Luis Gómez Calcaño 24 noviembre, 2014
Los hechos son aparentemente simples: el
domingo 23 de noviembre, un pequeño
grupo de manifestantes enmascarados cerró la avenida Francisco de Miranda
frente a la Plaza Altamira de Caracas, espacio público donde se venía
celebrando desde hacía una semana el Festival de la Lectura de Chacao. Frente a
la inmediata aparición de la Guardia Nacional, el alcalde de Chacao y los
organizadores de la feria decidieron desalojar al público para protegerlo.
La justificación aparente de la
manifestación y del cierre fue protestar contra la prolongada prisión de
estudiantes y otras personas detenidas por su participación en las protestas
del primer trimestre de este año. Y si seguimos con lo aparente, no tiene nada
de particular que un grupo de personas quiera protestar con una reivindicación
muy justa como es la liberación de detenidos por ejercer su derecho a la
protesta. Pero como no todo es apariencia, es necesario ir más allá de ella.
Para algunos grupos de opinión y acción
política, hacer un festival de lectura en la Plaza Altamira es una transgresión
simbólica de varios tabúes: en primer lugar, la plaza ha sido desde hace mucho
tiempo el epicentro de las protestas más radicales de oposición, así como el
escenario donde cayeron algunas de las primeras víctimas de las protestas a
manos de las bandas armadas del gobierno; ese espacio ha adquirido para algunos
un carácter de monumento conmemorativo, y por lo tanto de espacio sagrado que
no debe ser profanado por actividades menos dignas que la protesta y el
sacrificio de la propia vida. En segundo lugar, la plaza fue también el
escenario donde se dieron algunos de los mayores y más durables enfrentamientos
de las protestas de este año; y finalmente, fue precisamente a causa de esas
protestas que el festival, que debió celebrarse en abril, tuvo que ser
suspendido.
La celebración del festival significaba
así un cierre simbólico de aquel ciclo de protestas y el reconocimiento
explícito de un “regreso a la normalidad” que parece moralmente inaceptable a
un cierto número de ciudadanos. No es que el festival sea la causa de este
regreso a la normalidad, sino todo lo contrario, es una consecuencia del mismo,
pero su celebración significa, para quienes no terminan de aceptar que ese
ciclo de protestas se agotó, ahondar la herida que produjeron las expectativas
frustradas.
Retomar el festival significaba también
un triunfo o al menos una ratificación de la política del alcalde Ramón
Muchacho durante las protestas de este año, reticente a identificarse con sus
fines y métodos y crítico de las desviaciones que muchas veces las afectaron.
Para algunos de quienes apoyaron las protestas, la actitud del alcalde rayaba
en la “traición” en la medida en que no puso los recursos de la alcaldía ni su
respaldo personal al servicio de la estrategia impulsada por los grupos más
radicales, sino más bien trató de disuadir a los manifestantes para que, al
menos, cambiaran sus métodos.
En un primer momento, no se trataba de
un debate sobre las estrategias políticas de la oposición, ya que la
realización o no de un programa cultural sólo tiene una relación muy lejana con
los problemas reales de acumulación de fuerzas, organización, articulación
entre partidos y organizaciones civiles, estrategias electorales y no
electorales para avanzar, etc.
Se trataba, para los manifestantes y
quienes los apoyaban, de la sensación de que era “inmoral” o “indigno”
desarrollar una actividad “normal” de la alcaldía siendo que todavía permanecen
presos o enjuiciados más de un centenar de quienes protestaron recientemente. El
problema de esta actitud es que el festival no es la única actividad “normal”
que se hace hoy en día en Venezuela, a pesar del descontento o la indignación
que muchos podamos sentir por la forma en que se maneja el país. Incluso
aquellos a quienes más disgusta el festival no sólo han continuado trabajando y
haciendo otras cosas necesarias para la supervivencia, como hacer colas en los
mercados, sino también actividades optativas como leer, ir al cine, hacer
alguna actividad creativa, visitar a sus amigos, viajar u otras semejantes. Por
lo tanto, ¿cómo hacer para seleccionar, entre tantas actividades culturales,
como la apertura de una exposición, la presentación de un festival de cine o el
montaje de una obra de teatro, cuáles son morales y dignas y cuáles no? Si me
siento en un banco de la plaza a conversar, ¿Estoy siendo inconsecuente con los
presos políticos que no pueden hacerlo? ¿No debería estar protestando
incesantemente hasta que los liberen? Responder a estas preguntas nos pone
frente a la evaluación de nuestra propia conducta: si criticamos al alcalde y a
quienes van al festival porque han olvidado a los presos y se distraen con
actividades culturales, ¿Estamos nosotros mismos al abrigo de esa crítica?
