martes, 22 de diciembre de 2009

Todopoderoso y mágico


Por Raúl Villasmil

Una de las características más resaltantes de los sistemas democráticos inmaduros, como el nuestro, es su incapacidad para moderar las tentaciones oportunistas de quienes ocupan el gobierno y de aquellos que aspiran a desplazarlos. La historia política de América Latina desde su independencia es testimonio elocuente de esta realidad, y el éxito relativo que han tenido países como Chile y Costa Rica, por ejemplo, radica en buena medida en haber logrado crear y consolidar acuerdos políticos y reglas de juego orientados a minimizar las conductas populistas.

La independencia de los poderes del Estado y la de entes como el Banco Central, las superintendencias de Bancos y las administradoras de pensiones, entre otros, es parte esencial de estos acuerdos, y en el caso particular de Venezuela, también debería serlo la de los entes encargados del manejo de la industria petrolera y la administración de la renta que ella genera, dada la necesidad de que todos ellos tomen decisiones alejados de las presiones de corto plazo que mueven por definición a gobernantes y a candidatos. En términos formales, el acuerdo se plasma, entre otros aspectos, en procedimientos para la elección, funcionamiento y remoción de quienes ocupen estos cargos, todo ello con el objeto de lograr un balance entre la autonomía de decisión y la rendición de cuentas.

En presencia de estos acuerdos, la alternancia no representa una amenaza para la continuidad. Las elecciones se convierten en una suerte de competencia que estimula la excelencia en la gestión, pero reduciendo al mínimo las posibilidades que tiene el gobernante de manipular de manera oportunista los resultados económicos y sociales de corto plazo en detrimento del bienestar futuro del país. Naturalmente, la distribución del poder que estos acuerdos suponen reduce el poder discrecional del Jefe del Estado. Para éste, esto puede ser incómodo, pero para la sociedad en general, la sustitución de la discrecionalidad por un sistema de contrapesos y reglas ofrece certidumbre.

Bajo el argumento de que para transformar la realidad del país es necesario contar con unidad de mando, Venezuela avanza en sentido contrario, es decir, hacia la remoción de obstáculos al poder discrecional del Presidente. Esta evolución es contraria a la esencia de la democracia, incluso cuando la sociedad le haya cedido de manera voluntaria su poder al gobernante. En un sistema democrático con estas características, las elecciones se convierten en una apuesta en donde el ganador se lo lleva todo, lo cual explica que adquieran una importancia fenomenal. Gobernantes y candidatos tienden a sucumbir ante las tentaciones oportunistas o populistas. Los gobernantes, interviniendo en las decisiones de los entes arriba mencionados, y los candidatos, prometiendo resultados imposibles de lograr.

La realidad actual del país responde claramente a este patrón. Al acercarse las elecciones, el gobierno hace todo lo que está a su alcance para generar una ilusión de prosperidad. Los desequilibrios económicos se exacerban al máximo, y para financiar los excesos, se hipoteca nuestra riqueza petrolera y endeudando a las futuras generaciones, todo con el único objeto de mantener la popularidad y el poder. La oposición, por su parte, evita presentar un balance objetivo pero impopular de la realidad. Se critica el endeudamiento, pero también la reducción del gasto. Se insiste en la insensatez de mantener un tipo de cambio absurdamente sobrevaluado, pero se crítica que se reduzcan o restrinjan el otorgamiento de divisas al precio oficial. Se insiste que los controles de precios han llegado a niveles absurdos que amenazan con acabar con el aparato productivo nacional, pero en ningún momento se hace explícita la liberación de precios como la única solución al problema del abastecimiento. Al fin y al cabo, el Estado de la oposición es también un Estado todopoderoso y mágico.

Publicado por:
Pais Portatil

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