MARIO VARGAS LLOSA 9 DE MARZO 2014
Hace ya cuatro semanas que los
estudiantes venezolanos comenzaron a protestar en las calles de las principales
ciudades del país contra el gobierno de Nicolás Maduro y, pese a la dura
represión –20 muertos y más de 300 heridos reconocidos hasta ahora por el
régimen, y cerca de un millar de detenidos, entre ellos Leopoldo López, uno de
los principales líderes de la oposición–, la movilización popular sigue en pie.
Ha sembrado Venezuela de “trincheras de la libertad” en las que, además de
universitarios y escolares, hay ahora obreros, amas de casa, empleados,
profesionales, una ola popular que parece incluso haber desbordado a la Mesa de
la Unidad Democrática, MUD, la organización sombrilla de todos los partidos y
grupos políticos gracias a los cuales Venezuela no se ha convertido todavía en
una segunda Cuba.
Pero que esas son las intenciones del
sucesor del comandante Hugo Chávez es evidente. Todos los pasos que ha dado en
el año que lleva en el poder que le legó su predecesor son inequívocos. El más
notorio, la asfixia sistemática de la libertad de expresión. El único canal de
televisión independiente que sobrevivía –Globovisión– fue sometido a un acoso
tal por el gobierno que sus dueños debieron venderlo a empresarios adictos, que
lo han alineado ahora con el chavismo. El control de las estaciones de radio es
casi absoluto y las que todavía se atreven a decir la verdad sobre la
catastrófica situación económica y social del país tienen los días contados. Lo
mismo ocurre con la prensa independiente a la que el gobierno va eliminando
poco a poco mediante el sistema de privarla de papel.
Sin embargo, aunque el pueblo
venezolano ya casi no pueda ver, oír ni leer una información libre, vive en
carne propia la descarnada y trágica situación a la que los desvaríos
ideológicos del régimen –las nacionalizaciones, el intervencionismo sistemático
en la vida económica, el hostigamiento a la empresa privada, la burocratización
cancerosa– han llevado a Venezuela, y esta realidad no se oculta con demagogia.
La inflación es la más alta de América Latina y la criminalidad una de las más
altas del mundo. La carestía y el desabastecimiento han vaciado los anaqueles
de los almacenes, y la imposición de precios oficiales para todos los productos
básicos ha creado un mercado negro que multiplica la corrupción a extremos de
vértigo. Solo la nomenclatura conserva altos niveles de vida, mientras la clase
media se encoge cada día más y los sectores populares son golpeados de una
manera inmisericorde que el régimen trata de paliar con medidas populistas
–estatismo, colectivismo, repartos de dádivas y mucha, mucha propaganda
acusando a la “derecha”, el “fascismo” y el “imperialismo norteamericano” del
desbarajuste y caída en picada de los niveles de vida del pueblo venezolano.
El historiador mexicano Enrique Krauze
recordaba hace algunos días el fantástico dispendio que ha hecho el régimen
chavista en los 15 años que lleva en el poder de los 800.000 millones de
dólares que ingresaron al país en este período gracias al petróleo (las
reservas petroleras de Venezuela son las más grandes del mundo). Buena parte de
ese irresponsable derroche ha servido para garantizar la supervivencia
económica de Cuba y para subvencionar o sobornar a esos gobiernos que, como el
nicaragüense del comandante Ortega, el argentino de la señora Kirchner o el
boliviano de Evo Morales, se han apresurado en estos días a solidarizarse con
Nicolás Maduro y a condenar la protesta de los estudiantes “fascistas”
venezolanos.
