Francisco Fernández-Carvajal 18 de febrero de 2023
@hablarcondios
— Debemos vivir la caridad en toda ocasión
y circunstancia. Comprensión para quienes están en el error, pero firmeza ante
la verdad y el bien.
— Caridad con quienes no nos aprecian, con
quienes calumnian y difaman, con quienes se sienten enemigos..., con todos.
Oración por ellos.
— La caridad nos lleva a vivir la amistad
con un hondo sentido cristiano.
I. Habéis
oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo... al que
quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también la
capa; a quien te fuerce a andar una milla, ve con él dos... Son
palabras de Jesús en el Evangelio de la Misa1,
que nos invitan a vivir la caridad más allá de los criterios de los hombres.
Ciertamente, en el trato con los demás no podemos ser ingenuos y hemos de vivir
la justicia –también para exigir los propios derechos– y la prudencia, pero no
debe parecernos excesiva cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así
nos asemejamos a Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de
amor por encima de toda medida humana.
Nada tiene el hombre tan divino –tan de Cristo– como la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien2. «Busquemos aquellas virtudes –nos aconseja San Juan Crisóstomo– que, junto con nuestra salvación, aprovechan principalmente al prójimo... En lo terreno, nadie vive para sí mismo; el artesano, el soldado, el labrador, el comerciante, todos sin excepción contribuyen al bien común y al provecho del prójimo. Con mayor razón en lo espiritual, porque este es el vivir verdadero. El que solo vive para sí y desprecia a los demás es un ser inútil, no es hombre, no pertenece a nuestro linaje»3.
Las
múltiples llamadas del Señor –y especialmente su mandamiento nuevo4–
para vivir en todo momento la caridad han de estimularnos a seguirle de cerca
con hechos concretos, buscando la ocasión de ser útiles, de proporcionar
alegrías a quienes están a nuestro lado, sabiendo que nunca adelantaremos lo
suficiente en esta virtud. En la mayoría de los casos se concretará solo en
pequeños detalles, en algo tan simple como una sonrisa, una palabra de aliento,
un gesto amable... Todo esto es grande a los ojos de Dios, y nos acerca mucho a
Él. Al mismo tiempo, consideramos hoy en nuestra oración todos esos aspectos en
los que, si no estamos vigilantes, sería fácil faltar a la caridad: juicios
precipitados, crítica negativa, falta de consideración con las personas por ir
demasiado ocupados en algún asunto propio, olvidos... No es norma del cristiano
el ojo por ojo y diente por diente, sino la de hacer continuamente
el bien aunque, en ocasiones, no obtengamos aquí en la tierra ningún provecho
humano. Siempre se habrá enriquecido nuestro corazón.
La
caridad nos lleva a comprender, a disculpar, a convivir con todos, de modo que
«quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social,
política e incluso religiosa deben ser también objeto de nuestro respeto y de
nuestro aprecio (...).
«Esta
caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante
la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los
hombres de la verdad que salva. Pero es necesario distinguir entre el error,
que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la
dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o
insuficientes en materia religiosa»5.
«Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama
error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto; si no, no le
podrá ayudar, no le podrá santificar»6,
y esa es la mayor muestra de amor y de caridad.
II. El
precepto de la caridad no se extiende solo a quienes nos quieren y nos tratan
bien, sino a todos, sin excepción. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu
prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros
enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen
y calumnian.
También,
si alguna vez nos sucede, debemos vivir la caridad con quienes nos hacen mal,
con los que nos difaman y quitan la honra, con quienes buscan positivamente
perjudicarnos. El Señor nos dio ejemplo en la Cruz7,
y el mismo camino del Maestro siguieron sus discípulos8.
Él nos enseñó a no tener enemigos personales –como han atestiguado con heroísmo
los santos de todas las épocas– y a considerar el pecado como el único mal
verdadero. La caridad adquirirá diversas manifestaciones que no están reñidas
con la prudencia y la defensa justa, con la proclamación de la verdad ante la
difamación, y con la firmeza en defensa del bien y de los legítimos intereses
propios o del prójimo, y de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano ha de
tener siempre un corazón grande para respetar a todos, incluso a los que se
manifiestan como enemigos, «no porque son hermanos –señala San Agustín–, sino
para que lo sean; para andar siempre con amor fraterno hacia el que ya es
hermano y hacia el que se manifiesta como enemigo, para que venga a ser
hermano»9.
