Francisco Fernández-Carvajal 04 de marzo de 2024
@hablarcondios
— Perdonar
y olvidar las pequeñas ofensas que se producen a veces en la convivencia
diaria.
—
Nuestro perdón en comparación con lo que el Señor nos perdona.
—
Disculpar y comprender. Aprender a ver lo bueno de los demás.
I. En
el trato con los demás, en el trabajo, en las relaciones sociales, en la
convivencia de todos los días, es prácticamente inevitable que se produzcan
roces. Es también posible que alguien nos ofenda, que se porte con nosotros de
manera poco noble, que nos perjudique. Y esto, quizá, de forma un tanto
habitual. ¿Hasta siete veces he de perdonar? Es decir, ¿he de
perdonar siempre? Esta es la cuestión que le propone Pedro al Señor en el
Evangelio de la Misa de hoy1.
Es también nuestro tema de oración: ¿sabemos disculpar en todas las ocasiones?,
¿lo hacemos con prontitud?
Conocemos la respuesta del Señor a Pedro, y a nosotros: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Es decir, siempre. Pide el Señor a quienes le siguen, a ti y a mí, una postura de perdón y de disculpa ilimitados. A los suyos, el Señor les exige un corazón grande. Quiere que le imitemos. «La omnipotencia de Dios –dice Santo Tomás– se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera que Dios tiene de demostrar su poder supremo es perdonar libremente...»2, y por eso a nosotros «nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar»3. Es donde mostramos también nuestra mayor grandeza de alma.
«Lejos
de nuestra conducta, por tanto, el recuerdo de las ofensas que nos hayan hecho,
de las humillaciones que hayamos padecido –por injustas, inciviles y toscas que
hayan sido–, porque es impropio de un hijo de Dios tener preparado un registro,
para presentar una lista de agravios»4.
Aunque el prójimo no mejore, aunque recaiga una y otra vez en la misma ofensa o
en aquello que me molesta, debo renunciar a todo rencor. Mi interior debe
conservarse sano y limpio de toda enemistad.
Nuestro
perdón ha de ser sincero, de corazón, como Dios nos perdona a nosotros: Perdónanos
nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, decimos
cada día en el Padrenuestro. Perdón rápido, sin dejar que el rencor o la
separación corroan el corazón ni por un momento. Sin humillar a la otra parte,
sin adoptar gestos teatrales ni dramatizar. La mayoría de las veces, en la
convivencia ordinaria, ni siquiera será necesario decir «te perdono»: bastará
sonreír, devolver la conversación, tener un detalle amable; disculpar, en
definitiva.
No es
necesario que suframos grandes injurias para ejercitarnos en esta muestra de
caridad. Bastan esas pequeñas cosas que suceden todos los días: riñas en el
hogar por cuestiones sin importancia, malas contestaciones o gestos
destemplados ocasionados muchas veces por el cansancio de las personas, que
tienen lugar en el trabajo, en el tráfico de las grandes ciudades, en los
transportes públicos...
Mal
viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriara nuestra caridad
y nos sintiéramos separados de los demás, o nos pusiéramos de mal humor. O si
una injuria grave nos hiciera olvidar la presencia de Dios y nuestra alma
perdiera la paz y la alegría. O si somos susceptibles. Hemos de hacer examen
para ver cómo son nuestras reacciones ante las molestias que, a veces, la
convivencia lleva consigo. Seguir al Señor de cerca es encontrar también en
este punto, en las contrariedades pequeñas y en las ofensas graves, un camino
de santidad.
II. Y
si siete veces al día te ofende... siete veces le perdonarás5. Siete
veces, en muchas ocasiones. Incluso en el mismo día y sobre lo mismo. La
caridad es paciente, no se irrita6.
En
algún caso, nos puede costar el perdón. En lo grande o en lo pequeño. El Señor
lo sabe y nos anima a recurrir a Él, que nos explicará cómo este perdón sin
límite, compatible con la defensa justa cuando sea necesaria, tiene su origen
en la humildad. Cuando acudimos a Jesús, Él nos recuerda la parábola que narra
el Evangelio de la Misa de hoy. Un rey quiso arreglar cuentas con sus
siervos. Y le presentaron uno que le debía diez mil talentos7.
¡Una enormidad! Unos sesenta millones de denarios (un denario era el jornal de
un trabajador del campo).
Cuando
una persona es sincera consigo misma y con Dios no es difícil que se reconozca
como aquel siervo que no tenía con qué pagar. No solamente porque
todo lo que es y tiene a Dios se lo debe, sino también porque han sido muchas
las ofensas perdonadas. Solo nos queda una salida: acudir a la misericordia de
Dios, para que haga con nosotros lo que hizo con aquel criado: compadecido
de aquel siervo, le dejó libre y le perdonó la deuda.