La prostitución de las palabras, como
lo señaló Orwell, es la primera proeza de todo gobierno de vocación
totalitaria. Nicolás Maduro no es un hombre de ideas, como advierte de
inmediato quien lo oye hablar; los lugares comunes embrollan sus discursos, que
él pronuncia siempre rugiendo, como si el ruido pudiera suplir la falta de
razones, y su palabra favorita parece ser “¡fascista!”, que endilga sin ton ni
son a todos los que critican y se oponen al régimen que ha llevado a uno de los
países potencialmente más ricos del mundo a la pavorosa situación en que se
encuentra. ¿Sabe el señor Maduro lo que fascismo significa? ¿No se lo enseñaron
en las escuelas cubanas donde recibió su formación política? Fascismo significa
un régimen vertical y caudillista, que elimina toda forma de oposición y,
mediante la violencia, anula o extermina las voces disidentes; un régimen
invasor de todos los dominios de la vida de los ciudadanos, desde el económico
hasta el cultural y, principalmente, claro está, el político; un régimen donde
los pistoleros y matones aseguran mediante el terror la unanimidad del miedo y
el silencio, y una frenética demagogia a través de los medios tratando de
convencer al pueblo día y noche de que vive en el mejor de los mundos. Es
decir, el fascismo es lo que va viviendo cada día más el infeliz pueblo
venezolano, lo que representa el chavismo en su esencia, ese trasfondo
ideológico en el que, como explicó tan bien Jean-François Revel, todos los
totalitarismos –fascismo, leninismo, estalinismo, castrismo, maoísmo, chavismo–
se funden y confunden.
Es contra esta trágica decadencia y la
amenaza de un endurecimiento todavía peor del régimen –una segunda Cuba– que se
han levantado los estudiantes venezolanos, arrastrando con ellos a sectores muy
diversos de la sociedad. Su lucha es para impedir que la noche totalitaria
caiga del todo sobre la tierra de Simón Bolívar y ya no haya vuelta atrás. Leo,
esta mañana, un artículo de Joaquín Villalobos en El País (“Cómo enfrentarse al
chavismo”), desaconsejando a la oposición venezolana la acción directa que ha
emprendido y recomendándole que espere, más bien, que crezcan sus fuerzas para
poder ganar las próximas elecciones. Sorprende la ingenuidad del ex guerrillero
convertido (en buena hora) a la cultura democrática. ¿Quién garantiza que habrá
futuras elecciones dignas de ese nombre en Venezuela? ¿Lo fueron las últimas,
en las condiciones de desventaja absoluta para la oposición en que se dieron,
con un poder electoral sometido al régimen, una prensa sofocada y un control
obsceno de los recuentos por los testaferros del gobierno? Desde luego que la
oposición pacífica es lo ideal, en democracia. Pero Venezuela ya no es un país
democrático, está mucho más cerca de una dictadura como la cubana que de lo que
son, hoy en día, países como México, Chile o Perú. La gran movilización popular
que hoy vive Venezuela es, precisamente, para que, en el futuro, haya todavía
elecciones de verdad en ese país y no sean esas rituales operaciones circenses
como eran la antigua Unión Soviética o son todavía las de Cuba, donde los
electores votan por candidatos únicos que ganan, oh sorpresa, siempre, con 99%
de los votos.
Lo que es triste, aunque no
sorprendente, es la soledad en que los valientes venezolanos que ocupan las
“trincheras de la libertad” están luchando por salvar a su país, y a toda
América Latina, de una nueva satrapía comunista, sin recibir el apoyo que
merecen de los países democráticos o de esa inútil y apolillada OEA
(Organización de Estados Americanos), en cuya carta principista, vaya
vergüenza, figura velar por la legalidad y la libertad de los países que la
integran. Naturalmente, qué otra cosa se puede esperar de gobiernos cuyos
presidentes comparecieron, prácticamente todos, en La Habana, a celebrar la
Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, Celac, y a
rendir un homenaje a Fidel Castro, momia viviente y símbolo animado de la
dictadura más longeva de la historia de América Latina.
Sin embargo, este lamentable
espectáculo no debe desmoralizarnos a quienes creemos que, pese a tantos
indicios en contrario, la cultura de la libertad ha echado raíces en el
continente latinoamericano y no volverá a ser erradicada en el futuro
inmediato, como tantas veces en el pasado. Los pueblos en nuestros países
suelen ser mejores que sus gobiernos. Ahí están para demostrarlo los
venezolanos, como los ucranios ayer, jugándose la vida en nombre de todos
nosotros, para impedir que en la tierra de la que salieron los libertadores de
América del Sur desaparezcan los últimos resquicios de libertad que todavía
quedan. Tarde o temprano, triunfarán.
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