Pero el hecho de que la indignación de
algunos se haya centrado sobre el festival obedece a que alrededor de él han
cristalizado, como sobre un “significante flotante” al estilo de Laclau, un
conjunto de tensiones y conflictos que atraviesan a la población opositora
venezolana y a sus expresiones organizadas.
Si se considera que no es digno tolerar
ni un minuto más la situación de violencia, escasez, inflación y opresión que
se vive (por más que todavía haya un sector importante de la población que
parece dispuesta a tolerarla o ignorarla), cada día que pase sin que “la gente”
salga a la calle a protestar o a derribar al gobierno es un golpe a esa
dignidad que se quiere defender, incluyendo la propia. Se produce entonces una
especie de disonancia cognitiva, en la cual nuestro sentimiento de la propia
dignidad tropieza con la realidad de la impotencia del esfuerzo individual y
grupal para “salir de esto” con la urgencia que la moral y esa misma dignidad
exigen. Y esta tensión, que se produce como una lucha interna en la persona
opositora, también se produce en y entre las organizaciones que pretenden
expresar a este sector de la población. Los meses de febrero y marzo de 2014
exacerbaron la contradicción entre quienes impulsaron y creyeron en una
resolución rápida de la tensión y aquellos que, considerándose más realistas,
insistieron en transitar los caminos grises y poco gloriosos de lo
institucional y electoral. La contradicción se resolvió, en los hechos
políticos, en favor de estos últimos, no porque esos caminos hayan sido
especialmente fecundos, sino porque la protesta se fue agotando sin lograr los
grandes objetivos de corto plazo que se planteó.
Sin embargo, las interpretaciones sobre
este fracaso han profundizado las divergencias entre esos grupos, ya que ambos
se culpan mutuamente de los resultados: para quienes impulsaron “la calle” el
fracaso se debe a la “traición” de la dirigencia de la MUD, que aceptó dialogar
con el gobierno cuando este estaba “contra la pared”, mientras que para los
partidos mayores de esa organización la protesta representó un retroceso porque
ni siquiera logró la incorporación mayoritaria de la población opositora y
contribuyó involuntariamente con la estrategia oficialista de satanización de
este sector.
Esta división de perspectivas, aunque
hasta ahora no ha resultado en una división formal de la MUD ni en un abandono
de la estrategia institucional, encontró en el anuncio de la realización del
festival un nuevo terreno de batalla. Algunos grupos no sólo criticaron ese
anuncio, sino que se adelantaron a ocupar parte del territorio de la plaza con
recordatorios simbólicos de su carácter sagrado: colocaron fotografías de los
estudiantes presos, cruces y lápidas evocadoras de las víctimas de la violencia
política, así como carteles alusivos a ellos, en zonas de la plaza que serían
recorridas por los visitantes del festival, como para recordarles que el lugar
donde ellos venían a una actividad de esparcimiento era en realidad un
santuario para las víctimas del gobierno opresor, y que su presencia con esa
intención frívola era una especie de profanación, en la medida en que despojaba
a la plaza de su carácter heroico y propicio al martirio.
Durante la primera semana pareció que
esta discreta presencia de la protesta, totalmente respetada por los
organizadores, iba a ser la única expresión del cisma opositor, mientras que
las actividades conexas a la venta de libros, como foros y presentaciones de
autores, casi invariablemente identificados con la oposición, se desarrollaron
con toda normalidad.
