de ellos»3. Gracias a este Magisterio vivo, podemos decir –en cierto modo– que el mundo entero ha recibido su doctrina y se ha convertido en Galilea: toda la tierra es Jericó y Cafarnaún, la humanidad está a la orilla del lago de Genesaret4.
La
guarda fiel de las verdades de la fe es requisito para la salvación de los
hombres. ¿Qué otra verdad puede salvar si no es la verdad de Cristo? ¿Qué
«nueva verdad» puede tener interés –aunque fuera la del más sabio de los
hombres– si se aleja de la enseñanza del Maestro? ¿Quién se atreverá a
interpretar a su gusto, cambiar o acomodar la Palabra divina? Por eso, el Señor
nos advierte hoy: el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso
de los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más
pequeño en el reino de los Cielos.
San
Pablo exhortaba de esta manera a Timoteo: Guarda el depósito a ti
confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa
ciencia que algunos profesan, extraviándose de la fe5.
Con esta expresión –depósito– la Iglesia sigue designando al conjunto de
verdades que recibió del mismo Cristo y que ha de conservar hasta el final de
los tiempos.
La
verdad de la fe «no cambia con el tiempo, no se desgasta a través de la
historia; podrá admitir, y aun exigir, una vitalidad pedagógica y pastoral
propia del lenguaje, y describir así una línea de desarrollo, con tal que,
según la conocidísima sentencia tradicional de San Vicente de Lérins
(...): quod ubique, quod semper, quod ab omnibus: “lo que en todas
partes, lo que siempre, lo que por todos” se ha creído, eso debe mantenerse
como formando parte del depósito de la fe (...). Esta fijeza dogmática defiende
el patrimonio auténtico de la religión católica. El Credo no
cambia, no envejece, no se deshace»6.
Es la columna firme en la que no podemos ceder, ni siquiera en lo pequeño,
aunque por temperamento estemos inclinados a transigir: «Te molesta herir,
crear divisiones, demostrar intolerancias..., y vas transigiendo en posturas y
puntos –¡no son graves, me aseguras!–, que traen consecuencias nefastas para
tantos.
»Perdona
mi sinceridad: con ese modo de actuar, caes en la intolerancia –que tanto te
molesta– más necia y perjudicial: la de impedir que la verdad sea proclamada»7.
Y anunciar la verdad es frecuentemente el mayor bien que podemos hacer a
quienes nos rodean.
II. El
cristiano, liberado de toda tiranía del pecado, se siente impulsado por la
Nueva Ley de Cristo a comportarse ante su Padre Dios como un hijo suyo. Las
normas morales no son entonces meras señales indicadoras de los límites de lo
permitido o prohibido, sino manifestaciones del camino que conduce a Dios;
manifestaciones de amor.
Debemos
conocer bien este conjunto de verdades y de preceptos que constituyen el depósito
de la fe, pues es el tesoro que el Señor, a través de la Iglesia, nos
entrega para que podamos alcanzar la salvación. Esta riqueza de verdades se
protege especialmente con la piedad (oración y sacramentos), con una seria
formación doctrinal, adecuada a las personas, y también ejercitando la
prudencia en las lecturas.
Todo
el mundo considera razonable, por ejemplo, en una cátedra de física o de
biología, que se recomienden determinados textos, se desaconseje el estudio de
otros y se declare inútil y aun perjudicial la lectura de una publicación
concreta para quien de verdad está interesado en adquirir una seria formación
científica. En cambio, no faltan quienes se asombran de que la Iglesia reafirme
su doctrina sobre la necesidad de evitar aquellas lecturas que sean dañinas
para la fe o la moral, y ejerza su derecho y su deber de examinar, juzgar y, en
casos extremos, reprobar los libros contrarios a la verdad religiosa8.
La raíz de ese asombro infundado podría encontrarse en una cierta deformación
del sentido de la verdad, que admitiría un magisterio solo en el
campo científico, mientras que considera que en el ámbito de las verdades
religiosas solo cabe dar opiniones más o menos fundadas.
Al
avivar en nuestra oración la fidelidad al depósito de la revelación, recordamos
al mismo tiempo que incluso la ley natural, que el Señor ha escrito en nuestros
corazones, nos impulsa desde dentro a valorar los dones del Cielo y, en
consecuencia, «obliga a evitar en lo posible todo lo que atenta contra la
virtud de la fe»9,
como nos pide, por ejemplo, que conservemos la vida física; por ello, «poner
voluntariamente en peligro la fe con lecturas perniciosas sin un motivo que lo
justifique, sería un pecado aunque en la actualidad no se incurra en pena
eclesiástica alguna»10.
