Francisco Fernández-Carvajal 14 de junio de 2023
@hablarcondios
— Quitar lo que estorba. Renuncia al
propio yo. Corredención.
— Invitación de la Iglesia a la
penitencia. Su influencia en la oración. Sentido penitencial de los
viernes.
— Algunos campos de la mortificación.
Condiciones.
I.
Convocó Jesús a la muchedumbre y a sus discípulos, y les dijo: Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por
mí y por el Evangelio, la salvará1.
El Señor ya había enseñado que para ser su discípulo era necesario desasirse de los bienes materiales2; aquí pide un desprendimiento más profundo: la renuncia a lo que se es, al propio yo, a lo más íntimo de la persona. Pero en el discípulo de Cristo cada entrega lleva consigo una afirmación: dejar de vivir para mí mismo, a fin de que Cristo viva en mí3. La «vida en Cristo», por cuyo amor todo lo sacrifiqué...4, escribe San Pablo a los cristianos de Filipo, es una verdadera realidad de la gracia. La existencia cristiana es toda ella una afirmación: de vida, de amor, de amistad. Yo he venido -nos dice Jesús- para que tengan vida y la tengan en abundancia5. Nos ofrece la filiación divina, la participación en la vida íntima de la Trinidad Beatísima. Y lo que estorba a esta admirable promesa es el apegamiento a nuestro yo, a la comodidad, al bienestar, al propio éxito... Por eso es necesaria la mortificación, que no es algo negativo, sino desprendimiento de sí para permitir que Jesús esté en nosotros. De ahí la paradoja: «para Vivir hay que morir»6: morir a sí mismo para tener vida sobrenatural. Si vivís según la carne, moriréis; si con el espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis7.
Si
alguno quiere venir en pos de mí... Para responder a la
invitación de Jesús, que pasa a nuestro lado, necesitamos caminar paso a paso,
progresar de continuo. Es preciso «morir cada día un poco», negarse:
negar al hombre viejo8,
que llevamos dentro de nosotros, aquellas obras que nos separan de Dios o
dificultan crecer en su amistad. Para caminar hacia la santidad a la que el
Señor nos ha llamado es necesario someter las inclinaciones desordenadas, las
pasiones, pues después del pecado original y de los pecados personales ya no
están debidamente sujetas a la voluntad. Para progresar en pos de Cristo
debemos ser dueños de nosotros mismos y orientar nuestros pasos en una
determinada dirección: «somos como un hombre que lleva un asno; o conduce al
asno o el asno le conduce a él. O gobernamos las pasiones o ellas nos
gobernarán»9. Cuando no hay mortificación, «parece como si el “espíritu” se
fuera reduciendo, empequeñeciendo, hasta quedar en un puntito... Y el cuerpo se
agranda, se agiganta, hasta dominar. —Para ti escribió San Pablo: “castigo mi
cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a otros, venga yo a ser reprobado”»10.
El
mismo San Pablo nos señala otro motivo de penitencia: Ahora me gozo en
mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión
de Cristo en beneficio de su cuerpo que es la Iglesia11.
¿Es que la Pasión de Cristo no fue suficiente por sí sola para salvarnos? –se
pregunta San Alfonso Mª de Ligorio–. Nada faltó, sin duda, de su valor y fue
plenamente suficiente para salvar a todos los hombres. Con todo, para que los
méritos de la Pasión se nos apliquen, debemos cooperar por nuestra parte,
llevando con paciencia los trabajos y tribulaciones que Dios nos mande, para
asemejarnos a Jesús12.
Nosotros
somos los primeros que nos beneficiamos de esta participación en los
sufrimientos de Cristo13 cuando
le seguimos con una mortificación generosa; además, la eficacia sobrenatural de
la penitencia alcanza a la propia familia, de modo particular a los más
necesitados, a los amigos, a los colegas, a esas personas que queremos acercar
al Señor, a toda la Iglesia y al mundo entero.
II. «La
Iglesia –al paso que reafirma la primacía de los valores religiosos y
sobrenaturales de la penitencia (valores capaces como ninguno para devolver hoy
al mundo el sentido de Dios y de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de
Cristo y de su salvación)– invita a todos a acompañar la conversión interior
del espíritu con el ejercicio voluntario de obras externas de penitencia»14.
El dolor, la enfermedad, cualquier tipo de sufrimiento físico o moral, ofrecido
a Dios con espíritu penitente, en lugar de ser algo inútil y dañino adquiere un
sentido redentor «para la salvación de sus hermanos y hermanas. Por lo tanto,
no solo es útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio
insustituible. El sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la
historia de la humanidad la fuerza de la Redención»15.