La protesta del domingo 23 rompió la
“ilusión de armonía” entre las dos posiciones, no tanto por los hechos mismos
ocurridos en y alrededor de la plaza, sino por el intenso debate que se produjo
de inmediato en los medios sociales. Algunos autores e intelectuales conocidos
(ni hace falta decirlo, todos de oposición) hicieron saber su molestia contra
quienes protestaban, considerando que su gesto era una agresión contra la
cultura que poco perjudicaba al gobierno; otros defendieron la acción,
considerando que había sido necesaria para despertar la conciencia adormecida
de la gente y recordarles la existencia de los presos políticos. Pero en los
textos de ambos bandos el debate desbordó rápidamente desde la situación
inicial hasta el enfrentamiento entre estrategias que ha signado a la oposición
venezolana en los últimos meses.
Un acontecimiento que en cualquier otra
sociedad habría sido rutinario y normal, la competencia por la atención del
público entre una feria de libros y una pequeña manifestación de protesta, se
transformó en la tensa y polarizada Caracas de hoy en un síntoma del malestar
de la sociedad y, especialmente, el de la oposición. Twitter (y en menor medida
Facebook) se convirtieron en campos de batalla entre partidarios de la feria y
de la manifestación, en los cuales lo que se discutía realmente no eran los
hechos, sino las estrategias y tácticas de la oposición.
Lamentablemente, quizás por el carácter
de los medios en los que se desarrolló, propicio para el ataque anónimo y la
palabra irreflexiva, el debate no alcanzó (con pocas excepciones), un mínimo
nivel de profundidad ni de intento de comprender las posiciones del
antagonista. En lugar de reflexionar sobre las posibles razones legítimas que
podría tener uno u otro grupo para defender sus opciones, rápidamente se formaron
las trincheras inamovibles que hemos visto en otros debates opositores
recientes: el insulto sustituyó a los argumentos y la sordera al diálogo, para
gran regocijo de los oficialistas que miraban desde la otra orilla.
Si creyéramos lo expresado por muchos
participantes en el debate, la oposición venezolana estaría compuesta de dos
bandos igualmente detestables: por un lado, un pequeño grupo de irresponsables
que insiste en desarrollar acciones aisladas y divisionistas, sin efecto alguno
sobre la población todavía chavista que se quiere conquistar; y por el otro,
unas cúpulas partidistas empeñadas en desmovilizar a la población para mantener
su contubernio con el gobierno, que les depara ventajas materiales y políticas.
Sin embargo, ese espejo deformante que
son las redes sociales nos puede estar haciendo sobreestimar lo que no fue más
que un incidente muy local y limitado, si lo ponemos en la perspectiva de los
inmensos problemas del país y de las tareas que enfrenta una oposición cada día
más acorralada en lo económico, mediático y político por un gobierno que,
paradójicamente, sufre también de una disminución aguda de su capacidad para
manejar la complejidad de la crisis.
En el fondo, se trata de un dilema entre
dos formas de concebir el compromiso ético por la defensa de los fines comunes
de la oposición, dilema que suele presentarse en muchos movimientos opositores
a regímenes autoritarios: para algunos, lo que consideran como una opresión
intolerable exige una respuesta inmediata, heroica, sacrificial e indiferente a
las consideraciones del realismo político, al que consideran sospechoso de
cobardía o traición; mientras que para otros, la racionalidad de la estrategia
debe evitar la contaminación de la acción política por la emoción, y por lo
tanto tratan de controlar o evitar al máximo cualquier acción espontánea que se
desvíe del plan a largo plazo. En ambas posturas existe el riesgo de confundir
el método con el fin, la táctica con la estrategia; sin emociones que enciendan
el impulso a la acción, la mejor estrategia puede dar paso a la complacencia y
el acomodo con el adversario. Pero sin una estrategia que logre canalizarlo,
ese impulso termina por agotarse ante las sucesivas derrotas. El breve y casi
insignificante incidente de la Plaza Altamira quizás ha sido una oportunidad,
hasta ahora no aprovechada, de dialogar dentro de la oposición para tratar de
encontrar, conjuntamente, el equilibrio entre ambos extremos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico