JULIO MARÍA SANGUINETTI 21 NOV 2014
Algunas democracias
latinoamericanas siguen arrastrando carencias muy graves
En los 35 años que van desde la
reinstitucionalización de República Dominicana y Ecuador en 1978 hasta la de
Paraguay y Chile en 1989, América Latina ha vivido un avance democrático sin
precedentes. Tanto México como Brasil, los dos Estados más grandes, han vivido
auspiciosos procesos institucionales: el primero, con una alternancia en el
poder que superó el histórico hegemonismo del Partido Revolucionario
Institucional, en el Gobierno durante 71 años; Brasil, con dos partidos que se
han alternado en cinco elecciones seguidas, superando el vacío de formaciones
nacionales estables que caracterizó su vida política desde los tiempos del
Imperio.
No han faltado episodios traumáticos,
con la caída de presidentes, como —entre otros— el exobispo Lugo en Paraguay
(2012), Mel Zelaya en Honduras (2009), Collor de Melo en Brasil (1992), Sánchez
de Lozada en Bolivia (2003) o de Fernando de la Rúa en Argentina (2001). Todos
ellos se resolvieron más o menos dentro de la Constitución y, en todo caso, sin
irrupciones militares, que felizmente han pasado a la historia.
No obstante, se viven situaciones
intolerables que no deberían ser aceptadas en silencio por la comunidad
latinoamericana, como desgraciadamente ocurre. Es el caso arquetípico de
Venezuela, designada incluso para integrar el Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas, a propuesta unánime de la región. Como era de esperar, el presidente
Nicolás Maduro ha festejado el éxito diplomático invocando el prestigio de su
régimen. Sus colegas le han hecho ese obsequio pese a que Leopoldo López, uno
de los principales líderes opositores, está preso y maltratado, junto a dos alcaldes,
como Daniel Ceballos y Enzo Scarano, acusados todos ellos de los peores delitos
contra el Estado. Luego del cierre de los únicos canales de televisión
independientes, la prensa vive cercada por la falta de divisas para comprar
papel e insumos, 12 diarios ya cerraron y otros 30 apenas sobreviven, por la
colaboración de los diarios colombianos. Bajo ningún criterio es hoy Venezuela
una democracia, aunque haya elecciones, que transcurren en medio de la falta de
libertades y la presión envolvente del Gobierno sobre los medios y los espacios
normales de libertad para movilizarse. Solo el verdadero heroísmo de jóvenes
dirigentes y militantes ha mantenido viva la llama de la democracia, a pesar de
las amenazas y difamaciones que se lanzan sobre ellos como rayos.
No puede ignorarse que en Ecuador
tampoco la prensa actúa con libertad y que el presidente viene avanzando hacia
la aprobación de la reelección indefinida, sin un plebiscito que en algo lo
legitime.
En la Argentina, solo la justicia ha
hecho posible que su prensa tradicional sobreviva hasta hoy. El ataque
sistemático que se hace desde el Gobierno a La Nación y Clarín no tiene
precedentes conocidos. Que la propia señora presidenta apostrofe
constantemente, con nombres y apellidos, a dos periódicos de larga tradición y
prestigio, sólo se ha visto en algunos regímenes totalitarios. La Nación sufre
la amenaza de un juicio fiscal que puede llevarle al cierre y únicamente los
amparos judiciales han permitido su sobrevivencia. Clarín ha sufrido el empleo
de todos los recursos posibles de un Estado para destruirlo. Desde inspecciones
fiscales llevadas a cabo por cientos de funcionarios que, llegados en
omnibuses, invadieron sus oficinas, hasta una ley que específicamente procuró
la dispersión del grupo editorial. No obstante propuso, y se le aceptó, un
proyecto de desmembramiento, sorpresivamente anuncian ahora que por decreto
procederán a modificar la estructura societaria.
Sobre estas situaciones parecería que
ningún Gobierno latinoamericano se siente obligado, por lo menos, a preguntar.
En medio de himnos sobre la vigencia universal de los derechos humanos, se les
agrede aviesamente y nada sacude las aguas de las instituciones hemisféricas.
En México, días pasados, en ocasión de
la reunión del prestigioso Foro Iberoamérica que fundó hace 15 años Carlos
Fuentes, Fernando Henrique Cardoso, refiriéndose a Venezuela, dijo que los
demócratas “tenemos que gritar, hacernos oír”, porque esta hipocresía reinante,
ese doble discurso, condena a la soledad a un pueblo venezolano que, por su
historia y su cultura, no merece lo que hoy sufre.
Si observamos la calidad institucional
desde afuera del sistema formal de funcionamiento, nos encontramos con poderes
fácticos que sacuden el edificio. Es el caso de México, con estructuras de
corrupción vinculadas al narcotráfico, que ejercen la violencia casi como
Estados paralelos, desafiando la vigencia del ordenamiento legal. La matanza
del Estado de Guerrero le ha dado a ese cáncer endémico difusión internacional
y quizás esto abra un espacio para que la autoridad constituida pueda iniciar
un proceso de reconquista real de su competencia. Colombia, que lleva adelante
—trabajosamente— un esperanzado proceso de paz, convive todavía con una
narcoguerrilla que, aun acotada y en medio de un diálogo con el Gobierno, no
termina de asumir que, para que se le crea, debe abandonar las armas para
siempre.
Estas situaciones revelan las carencias
de un Estado, que es excesivo en ciertos sectores de la vida económica y falta
en sus roles esenciales: el juez y el gendarme. Los poderes judiciales, en
ocasiones amenazados e infiltrados, no siempre son la barrera que el Estado de
derecho necesita. Las policías, lo mismo. Si en esos países no se logra el
monopolio de la fuerza de que hablaba Max Weber como esencia del Estado, todo
lo demás se hace ilusorio.
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