Por Luis Ugalde Sj., 16/11/2014
El Papa camina dando señales elocuentes. Va a
Roma para hacer que Jesús sea más visible en el gobierno de la Iglesia
católica, en sus signos y en su modo de actuar.
La aspiración es muy elevada: que el Vaticano
sea signo trascendente de Jesús, encarnación del amor gratuito de Dios; del
Jesús que no vino a condenar sino a sanar, que entró en la casa del ladrón
Zaqueo sin reproche, llevando el perdón, la conversión y la vida nueva; que
rechazó el apedreamiento hipócrita de la adúltera y le dio la mano para que se
levantara; que pidió agua a la samaritana, que no era creyente judía, ni de
vida correcta; que tocó a leprosos y enfermos y los curó incluso en sábado.
La Iglesia es de carne y hueso y de condición
frágil y pecadora; sin caer en angelismos necesita estructuras para gobernar
una muchedumbre humana de 1.300.000.000 católicos de todas las razas, pueblos y
culturas y lograr su unidad de espíritu en la pluralidad. Lo inaceptable es que
el rostro más llamativo del Vaticano sean las túnicas y símbolos del pagano
Imperio romano, el poder impositivo de la cristiandad carolingia o las intrigas
y corruptelas palaciegas de una corte renacentista.
El Papa insiste en que no quiere “príncipes”
de fachada, sino el pueblo de Dios, hombres y mujeres tocados del amor de un
Dios que se hace visible en los múltiples rostros que viven con alegría y
esperanza, que consuelan, que acompañan, curan y ayudan a levantarse. Hoy una
de las grandes, complejas y esperadas reformas es hacer visible que la Iglesia
no son los clérigos, sino el pueblo de Dios con el obispo de Roma, que no es
una monarquía vaticana sino un primado colegiado con las conferencias
episcopales del mundo en toda su variedad y pluriculturalidad expresada en
sínodos y otras formas de gobierno universal. Un gobierno de Roma con menos
cardenales y más laicos, hombres y mujeres creyentes y competentes servidores.
Benedicto XVI con su renuncia por inspiración
interior hizo un extraordinario servicio al dar paso a otros que lo pudieran
hacer mejor.
Hay mucha santidad en la Curia romana, pero
necesitamos que sean más visibles los signos trascendentes que hizo Jesús. No
ayudan los que sólo aspiran a ascender y perpetuarse en los cargos.
Necesitamos muchos que, tras ocupar altos
cargos ayer, estén hoy en las comunidades al servicio humilde de los
pobres, enfermos, presos y desorientados.
La Iglesia necesita inspiración, doctrina y
disciplina, pero corre el peligro de sacralizar los medios históricamente
cambiables y hacer inamovibles personas, gestos, ritos, doctrinas y
disciplinas, con peligro de que la letra ahogue el espíritu. Nada vale todo
eso, si no, no hay inspiración que lleve al mundo los signos y vida de Jesús.
La Iglesia no puede renunciar a la doctrina,
disciplina y organización, pero reconoce con alegría que el Espíritu actúa más
allá de esas fronteras y que la conciencia de las personas es más que la
disciplina.
La pregunta evangélica del papa Francisco: “Quién
soy yo para juzgar a un gay si él busca al Señor y tiene buena voluntad”, vale
también para el divorciado, agnóstico, budista, preso y para la conciencia de
todos, que nos lleva a aquella milenaria frase feliz: “De internis neque
Ecclesia iudicat”, de lo íntimo de la conciencia ni la Iglesia juzga.
Doctrina y normas disciplinares sí, pero por
encima de todo el diálogo de la conciencia personal con Dios. No estamos para
condenar sino para acompañar, dar la mano, llevar el agua del amor de Dios y la
esperanza. Es lo que más necesitamos en este mundo, y sin ello la disciplina
eclesiástica es vacía y los templos se convierten en museos.
Uno de los signos más alentadores de la
renovación es el reciente nombramiento del nuncio en Venezuela Pietro Parolin como
secretario de Estado. Lo conocemos y apreciamos como hombre humilde,
inteligente y servicial con espíritu evangélico y visión universal. La torpeza
ideologizada de nuestro Gobierno lo ignoró durante tres años, lo que aprovechó
él para acercarse, escuchar y compartir con las comunidades cristianas más
sencillas y hacer de enlace entre la Iglesia venezolana y el obispo de Roma.
Necesitamos que los nuncios sean a futuro
menos representantes de un Estado ante otro y más signo de fraternidad
cristiana y comunión universal.
Este nombramiento es una gran noticia para
toda la Iglesia y especialmente para los venezolanos, pues nos conoce, aprecia
y sabe bien lo que en Venezuela estamos viviendo.
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