Esta
manera de actuar, que supone una honda vida de oración, nos distingue
claramente de los paganos y de quienes de hecho no quieren vivir como
discípulos de Cristo. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio
tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen también lo mismo los
paganos? La fe cristiana pide no solo un comportamiento humano recto,
sino virtudes heroicas, que se ponen de manifiesto en el vivir ordinario.
También,
con la ayuda de la gracia, viviremos la caridad con quienes no se comportan como
hijos de Dios, con los que le ofenden, porque «ningún pecador, en cuanto tal,
es digno de amor, pero todo hombre, en cuanto tal, es amable por Dios»10.
Todos siguen siendo hijos de Dios y capaces de convertirse y alcanzar la gloria
eterna. La caridad nos impulsará a la oración, a la ejemplaridad, al
apostolado, a la corrección fraterna, confiando en que todo hombre es capaz de
rectificar sus errores. Si alguna vez son particularmente dolorosas las
ofensas, las injurias, las calumnias, pediremos ayuda a Nuestra Señora, a la
que, en muchas ocasiones, hemos contemplado al pie de la Cruz, sintiendo muy de
cerca aquellas infamias contra su Hijo: y gran parte de aquellas injurias, no
lo olvidemos, eran nuestras. Nos dolerán más por la ofensa a Dios que
significan, y por el daño que pueden causar a otras personas, y nos moverán a
desagraviar al Señor y a reparar en lo que esté en nuestras manos.
III. El
corazón del cristiano ha de ser grande. Evidentemente, su caridad debe ser
ordenada y, en consecuencia, ha de comenzar a vivirla con los más próximos, con
aquellas personas que, por voluntad de Dios, están a su alrededor; sin embargo,
nuestro aprecio y afecto nunca puede ser excluyente o limitarse a ámbitos
reducidos. No quiere el Señor un apostolado de tan cortos horizontes.
La
unión con Dios que procuramos hacer fructificar con su gracia en nuestra
conducta nos debe llevar a tener presente la dimensión entrañablemente humana del
apostolado. La actitud del cristiano, su convivencia con todos, debe parecerse
a un generoso caudal de cariño sobrenatural y cordialidad humana,
procurando superar la tendencia al egoísmo, a quedarse en sus cosas.
En
nuestra oración personal pedimos al Señor que nos ensanche el corazón; que nos
ayude a ofrecer sinceramente a más personas nuestra amistad; que nos impulse a
hacer apostolado con cada uno, aunque no seamos correspondidos, aunque sea
necesario a menudo enterrar nuestro propio yo, ceder en el propio punto de
vista o en un gusto personal. La amistad leal incluye un esfuerzo positivo –que
mantendremos en el trato asiduo con Jesucristo– «por comprender las
convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a
aceptarlas»11 porque no puedan conciliarse con nuestras convicciones
de cristianos.
El
Señor no deja de perdonar nuestras ofensas siempre que volvemos a Él movidos
por su gracia; tiene paciencia infinita con nuestras mezquindades y errores; por
eso, nos pide –así nos lo ha enseñado en el Padrenuestro de
modo expreso– que tengamos paciencia ante situaciones y circunstancias que
dificultan acercarse a Dios a personas, conocidos o amigos, que encontramos a
nuestro paso. La falta de formación y la ignorancia de la doctrina, los
defectos patentes, incluso una aparente indiferencia, no han de apartarnos de
esas personas, sino que han de ser para nosotros llamadas positivas,
apremiantes, luces que señalan una mayor necesidad de ayuda espiritual en quienes
los padecen: han de ser estímulo para intensificar nuestro interés por ellos,
por cada uno. Nunca motivo para alejarnos.
Formulemos
un propósito concreto que nos acerque a los parientes, amigos y conocidos que
más lo necesitan, y pidamos gracias a la Santísima Virgen para llevarlo a cabo.
1 Mt 5,
38-48. —
2 Cfr. San
Gregorio Nacianceno, Oración 17, 9. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 77, 6. —
4 Cfr. Jn 13,
34-35; 15, 12. —
5 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 28. —
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 9. —
7 Cfr. Lc 23,
34. —
8 Cfr. Hech 7,
60. —
9 San
Agustín, Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4, 10, 7.
—
10 ídem, Sobre
la doctrina cristiana, 1, 27. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 746.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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