Tras
una larga experiencia en convivir y estudiar autores paganos o desconocedores
de la fe, recomendaba San Basilio: «Debéis, pues, seguir al detalle el ejemplo
de las abejas. Porque estas no se paran en cualquier flor ni se esfuerzan por
llevarse todo de las flores en las que posan su vuelo, sino que una vez que han
tomado lo conveniente para su intento, lo demás lo dejan en paz.
»También
nosotros, si somos prudentes, extrayendo de estos autores lo que nos convenga y
más se parezca a la verdad, dejaremos lo restante. Y de la misma manera que al
coger la flor del rosal esquivamos las espinas, así al pretender sacar el mayor
fruto posible de tales escritos, tendremos cuidado con lo que pueda perjudicar
los intereses del alma»11.
La
prudencia en las lecturas es manifestación de fidelidad a las enseñanzas de
Jesucristo; la fe es nuestro mayor tesoro, y por nada del mundo nos podemos
exponer a perderlo o a deteriorarlo. Nada vale la pena en comparación de la fe.
Debemos velar por nosotros mismos y por todos, pero de modo particular por
aquellos que de alguna manera el Señor nos ha encomendado: hijos, alumnos,
hermanos, amigos...
III. Dichoso
el que con vida intachable camina en la voluntad del Señor; dichoso el que
guardando sus preceptos lo busca de todo corazón12,
dice el Salmo responsorial, avivando nuestra disposición de seguir
fielmente a Jesucristo.
Entre
las ocasiones particularmente delicadas que pueden poner en peligro la
integridad de la fe, la Iglesia ha señalado siempre la lectura de libros que
atentan directa o indirectamente contra las verdades religiosas y contra las
buenas costumbres, pues la historia atestigua con evidencia que, aun con todas
las condiciones de piedad y de doctrina, no es raro que el cristiano se deje
seducir por la parte o apariencia de verdad que hay siempre en todos los
errores13.
Muéstrame,
Señor, el camino de tus leyes (...). Enséñame a cumplir tu voluntad, le
decimos nosotros a Jesús con palabras del Salmo responsorial14.
Y Él, a través de una conciencia formada, nos moverá a ser humildes, a realizar
una prudente selección y a buscar un asesoramiento con garantías si hemos de
estudiar cuestiones científicas, humanísticas, literarias, etc., en las que
pueda inficcionarse nuestro pensamiento. Permaneciendo junto a Cristo,
valorando mucho la fe, andaremos sin falsos complejos, con naturalidad, sin el
afán superficial de «estar al día», como se han comportado siempre muchos
intelectuales cristianos: catedráticos, profesores, investigadores, etc. Si
somos humildes y prudentes, si tenemos «sentido común», no seremos «como los
que toman el veneno mezclado con miel»15.
Fieles
a la enseñanza del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia, necesitamos una
formación que nos permita apreciar cuanto de válido puede encontrarse en las
diversas manifestaciones de la cultura –pues el cristiano debe estar siempre
abierto a todo lo que es verdaderamente positivo–, a la vez que detectamos lo
que sea contrario a una visión cristiana de la vida. Pidamos a la Santísima
Virgen, Asiento de la Sabiduría, ese discernimiento en el estudio,
en las lecturas y en todo el ámbito de las ideas y de la cultura. Pidámosle
también que nos enseñe a valorar y a amar siempre más el tesoro de
nuestra fe.
1 Mc 5,
17-37, —
2 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 7. —
3 Pablo
VI, Alocución 1-III-1967. —
4 Cfr. P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 113. —
5 1
Tim 6, 20-21. —
6 Pablo
VI, Audiencia general 29-IX-1976. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 600. —
8 Cfr. Código
de Derecho Canónico, cánones 822-832. —
9 J.
Mausbach y G. Ermecke, Teología Moral
Católica, EUNSA, Pamplona 1974, vol. II, p. 108. —
10 Cfr. ibídem.
—
11 San
Basilio, Cómo leer la literatura pagana, p. 43. —
12 Sal 118,
1-2. —
13 Cfr. Pío
XI, Const. Apost. Deus scientiarum Dominus, 24-V-1931: AAS
23 (1931), pp. 245-246. —
14 Sal 118,
34. —
15 San
Basilio, loc. cit.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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