Benedicto XVl 19 de noviembre de 2008
En el camino que estamos recorriendo
bajo la guía de san Pablo, queremos ahora detenernos en un tema que está en el
centro de las controversias del siglo de la Reforma: la cuestión de la
justificación. ¿Cómo llega a ser un hombre justo a los ojos de Dios? Cuando
Pablo encontró al resucitado en el camino de Damasco era un hombre realizado:
irreprensible en cuanto a la justicia derivada de la Ley (cfr Fil 3,6),
superaba a muchos de sus coetáneos en la observancia de las prescripciones
mosaicas y era celoso en conservar las tradiciones de sus padres (cfr Gal
1,14). La iluminación de Damasco le cambió radicalmente la existencia: comenzó
a considerar todos sus méritos, logros de una carrera religiosa integrísima,
como “basura” frente a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo (cfr Fil
3,8). La Carta a los Filipenses nos ofrece un testimonio conmovedor del paso de
Pablo de una justicia fundada en la Ley y conseguida con la observancia de las
obras prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: había comprendido
que cuanto hasta ahora le había parecido una ganancia, en realidad frente a
Dios era una pérdida, y había decidido por ello apostar toda su existencia en
Jesucristo (cfr Fil 3,7). El tesoro escondido en el campo y la perla preciosa
en cuya posesión invierte todo lo demás ya no eran las obras de la Ley, sino
Jesucristo, su Señor.
La relación entre Pablo y el Resucitado
llegó a ser tan profunda que le impulsó a afirmar que Cristo no era solamente
su vida, sino su vivir, hasta el punto de que para poder alcanzarlo incluso la
muerte era una ganancia (cfr Fil 1,21). No es que despreciase la vida, sino que
había comprendido que para él el vivir ya no tenía otro objetivo, y por tanto
ya no tenía otro deseo que alcanzar a Cristo, como en una competición atlética,
para estar siempre con Él: el Resucitado se había convertido en el principio y
el fin de su existencia, el motivo y la meta de su carrera. Sólo la
preocupación por el crecimiento en la fe de aquellos a los que había
evangelizado y la solicitud por todas las Iglesias que había fundado (cfr 2 Cor
11,28) le inducían a desacelerar la carrera hacia su único Señor, para esperar
a los discípulos, para que pudieran correr a la meta con él. Si en la anterior
observancia de la Ley no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista de
la integridad moral, una vez alcanzado por Cristo prefería no juzgarse a sí
mismo (cfr 1 Cor 4,3-4), sino que se limitaba a correr para conquistar a Aquél
por el que había sido conquistado (cfr Fil 3,12).
A causa de esta experiencia personal de
la relación con Jesús, Pablo coloca en el centro de su Evangelio una
irreducible oposición entre dos recorridos alternativos hacia la justicia: uno
construido sobre las obras de la Ley, el otro fundado sobre la gracia de la fe
en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la Ley y la
justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de los temas dominantes
que atraviesan sus cartas: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles
pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por
las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído
en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no
por las obras de la Ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado”
(Gal 2,15-16). Y a los cristianos de Roma les reafirma que “todos pecaron y
están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su
gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,23-24). Y
añade: “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de
las obras de la Ley” (Ibid 28). Lutero tradujo este pasaje como “justificado
sólo por la fe”. Volveré sobre esto al final de la catequesis. Antes debemos
aclarar qué es esta “Ley” de la que hemos sido liberados y qué son esas “obras
de la Ley” que no justifican. La opinión –que se repetirá en la historia–,
según la cual se trataba de la ley moral, y que la libertad cristiana
consistía, por tanto, en la liberación de la ética, existía ya en la comunidad
de Corinto. Así, en Corinto circulaba la palabra “panta mou estin” (todo me es
lícito). Es obvio que esta interpretación es errónea: la libertad cristiana no
es libertinaje, la liberación de la que habla san Pablo no es liberarse de
hacer el bien.