Pero
cuando este siervo encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios,
no supo perdonar ni esperar a que pudiera pagárselos, a pesar de que el
compañero se lo pidió de todas las formas posibles. Entonces su señor
lo mandó llamar y le dijo: Siervo malo, yo te he perdonado toda la deuda porque
me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero,
como yo la he tenido en ti?
La
humildad de reconocer nuestras muchas deudas para con Dios nos ayuda a perdonar
y a disculpar a los demás. Si miramos lo que nos ha perdonado el Señor, nos
damos cuenta de que aquello que debemos perdonar a los demás –aun en los casos
más graves– es poco: no llega a cien denarios. En comparación de
los diez mil talentos nada es.
Nuestra
postura ante los pequeños agravios ha de ser la de quitarles importancia (en
realidad la mayoría de las veces no la tienen) y disculpar también con
elegancia humana. Al perdonar y olvidar, somos nosotros quienes sacamos mayor
ganancia. Nuestra vida se vuelve más alegre y serena, y no sufrimos por
pequeñeces. «Verdaderamente la vida, de por sí estrecha e insegura, a veces se
vuelve difícil. —Pero eso contribuirá a hacerte más sobrenatural, a que veas la
mano de Dios; y así serás más humano y comprensivo con los que te rodean»8.
«Hemos
de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos,
hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a
Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no
contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena:
ahogando el mal en abundancia de bien (Cfr. Rom 12, 21)»9.
No cometeremos el error de aquel siervo mezquino que, habiéndosele perdonado a
él tanto, no fue capaz da perdonar tan poco.
III. La
caridad ensancha el corazón para que quepan en él todos los hombres, incluso
aquellos que no nos comprenden o no corresponden a nuestro amor. Junto al Señor
no nos sentiremos enemigos de nadie. Junto a Él aprenderemos a no juzgar las
intenciones íntimas de las personas.
No
percibimos de los demás sino unas pocas manifestaciones externas, que ocultan,
en muchas ocasiones, los verdaderos motivos de su actuar. «Aunque vierais algo
malo, no juzguéis al instante a vuestro prójimo –aconseja San Bernardo–, sino
más bien excusadle en vuestro interior. Excusad la intención, si no podéis
excusar la acción. Pensad que lo habrá hecho por ignorancia, o por sorpresa, o
por debilidad. Si la cosa es tan clara que no podéis disimularla, aun entonces
procurad creerlo así, y decid para vuestros adentros: la tentación habrá sido
muy fuerte»10.
¡Cuántos
errores cometemos en los pequeños roces de la convivencia diaria! Muchos de
ellos se deben a que nos dejamos llevar por juicios o sospechas temerarias.
¡Cuántas divisiones familiares se tornarían atenciones si viéramos que ese mal
detalle, esa inoportunidad, se debe al cansancio de aquella persona después de
un día largo y difícil! Además, «mientras interpretes con mala fe las
intenciones ajenas, no tienes derecho a exigir comprensión para ti mismo»11.
La
comprensión nos inclina a vivir amablemente abiertos hacia los demás, a
mirarlos con simpatía; alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar
la parte de bondad que hay siempre en todas las personas.
Solo
es capaz de comprender quien es humilde. Si no, las faltas más pequeñas de los
demás se ven aumentadas, y se tiende a disminuir y justificar las mayores
faltas y errores propios. La soberbia es como esos espejos curvos que deforman
la verdadera realidad de las cosas.
Quien
es humilde es objetivo, y entonces puede vivir el respeto y la comprensión con
los demás: surge fácil la disculpa para los defectos ajenos. Ante ellos, el
humilde no se escandaliza. «No hay pecado –escribe San Agustín– ni crimen
cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi
fragilidad, y si aún no lo he cometido es porque Dios, en su misericordia, no
lo ha permitido y me ha preservado en el bien»12.
Además, «aprenderemos también a descubrir tantas virtudes en los que nos rodean
–nos dan lecciones de trabajo, de abnegación, de alegría...–, y no nos
detendremos demasiado en sus defectos; solo cuando resulte imprescindible, para
ayudarles con la corrección fraterna»13.
La
Virgen nos enseñará, si se lo pedimos, a saber disculpar –en Caná, la Virgen no
critica que se haya acabado el vino, sino que ayuda a solucionar su
falta–, y a luchar en nuestra vida personal en esas mismas virtudes que, en
ocasiones, nos puede parecer que faltan en los demás. Entonces estaremos en
excelentes condiciones de poder prestarles nuestra ayuda.
1 Mt 18,
21-35. —
2 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3, ad 3. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 30, 5. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 309. —
5 Cfr. Lc 17,
4. —
6 1
Cor 13, 7. —
7 Cfr. Mt 18,
24 ss. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 762. —
9 ídem, Es
Cristo que pasa, 182. —
10 San
Bernardo, Sermón 40 sobre el Cantar de los Cantares. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 635. —
12 San
Agustín, Confesiones, 2, 7. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 20.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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