La
Iglesia nos recuerda frecuentemente la necesidad de la mortificación. Si
alguno quiere venir en pos de mí... De modo particular ha querido que
un día a la semana, el viernes, consideremos la necesidad y los
frutos del negarse a uno mismo y que nos propongamos alguna mortificación
especial: la abstinencia de la carne, o bien algo costoso (trabajo mejor
realizado, hacer la vida más grata a aquellos con quienes convivimos...) o una
práctica piadosa (lectura espiritual, el Santo Rosario, la Visita al Santísimo,
el ejercicio piadoso del Vía Crucis...) o alguna obra de misericordia (hacer
compañía a un enfermo, dedicar tiempo a alguien que está necesitado,
limosna...). Pero no debemos contentarnos solo con esta muestra de penitencia
semanal, que es recuerdo de la Pasión de Nuestro Señor, de lo que sufrió por
nosotros y del valor del sacrificio; diariamente espera el Señor que sepamos
negarnos en pequeñas cosas, que vivificarán el alma y harán fecundo el
apostolado.
III. En
primer lugar, debemos tener presentes las llamadas mortificaciones
pasivas: ofrecer con amor aquello que nos llega sin esperarlo o que no
depende de nuestra voluntad (calor, frío, dolor, ser pacientes ante una espera
que se prolonga más allá de lo previsto, una contestación brusca que nos
desconcierta...). Junto a las mortificaciones pasivas, aquellas que tienden a
facilitar la convivencia (poner empeño en ser puntuales, escuchar con interés
verdadero, hablar cuando se hace sentir un silencio incómodo, ser afables
siempre venciendo los estados de ánimo, vivir con delicadeza las normas
habituales de cortesía: dar las gracias, pedir disculpas cuando sin querer
hemos podido molestar a alguien...) y el trabajo (intensidad, orden, acabar con
perfección la tarea, ayudar y facilitar la tarea a otros...). Mortificación
de la inteligencia (evitar actitudes críticas que faltan a la
caridad, mortificación de la curiosidad, no juzgar con precipitación) y
de la voluntad (luchar con empeño contra el amor desordenado
de sí mismo, evitar que las conversaciones se centren en nosotros, en lo que
hemos hecho, en nuestras cosas, en lo que personalmente nos interesa...). Mortificación
activa de los sentidos (de la vista, del gusto, viviendo la sobriedad
y ofreciendo un pequeño sacrificio que nos cueste en las comidas...). Mortificación
de la sensibilidad, de la tendencia a «pasarlo bien» como primer objetivo
de la vida... Mortificación interior (pensamientos inútiles
que retardan el camino de la santidad..., de modo muy particular cuando estos
pensamientos se presentan en la oración, en la Santa Misa, en el trabajo).
Examinemos
en la presencia de Dios si de verdad podemos decir con alegría que llevamos una
vida mortificada. Si cada día dominamos el cuerpo, si hemos ofrecido al Señor,
con afán redentor, el dolor y la contrariedad que, de algún modo, siempre están
presentes en todo camino. Si de verdad estamos decididos a perder la vida –paso
a paso, poco a poco– por amor de Cristo y del Evangelio.
Nuestra
mortificación y penitencia en medio del mundo tiene una serie de cualidades. En
primer lugar, ha de ser alegre. «A veces –comentaba aquel enfermo
consumido de celo por las almas– protesta un poco el cuerpo, se queja. Pero
trato también de transformar “esos quejidos” en sonrisas, porque resultan muy
eficaces»16. Muchas sonrisas y gestos amables deben nacer –si somos
mortificados– en medio del dolor y de la enfermedad.
Continua, que
facilite la presencia de Dios allí donde nos encontremos, que ayude a realizar
un trabajo más intenso y acabado, y nos lleve a mantener unas relaciones
sociales más amables, donde el espíritu apostólico esté siempre presente.
Discreta,
amable, llena de naturalidad, que se note por sus efectos
en la vida ordinaria, con sencillez, más que por unas manifestaciones poco
normales en un fiel corriente.
Por
último, la mortificación ha de ser humilde y llena de amor, porque
nos mueve la contemplación de Cristo en la Cruz, a quien deseamos unirnos con
todo nuestro ser; nada queremos si no nos lleva a Él.
En la
mortificación, como en el Calvario, encontramos a María: pongamos en sus manos
los propósitos concretos de este rato de oración, pidámosle que nos enseñe a
comprender en toda su hondura la necesidad de una vida mortificada.
1 Mc 8,
34-39. —
2 Cfr. Lc 14,
33. —
3 Gal 2,
20. —
4 Flp 3,
8. —
5 Jn 10,
10. —
6 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 187. —
7 Rom 8,
13. —
8 Ef 4,
21. —
9 E.
Boylan, El amor supremo, p. 113. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 841. —
11 Col 1,
24. —
12 Cfr. San
Alfonso Mª de Ligorio, Reflexiones sobre la Pasión, 10.
—
13 Cfr. Pablo VI,
Const. Apost. Paenitemini, 17-II-1966, II. —
14 Ibídem.
—
15 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984,
27. —
16 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 253.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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