¿Pero qué significa por tanto la Ley de
la que hemos sido liberados y que no salva? Para san Pablo, como para todos sus
contemporáneos, la palabra Ley significaba la Torá en su totalidad, es decir,
los cinco libros de Moisés. La Torá implicaba, en la interpretación farisaica,
la que había estudiado y hecho suya Pablo, un conjunto de comportamientos que
iban desde el núcleo ético hasta las observancias rituales y cultuales que
determinaban sustancialmente la identidad del hombre justo. Particularmente la
circuncisión, la observancia acerca del alimento puro y generalmente la pureza
ritual, las reglas sobre la observancia del sábado, etc. Comportamientos que
aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus contemporáneos. Todas estas
observancias que expresan una identidad social, cultural y religiosa, habían
llegado a ser singularmente importantes en el tiempo de la cultura helenística,
empezando desde el siglo III a.C. Esta cultura, que se había convertido en la
cultura universal de entonces, era una cultura aparentemente racional, una
cultura politeísta aparentemente tolerante, que ejercía una fuerte presión de
uniformidad cultural y amenazaba así la identidad de Israel, que estaba
políticamente obligado a entrar en esta identidad común de la cultura
helenística con la consiguiente pérdida de su propia identidad, perdiendo así
también la preciosa heredad de la fe de sus Padres, la fe en el único Dios y en
las promesas de Dios.
Contra esta presión cultural, que
amenazaba no sólo a la identidad israelita, sino también a la fe en el único
Dios y en sus promesas, era necesario crear un muro de distinción, un escudo de
defensa que protegiera la preciosa heredad de la fe; este muro consistía
precisamente en las observancias y prescripciones judías. Pablo, que había
aprendido estas observancias precisamente en su función defensiva del don de
Dios, de la heredad de la fe en un único Dios, veía amenazada esta identidad
por la libertad de los cristianos: por esto les perseguía. En el momento de su
encuentro con el Resucitado entendió que con la resurrección de Cristo la
situación había cambiado radicalmente. Con Cristo, el Dios de Israel, el único
Dios verdadero, se convertía en el Dios de todos los pueblos. El muro –así lo
dice Carta a los Efesios– entre Israel y los paganos ya no era necesario: es
Cristo quien nos protege contra el politeísmo y todas sus desviaciones; es Cristo
quien nos une con y en el único Dios; es Cristo quien garantiza nuestra
verdadera identidad en la diversidad de las culturas, y es él el que nos hace
justos. Ser justo quiere decir sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y
esto basta. Ya no son necesarias otras observancias. Por eso la expresión
"sola fide" de Lutero es cierta si no se opone la fe a la caridad, al
amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo,
conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por
tanto creer es conformarse con Cristo y entrar en su amor. Por eso san Pablo en
la Carta a los Gálatas, en la que sobre todo ha desarrollado su doctrina sobre
la justificación, habla de la fe que obra por medio de la caridad (cfr Gal 5,14).
Pablo sabe que en el doble amor a Dios y
al prójimo está presente y cumplida toda la Ley. Así en la comunión con Cristo,
en la fe que crea la caridad, toda la Ley se realiza. Somos justos cuando
entramos en comunión con Cristo, que es amor. Veremos lo mismo en el Evangelio
del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey. Es el Evangelio del juez cuyo
único criterio es el amor. Lo que pide es sólo esto: ¿Tú me has visitado cuando
estaba enfermo? ¿Cuando estaba en la cárcel? ¿Me has dado de comer cuando tenía
hambre, o me has vestido cuando estaba desnudo? Y así la justicia se decide en
la caridad. Así, al término de este Evangelio, podemos decir: sólo amor, sólo
caridad. Pero no hay contradicción entre este Evangelio y san Pablo. Es la
misma visión, según la cual, la comunión con Cristo, la fe en Cristo crea la
caridad. Y la caridad es la realización de la comunión con Cristo. Así, si
estamos unidos a Él somos justos, y no hay otra forma.
Al final, podemos sólo rezar al Señor
para que nos ayude a creer. Creer realmente; creer se convierte así en vida,
unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así, transformados por su
amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente justos a los ojos
de Dios.
Benedicto XVl
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